Sequía, mamandurrias y milagros

Ramon-Jordi Moles Plaza

Nos dice el Govern de Catalunya que “el agua no cae del cielo”. Tamaña falsedad  —a no ser que se añadiese “por ahora”—  se supone que es para fomentar un uso responsable del agua; algo que no han hecho hasta ahora nuestros incapaces Governs y Gobiernos. Una incapacidad que se repercute al ciudadano exigiéndole conductas ejemplares, ya sea en materia de seguridad viaria, cumplimiento tributario o tratamiento de residuos, por ejemplo. Poco importa el escaso mantenimiento de la red viaria, la pésima distribución de fondos europeos o la mejorable gestión de las basuras. Al final, la responsabilidad se quiere que sea siempre del ciudadano, sin importar la incapacidad política y administrativa, que proviene esencialmente de una fuente común: el miedo de los políticos al conflicto social en tiempo de elecciones (locales, autonómicas, generales o europeas), es decir, en cualquier momento. 

La sequía más importante desde que existen datos persiste en Catalunya desde hace más de tres años para más de 6 millones (de un total de 8) de ciudadanos que dependemos de las cuencas internas de Catalunya (Ter-Llobregat). Estamos en situación de emergencia por una sequía que, nos dicen, impone restricciones al punto de reducir la presión del suministro doméstico, a la industria, turismo, agricultura y ocio. Y a partir de ahí, que cada cual se busque la vida: desalinizadoras privadas para hoteles, excavación de pozos para regar o rogativas a Montserrat. Mientras tanto, nuestras Administraciones siguen aletargadas a la espera de milagros. No es la sequía la causa de las restricciones; es la muy ineficiente política hidráulica y la dejadez de funciones de nuestros Gobiernos desde hace años, alimentada por la amnesia de la ciudadanía que, cuando llueve, se olvida del tema. Súmenle la falta crónica de modernización de las redes de distribución, con masivas pérdidas y fugas de agua. De otro modo, no estaríamos en situación de crisis hídrica. 

Desde 2010 no se han ejecutado inversiones en obras hidráulicas y el dinero abonado por los usuarios mediante el canon en el recibo del agua se ha usado para otros menesteres, como, por ejemplo, enderezar el déficit de la Agencia Catalana del Agua (si circunscribimos el hecho en Catalunya, aunque en otras zonas mutatis mutandis ocurre otro tanto). No disponemos de las dos desalinizadoras que se habían previsto hace años y las redes de distribución sufren pérdidas en muchos de sus tramos por falta de mantenimiento. Cuestiones que llevará años solventar, siendo además que algunas de las soluciones planteadas por las Administraciones son caras, lentas o inasumibles. Las desalinizadoras consumen una enorme cantidad de electricidad, que además no les podemos suministrar por falta de red de alta tensión; traer agua en barcos es carísimo e insuficiente y además el Puerto de Barcelona no está preparado para este tipo de atraques. Ante ello la gran medida es restringir a los ciudadanos el uso doméstico del agua, uno de los servicios públicos esenciales en un Estado que pretenda serlo. Mientras, se pretende salvar al gran motor de nuestra economía (el turismo), hasta el punto de que si eres turista puedas usar la piscina de tu hotel, mientras que si eres ciudadano no puedes usar como debieras tus grifos, ni usar tu piscina pública o privada, ni regar tus plantas.

Y a partir de ahí, que cada cual se busque la vida: desalinizadoras privadas para hoteles, excavación de pozos para regar o rogativas a Montserrat. Mientras tanto, nuestras Administraciones siguen aletargadas a la espera de milagros

Las auténticas soluciones al problema (no la sequía, sino el suministro de agua a los ciudadanos), en cambio, están descartadas por el Govern. La razón oculta es que les generan un problema: les obliga a gobernar con mayúsculas en un país en el que se han acostumbrado a “pastorear” los problemas sin resolverlos. Educación, sanidad, transporte, energía, función pública, estructura productiva o vivienda son cuestiones que esperan desde hace demasiados años a ser planteadas como las “cuestiones de Estado” que son, fuera de la batalla política y con alcance de miras a la altura de país.

Todas estas cuestiones presentan a los gobernantes un problema en común: no existe un consenso general sobre su gestión. Consenso que, en un país maduro, se genera tanto desde la esfera pública como desde la privada hasta llegar a un punto de encuentro que se mantendrá tanto como sea posible en el tiempo, hasta que haya que revisarlo. En un decorado cainita el consenso no existe más que para garantizar comederos comunes, aunque sea a fuerza de agotar el pienso. Y más aún en un contexto de permanente batalla electoral, ya sea general, autonómica o local, que tiene como objetivo principal seguir alimentado la máquina partidista que ha fagocitado la democracia. En resumen, el problema para el político no es tanto la problemática suscitada (sequía, déficit del servicio público o malos resultados en el informe PISA), sino la controversia social suscitada por las medidas que se deben adoptar para resolverla. Controversia que castiga directamente al resultado electoral de quien debe aplicarlas, que es quien gobierna. En fin, que gobernar es, también, perder elecciones, y esto no hay partido político que lo aguante.

De este modo la oposición social, la de los territorios y sectores afectados en el caso de la sequía, a las medidas más adecuadas hace inviable que se puedan aplicar porque en términos electorales resulta inasumible para quien gobierna. Así, la interconexión de las redes de suministro de agua catalanas —incluido el Ebro— ha sido rechazada por el Govern debido al rechazo social en Terres d’Ebre con el argumento de que el minitrasvase del Ebro no es viable porque “es una estructura fija” para derivar “más agua del Ebro de la necesaria” en algunos momentos. Los Colegios de Ingenieros y la sociedad civil con opinión técnica no opina lo mismo, pero el miedo a perder elecciones en Terres d’Ebre es superior al sentido común. Igual suerte corren otras opciones posibles como conectar el agua sobrante de riego de la zona Segarra-Garrigues o la cabecera del Segre al Llobregat. Es obvio que gobernar es generar consensos y para hacerlo no hay otra que ponerse a ello y gestionar los conflictos sociales aún a costa de perder las mamandurrias, los sueldos que se disfrutan sin merecerlos. A no ser que, en un Estado laico, los políticos crean también en los milagros.

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Ramon-Jordi Moles Plaza es jurista y analista.

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