Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Mussolini, Ciano, traición y venganza
Hace 80 años. El 11 de enero de 1944, los ilustres fascistas Galeazzo Ciano, Giovanni Marinelli, el mariscal Emilio de Bono, Luciano Gottardi y Carlo Pareschi fueron ejecutados en Verona por orden de Benito Mussolini.
Galeazzo Ciano, nacido en 1903, se había casado con Edda, la hija mayor del Duce, en abril de 1930 y, tras ser jefe de prensa de Mussolini y ministro de Proganda, pasó a ser el jefe de la diplomacia italiana el 11 de junio de 1936, cuando sólo tenía 33 años, una edad inusual para manejar la política exterior de una potencia europea. Ciano pertenecía a una nueva generación de líderes fascistas que no lucharon en la Primera Guerra Mundial, pero acompañó al Duce en su aventura imperial. Entre 1935 y 1939, Italia se metió en tres guerras sucesivas, en Etiopía, España y Albania.
Ciano fue el máximo responsable, junto con su suegro, de las decisiones fundamentales que el régimen fascista tomó en esos años. En julio de 1936, Mussolini atendió a la llamada urgente del general Franco para que le prestara ayuda aérea para pasar sus tropas desde el norte de África a la Península y poder continuar así la guerra causada por la insurrección militar contra el Gobierno de la República. La ambición de una expansión en el Mediterráneo a costa de Francia y la animadversión a los gobiernos de Frente Popular español y francés, llevaron a Italia a una guerra en la que empleó más de 70.000 hombres y una cantidad de recursos, armas y municiones que agravaron sus deficiencias militares y le reportaron escasas recompensas. La intervención en España, además, significó el primer paso de lo que iba a ser una fatal amistad con la Alemania nazi, que también ayudó a los militares rebeldes, sellada oficialmente en el pacto del Eje en octubre de 1936.
Cuando acabó la guerra en España, la situación internacional amenazaba con otra gran guerra para la que ni Italia, ni su población ni su ejército, como reconocía la cúpula dirigente fascista, estaban preparadas. Y así se lo hizo saber en varias ocasiones Mussolini a Adolf Hitler.
Italia se mantuvo al principio al margen de la Segunda Guerra Mundial, que se inició en la mañana del 1 de septiembre de 1939 con la invasión de Polonia por las tropas nazis, pero cuando los ejércitos alemanes avanzaron inexorablemente por los Países Bajos y Francia en la primavera de 1940, Mussolini le comunicó al general Pietro Badoglio, jefe del Estado Mayor, que la guerra la ganaría pronto Hitler y que Italia necesitaba “unos cuantos miles de muertos para poder asistir a la conferencia de paz como beligerante”. El 10 de junio entró en la guerra, una decisión a la que pocos ponían objeciones en ese momento.
La guerra resultó un absoluto desastre para Italia y, dos años después, todos los sectores de la vieja elite prefascista, que habían mantenido su poderosa presencia durante la dictadura, desde el rey al Vaticano, pasando por el ejército, temerosos de la derrota, prepararon la caída de Mussolini. Los mismos que le habían aupado al poder buscaban desde comienzos de 1943 la mejor forma de sacar a Italia de su aventura desastrosa en la Segunda Guerra Mundial y de poner fin a la fatal alianza con la Alemania de Hitler. Pocos dirigentes fascistas y compañeros de viaje de Mussolini creían ya en la victoria alemana y en la grandeza que esa victoria proporcionaría a Italia. La mayoría de ellos habían perdido el respeto al Duce, al dictador antes infalible, y tramaban la mejor forma de derrocarlo. El desembarco de las fuerzas aliadas en Sicilia, el 9 de julio de 1943, forzó el desenlace de la crisis.
Mussolini era entonces un dictador títere, al servicio de los nazis, que iba perdiendo poco a poco el control sobre el territorio italiano que supuestamente dominaba
Unos días después, en la noche del 24 al 25 de julio, se reunió el Gran Consejo, el principal órgano de decisión política del partido fascista que Mussolini había controlado siempre a su gusto. Un grupo de dirigentes, encabezados por Dino Grandi, Galeazzo Ciano y Guiseppe Bottai, querían romper con Alemania y propusieron devolver el mando militar al rey, Víctor Manuel III, lo que en la práctica significaba echar a Mussolini. Diecinueve miembros del Gran Consejo votaron a favor, siete en contra, uno se abstuvo y Roberto Farinacci defendió por su cuenta una alianza más estrecha con Alemania y la radicalización del fascismo italiano siguiendo el modelo alemán. “Caballeros, han abierto ustedes la crisis del régimen”, les dijo Mussolini tras conocer el resultado de la votación.
