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¿Qué hacemos con Torres Blancas? Un dilema en clave patrimonial

Antonio Giraldo Capellán

Vivimos en un mundo volátil, donde incluso lo que más parece destinado a permanecer, pierde su razón de ser por algo tan mundano como el paso del tiempo. Quizá una vida humana no es suficiente para apreciar algunos de esos cambios en una gran ciudad como Madrid, pero suceden sin que nos demos cuenta, hasta que un día nos preguntamos cómo hemos llegado hasta aquí. No es tristeza, pues no hay tiempo pasado que mejore el presente, sino dulce nostalgia de lo que aquello una vez fue. Pero no se fue del todo, sólo en espíritu, quizá. La pregunta es: ¿qué hacemos hoy con el cuerpo presente? Se abre aquí uno de los debates más apasionantes que podemos dirimir en la actualidad: la relación del patrimonio arquitectónico que se nos ha legado y su reconciliación con la ciudad presente, con la ciudad de hoy. Spoiler: no siempre se reconcilian. 

Este mes el Pleno del Ayuntamiento de Madrid lleva para aprobación un Plan Especial urbanístico para transformar la planta-ático veintidós de las famosas Torres Blancas de Madrid en ocho nuevas residencias que jamás habían existido en ese lugar. Y decimos torres –en plural– a pesar de ser sólo una, y blancas, a pesar de ser gris, porque su singularidad urbana y arquitectónica trasciende a la realidad, a lo tangible. El que es uno de los iconos del brutalismo de Francisco Javier Sáenz de Oiza (1969) es también, casi con total seguridad, uno de los iconos más valiosos y reconocibles de Madrid. No sólo por su peculiar configuración estética, sino por lo que significó levantar un edificio así, en el momento en que se levantó. Y como tal, goza por parte de la protección patrimonial municipal de la máxima categoría. No es cosa baladí. Es Torres Blancas.

Sáenz de Oiza exploró en aquellos años de la arquitectura del movimiento moderno, que nos dejó grandes exponentes en Madrid, existentes y desaparecidos, un concepto tan novedoso como disruptivo: la concepción de la ciudad como un ente orgánico en vertical. Una suerte de conjunto funcional para la interrelación entre sus habitantes en una dimensión hasta entonces no explorada, no de esta manera. Dotándola a sí misma de los servicios y necesidades de la más alta categoría que pudieran demandar por aquel entonces sus inquilinos, generalmente de alta clase social. Bajo esta premisa trazó una de las plantas más reconocibles de la arquitectura española, una que seguro alguien tiene a buen recaudo colgada en su salón, pues los planos originales están perdidos a fecha de hoy.

El edificio de Torres Blancas agrupa un conjunto de residencias –88 inicialmente– en altura, hasta la planta 22 donde un gran centro social y asistencial, al menos así fue concebido, se situó en este privilegiado espacio. Hasta donde, incluso, llegaba un montacargas para atender a los habitantes directamente en su puerta. Un espacio común y de esparcimiento para aquellos habitantes de esta ciudad-torre, de encuentro vecinal. 

Apenas llegó a cumplir su intención primigenia, pues recién entrados los años setenta se transformó todo ello en uno de los restaurantes más famosos y aclamados de Madrid en aquella época: el futurista restaurante de Ruperto de Nola. Un espacio de gastronomía de la que se decía los guisos eran su especialidad. Seguro que más de uno bajó a través del montacargas a algún vecino que lo pidió desde su nivel-torre. Desde 1971 hasta 1985 los comensales pudieron disfrutar, además del cocido madrileño, de una de las mejoras vistas del skyline de Madrid. 

Pero ese tiempo terminó y, si bien se han venido dando otros usos terciarios en este lugar como oficinas o rodajes de aclamadas películas como La Piel que Habito de Pedro Almodóvar, Abre los Ojos de Alejandro Amenábar o series de lo más recientes como El Ministerio del Tiempo, jamás recuperaría su esplendor pasado. Quedó completamente abandonado hace ya varios años y así ha permanecido hasta nuestros días. Hasta el Plan Especial que se aprobará esta semana.

Se plantea ahora una duda tan grande que es difícil encontrar respuesta, si es que la tiene. Sabemos que la singularidad de una obra arquitectónica no solamente atiende a razones estructurales o físicas, si me apuras, sino también a razones históricas, artísticas, culturales y, a veces, mucho más cotidianas. La singularidad de un inmueble se encuentra muchas veces en lo que dentro de él pasa y quizá no tanto en las propias paredes y techos. Parece que esto va también de historias, y menos de hormigón. En este sentido Torres Blancas no fue único solo por sus reconocibles habitaciones redondeadas o su imponente silueta, sino por esa concepción y usos que Sáenz de Oiza planificó para que allí sucedieran. Esa ciudad utópica sobre la que estos mismos días Miguel Ezquiaga escribía en El País: “La utopía de Torres Blancas fracasa en el siglo XXI”. Y es que así es, 2024 no es 1971. Todo aquello que se imaginaba, sabemos, con el peso de las décadas a la espalda, que no funciona y que nunca lo hizo. Esa ciudad no existe, ni existirá jamás. Sencillamente fue una fenomenal fantasía necesaria e irrepetible. El espíritu de Torres Blancas, tal y como se concibió, se fue. Pero nos queda su recipiente.

