'Salvator salvatoris'

Carlos L. Keller

El triunfo de Nayib Bukele en El Salvador está sirviendo para reflexionar en torno al concepto de democracia. Y es que nos hemos despertado todos con el raro consenso de que Bukele no está al frente de un régimen democrático. Sin embargo, ha celebrado unas elecciones generales en las que nadie duda de que ha salido victorioso por varios cuerpos de distancia. Parece claro que los salvadoreños quieren a Bukele de presidente y están entusiasmados con su política, y por eso lo han elegido. ¿Esto no es democracia?

En realidad, no. Y es de agradecer que de vez en cuando los analistas se caigan del guindo y reconozcan que la esencia de la democracia no radica en dar urnas a los ciudadanos para que elijan entre Pito y Gorgorito sino en garantizarles una vida en paz con plenitud de derechos. Un país que encarcela a las bravas a centenares de miles de jóvenes sin respetar la presunción de inocencia o el derecho a un proceso justo no es una democracia, aunque los ciudadanos tengan elecciones cada cuatro años y respalden estos desmanes. 

Hay decisiones que en democracia no se pueden tomar nunca, ni siquiera por mayoría cualificada; ni siquiera por unanimidad se pueden laminar los fundamentos de una democracia sin que ésta pierda su naturaleza

El desafío intelectual de esta tesis es que impone un desgajamiento entre el concepto de democracia y su fundamento original, que es la voluntad popular. Hay decisiones que en democracia no se pueden tomar nunca, ni siquiera por mayoría cualificada; ni siquiera por unanimidad se pueden laminar los fundamentos de una democracia sin que ésta pierda su naturaleza. ¿Pero cuáles son estos fundamentos? Para nuestros círculos liberales, radicaría en el respeto a las estructuras clásicas de poder: ley, elecciones, proclamación formal de derechos civiles y respeto a la propiedad privada. Para las fuerzas progresistas, radicaría en el respeto de todos los derechos que consideran inalienables. Ambos tienen visiones distintas, pero concuerdan en lo fundamental: el pueblo no tiene libertad para decidirlo todo.

Para estos círculos liberales, que ahora miran a El Salvador, dejar a un detenido sin el derecho a un juicio justo es ilegítimo y no democrático, aunque lo respalde el pueblo. Tienen razón. Pero por la misma razón también sería ilegítimo y no democrático dejar a un enfermo sin el derecho a la sanidad, a jóvenes sin el derecho al trabajo, a madres y padres sin el derecho a la vivienda, a presos sin esperanza, a trabajadores sin derechos sociales o a ancianos sin pensión. Los ciudadanos salvadoreños nunca fueron conscientes de vivir en democracia porque nunca tuvieron estos derechos; por eso no la echarán de menos. 

He ahí la gran contradicción: mientras la corrupción, la muerte y la pobreza campeaban por El Salvador, nuestros intelectuales no cuestionaron su calidad democrática, como no cuestionan hoy la de Honduras, Haití y tantos otros países devorados por un sistema capitalista del que sus ciudadanos huyen despavoridos. Pero la cuestionan ahora, viendo alarmados (con razón) cómo se infringe el derecho de los detenidos a un juicio justo; pero cuando se infringía el derecho a la vida, con más de mil homicidios al año por cada millón de habitantes, o el derecho al futuro de miles de salvadoreños que marchaban cada año al extranjero ¿eso les parecería compatible con una democracia? 

El debate puede ser ríspido, como dirían Les Luthiers, pero interesante. Sostener que hay cuestiones que están por encima de la decisión del pueblo, que no todo se puede someter a votación, abre una espita que tal vez sea peligroso dejar abierta. Sin embargo, el caso de hoy en El Salvador, el de ayer en la Argentina, el de mañana en los Estados Unidos, y otros experimentos mucho más siniestros del pasado, nos muestran el riesgo estremecedor de entronizar la voluntad popular como el único oráculo para el desarrollo de las políticas públicas. 

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Carlos L. Keller es socio de infoLibre.

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