Informado de la decisión del Gran Consejo, el rey ordenó arrestar a Mussolini y lo sustituyó por un general de su confianza, Badoglio. Movilizados la policía y el ejército, los principales líderes fascistas aconsejaron a sus militantes obedecer al rey. En unas pocas horas, se había desmoronado una dictadura de veinte años. Con Mussolini detenido, el rey y el gobierno del general Badoglio acordaron la rendición con los negociadores aliados, hecha oficial el 8 de septiembre. Al día siguiente, huyeron de Roma, antes de que pudieran ser arrestados por los nazis. Los aliados invadieron Italia desde el sur y los alemanes ocuparon el centro y el norte del país. Durante los meses siguientes, hasta abril de 1945, el suelo italiano fue el escenario de dos guerras: una internacional entre los aliados y los alemanes y otra civil, entre los fascistas que apoyaban a los nazis y la resistencia antifascista que se extendió como la pólvora desde la caída del Duce.
Pero Mussolini no estaba muerto y la historia todavía le reservaba un papel protagonista en el final de aquel drama. Un comando de paracaidistas alemanes, liderado por Otto Skorzeny, lo liberó el 12 de septiembre de la prisión en la que se encontraba, en el monte Gran Sasso, a poco más cien kilómetros al nordeste de Roma, y lo trasladó en avión a Munich. Desde esa ciudad alemana, tras un breve encuentro con Hitler, anunció su decisión de castigar al rey y a los traidores del 25 de julio y proclamó la creación de un nuevo régimen fascista, la República Social Italiana, conocida también como la República de Salò, la pequeña ciudad del norte de Italia donde se instaló parte de su administración.
De los diecinueve dirigentes fascistas que votaron la destitución de Mussolini, solo pudieron detener a seis. A Ciano lo entregaron a su suegro los alemanes, pero otros, los que realmente habían provocado la destitución de Mussolini, como Dino Grandi, Giuseppe Bottai y Luigi Federzoni, lograron escapar y sobrevivieron a la derrota del fascismo en 1945.
Los seis capturados fueron juzgados en un proceso que comenzó en Verona el 8 de enero de 1944 y solo duró dos días. El tribunal condenó a cinco a la pena de muerte por delito de traición y a treinta años a Tulio Cianetti, quien había enviado una carta a Mussolini arrepintiéndose de su voto. Emilio de Bono, uno de los que habían encabezado la marcha sobre Roma, fascista y militar, jefe de policía en el momento del asesinato del diputado Giacomo Matteotti, ministro de Colonias entre 1929 y 1935, artífice, junto con Mussolini, de la invasión de Etiopía, estaba a punto de cumplir 78 años, pero eso no fue suficiente para cambiar la condena a muerte. Tampoco a Ciano pudo liberarle la relación familiar con Mussolini, la intercesión de Edda ante su padre, porque los alemanes pidieron la cabeza del hombre que ya decía públicamente, nada más empezar la guerra, que ojalá la ganara Inglaterra, lo cual significaría “la hegemonía del golf, el whisky y el confort”, y porque así lo pidió también su suegra Rachele, la esposa del Duce.
Mussolini era entonces un dictador títere, al servicio de los nazis, que iba perdiendo poco a poco el control sobre el territorio italiano que supuestamente dominaba. La República de Salò ya no tenía el apoyo de los industriales, de la Iglesia, ni de la monarquía. Tampoco tenía ejército, ni países que la reconocieran. En marzo y abril de 1945, mientras los nazis llevaban a cabo negociaciones secretas con los aliados para la rendición, Mussolini buscaba infructuosamente establecer contactos con los británicos a través de la Iglesia católica. El 27 de abril de 1945 se unió a un convoy de soldados nazis que escapaban del avance aliado. Cuando los camiones fueron detenidos por un grupo de partisanos, descubrieron a Mussolini envuelto en una manta y disfrazado con uniforme alemán. El 28 fue ejecutado junto con su última amante, Clara Petacci, y al día siguiente sus cadáveres y los de otros célebres fascistas, como Roberto Farinacci o Achille Starace, fueron colgados cabeza abajo en la Piazzale Loreto de Milán.
El derrumbe del fascismo en Italia fue estrepitoso y antes de que Mussolini y miles de fascistas fueran asesinados durante los días de la liberación por las tropas aliadas y la resistencia, algunos ilustres dirigentes habían sido ya ejecutados por orden del Duce. Fueron fusilados de espaldas al pelotón, compuesto por voluntarios de la policía fascista de Verona, en el polígono de tiro de la fortaleza de San Procolo. La ejecución fue como “una matanza de cerdos”, según un testigo alemán, con los prisioneros agonizando tras varios disparos y el capitán de la ejecución, Nino Furlotti, rematándolos con tiros en la sien. Traición, venganza, muertes, así se fue del mundo aquel amplio grupo de despiadados que había liderado el Duce.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
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