Considero que, como administración local, debemos ser mucho más ambiciosos y tal vez creativos con asuntos de tal relevancia para nuestra historia cultural y arquitectónica

¿Podemos reconciliar la defensa de un edificio singular, con lo que esa singularidad significa, con el Madrid de 2024 y los usos y necesidades actuales? Pensadlo de esta forma: ¿un centro social en una azotea?, ¿quién usaría eso?, ¿quién lo adquiriría, la comunidad?, ¿para qué?, ¿cabe en los modos de vida actuales? No lo parece. Entonces, ¿un nuevo restaurante que vuelva a deslumbrar a toda la ciudad? Quizá. Pero desde los años ochenta los estándares de calidad, seguridad y evacuación de emergencia, por fortuna, han mejorado. No podemos añadir más ascensores interiores a los dos ya existentes que usan los vecinos para acceder a sus viviendas, ni hablar de adosarlos ex novo a la fachada. Tampoco podemos hacer un acceso independiente ni utilizar otras escaleras que las ya presentes. En aquellos años seguro que era de buen agrado ver pasear a comensales por el portal y los rellanos, y que se interrelacionasen con los propios habitantes de esa “ciudad”, pero en la actualidad, en pleno debate sobre las molestias que generan los pisos turísticos en las comunidades de propietarios y la voluntad de su prohibición, imaginaos un restaurante de estas características mezclado con las 101 viviendas actuales y peleando por dos ascensores, y quizá por el tercero de servicio. No puede ser, es un uso irreal. 

Pero tenemos una certeza, y es que el edificio que mejor se conserva es aquel que tiene un uso, y esto abre la segunda pregunta: ¿qué uso le damos entonces? El Plan Especial da una respuesta, una, que no necesariamente la correcta, a ese dilema: el residencial. Se propone la partición de toda la planta en ocho apartamentos –de lujo– hasta alcanzar un total de 109 en toda la torre. Desde el punto de vista del conjunto actual parece una solución coherente. Apenas genera molestias añadidas al resto de propietarios y, además, son ocho propiedades más contribuyendo a la cuota comunitaria. Me parece justo añadir también que el trabajo realizado para esta partición ha sido bastante fino por parte tanto de la propiedad, como del estudio de arquitectura que firma el Plan Especial como de las determinaciones que la Comisión para la Protección del Patrimonio Histórico, Artístico y Natural del Ayuntamiento de Madrid (CPPHAN) les han dado. Fiel al concepto de planta de Sáenz de Oiza, se ha procurado seguir con esas paredes y espacios circulares que tanto lo definen. No ha sido un trabajo cualquiera, se ha hecho algo respetuoso. Pero hasta aquí. Aceptar esta premisa es necesariamente aceptar el empobrecimiento del valor del edificio tal y como se concibió y tal y como lo consideramos. Pasará a ser un residencial como cualquier otro edificio, y este no es cualquier otro. 

Me preguntaban estos días qué votaré en el pleno, y quizá esa sea una de las razones por las que he querido escribir estas líneas. Haciendo esta reflexión, no puedo votar en contra porque eso sería como no asumir que aquella utopía está muerta, pero tampoco lo puedo votar a favor porque sería como aceptar que no se puede hacer nada más por salvar esa singularidad, y me niego. ¿Hemos reflexionado como ciudad qué queremos hacer con este tipo de obras? Ya no solo hablo de Torres Blancas. ¿Hemos hecho una introspección sobre lo que nos conviene, desde el interés general, para con estos edificios singulares? No, no lo hemos hecho. Y la prueba está en que esta solución se ha presentado solo cuando un promotor privado ha querido hacerlo. El papel del Ayuntamiento de Madrid ha sido de mero trámite. Y considero que, como administración local, debemos ser mucho más ambiciosos y tal vez creativos con asuntos de tal relevancia para nuestra historia cultural y arquitectónica. Tenemos una oportunidad de oro, por cierto, en la anunciada revisión del Plan General de Ordenación Urbana de 1997 para pensarlo. 

En este mundo volátil, en esta ciudad cambiante, necesitamos mucha más reflexión y mucha más participación en los procesos que nos definen. Torres Blancas es parte de todos nosotros, madrileños y madrileñas, y debemos tener esta conversación de adultos de una vez por todas. Porque si no lo hacemos nosotros, alguien vendrá a hacérnoslo, pero entonces será tarde. Mi postura es la abstención, y al rincón de pensar.

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Antonio Giraldo Capellán es concejal del Ayuntamiento de Madrid por el Grupo Municipal Socialista.

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