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La integridad es un carro de estiércol

Carlos L. Keller

A finales del XVI Johannes Kepler era un astrónomo meritorio. Ferviente cristiano, había dedicado sus esfuerzos a demostrar la perfección del universo como obra divina. Su vida cambió en 1600 al recibir una carta de Tycho Brahe, que acababa de llegar a Praga y reclamaba su presencia. Aquello le sirvió a Kepler, ya convertido en discípulo, para heredar a la muerte del maestro los apuntes de observaciones del astrónomo danés. Kepler quedó pasmado. 

En aquellas libretas, Brahe había ido anotando, con un detalle inconcebible, sus observaciones ¡sin telescopio! del movimiento de los planetas. Con ellas, el discípulo descifró los primeros enigmas del universo: las órbitas no eran circulares sino elípticas y, de manera incomprensible, los planetas parecían acelerar cuando estaban cerca del Sol, para aflojar la velocidad a medida que se alejaban. Kepler no daba crédito; el universo debía ser perfecto como su creador, y eso imponía órbitas en círculo, velocidades constantes y una cadencia armónica de movimientos.

El enorme mérito de Kepler, casi heroico, radica en haber publicado unas leyes que probablemente despreciaba, que le daban arcadas, que hubiera deseado no descubrir. Aquellas órbitas achaparradas le parecían literalmente “carros de estiércol”, pero impuso su honestidad científica a sus convicciones morales; publicó una verdad que aborrecía, y esto es algo extraordinariamente inusual. 

Mucho más inusual en las ciencias sociales, tan devaluadas. Tanto, que está consolidada la percepción de que el Derecho es una ciencia de opinión más que de conocimiento. Y ahí está la base del ‘lawfare’.

El enorme mérito de Kepler, casi heroico, radica en haber publicado unas leyes que probablemente despreciaba, que le daban arcadas. Esas órbitas achaparradas le parecían “carros de estiércol”, pero impuso su honestidad científica a sus convicciones morales

Cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró por mayoría que la Constitución americana no incluía el derecho al aborto, se dio por descontado que los magistrados de la mayoría estaban en contra del aborto, y los de la minoría a favor. Su opinión sobre el aborto había condicionado su visión del cosmos constitucional, y esto parece obvio, pero no lo es. 

Si Kepler fuera magistrado, podría decirnos: “estoy a favor de la interrupción voluntaria del embarazo, pero lamento constatar, tras analizar la doctrina y los precedentes, que la Constitución no incorpora este derecho”. O a la inversa: “estoy en contra del aborto, pero después de haber profundizado en el estudio del tema, debo concluir, para mi horror, que la constitución abarca el derecho de las mujeres a abortar”. 

En el mismo altar que Kepler estaría Francisco Javier Elola, de quien se acaba de publicar un libro-homenaje. En 1936 fue instructor de la causa contra el general Fanjul tras los sucesos del cuartel de la Montaña y aunque le llegaban de su ciudad natal, Monforte de Lemos, noticias desoladoras de la represión fascista, quiso asegurar un juicio justo al golpista; fue inmediatamente apartado. Años después, los compañeros de Fanjul lo asesinaron en Barcelona. 

Entendida hoy la independencia judicial como libertad de criterio y firma, en el mismo rango de la independencia de los periodistas, los jueces pugnan por hacer sentencias militantes con las que sentirse cómodos, esquivando el mérito intelectual de Javier Elola y otros, dispuestos a valorar con rigor el caso planteado y, si ha lugar, dictar resoluciones que les revuelvan las tripas.

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Carlos L. Keller es socio de infoLibre.

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