Mi nombre es Kunta, Kunta Kinte

José Manuel Rambla

La ficción nos sobrecoge, la realidad nos hastía. El 21 de enero de 1979, Televisión Española emitía el primer episodio de una serie que iba a hacer historia: Raíces. Adaptación del best-seller homónimo de Alex Haley, la serie contaba las desdichas de un adolescente (y sus descendientes, incluido supuestamente el propio Haley) secuestrado en el siglo XVIII en Gambia por unos negreros y trasladado como esclavo a una plantación de algodón en Carolina del Norte. José Ramón Pérez Ornia, en su crónica sobre la serie de aquel día para El País, mostraba su confianza en que, ante el panorama político y televisivo de aquel momento, la emisión de Raíces sirviera para remediar “un poco el asco colectivo de la audiencia”. Y en efecto, los espectadores se estremecerían con aquel joven africano al ver cómo su amo le azotaba y llamaba Boy mientras él replicaba orgulloso: "Mi nombre es Kunta, Kunta Kinte". La ficción nos sobrecoge.

La realidad nos hastía hasta el punto de transformar el “asco colectivo” en resignación. Estos días hemos conocido que en España hay 419.000 esclavos sin que nadie parezca haberse estremecido. Así lo pone de manifiesto un estudio de CCOO, elaborado a partir de los datos de la Encuesta de la Población Activa, en el que se refleja que cada semana se trabajan en este país 2,6 millones de horas extras no pagadas ni cotizadas. Es, en suma, trabajo esclavo. O postesclavo. Porque el capitalismo neoliberal, igual que ha precarizado el mercado laboral, precariza también la trata de esclavos.

Antiguamente el dueño del esclavo estaba obligado a cubrir sus necesidades de techo y alimento, aunque fuera de forma miserable. Ahora ni eso. Los nuevos postesclavos lo son a tiempo parcial y están obligados a trabajar después de su horario de esclavos para asegurarse un cobijo donde dormir y un plato que llevarse a la boca. El negocio es redondo y el capitalismo realmente existente se beneficia de su trabajo esclavo, de su trabajo asalariado y también de especular con las viviendas, los alimentos o el ocio que necesitan. Y encima no precisa recurrir al antiestético ejercicio de autoridad del latigazo, lo ha sustituido por el diazepam: según una reciente investigación de la Universidad Autónoma de Barcelona, uno de cada cuatro trabajadores españoles necesita medicarse con ansiolíticos para resistir su día a día.

El capitalismo realmente existente se beneficia de su trabajo esclavo, de su trabajo asalariado y también de especular con las viviendas, los alimentos o el ocio que necesitan

Esta presencia del postesclavismo en España ha salido a la luz coincidiendo con la campaña de los sindicatos por la reducción de la jornada laboral. A simple vista parecería una incongruencia, una ocurrencia más de esos sindicatos que, a diferencia del esclavismo, son rémoras trasnochadas en nuestras sociedades posmodernas. Sin embargo, no lo es. Desde que Dios, en un ataque de soberbia narcisista, promovió la primera limpieza étnica de la que tenemos registro, expulsó a los hombres y mujeres del paraíso y les condenó a ganarse el pan con el sudor de sus frentes, el trabajo y el reparto de sus frutos han estado en el centro de todos los debates y de todos los conflictos. El trabajo o, lo que es lo mismo, el tiempo.

Karl Marx dedicó buena parte de sus esfuerzos a analizar las relaciones entre el tiempo y el trabajo, desenmascarando así un tercer elemento que era clave en su conjugación, la explotación. En realidad, esos vínculos nunca se ocultaron y el refranero burgués nunca dejó de repetirnos aquello de que el tiempo es oro. Lo que no nos decía el dicho recurrente, claro, es quién se quedaba con el oro. Hoy, sin embargo, sabemos que alguien está robando 2,6 millones de horas auríferas y que la CEOE no está dispuesta a renunciar ni a 2,5 horas de la cualidad alquímica de los empleados para convertir el tiempo en oro.

Pero, por desgracia, ningún primer plano de un postesclavo aparece en nuestros televisores rechazando un diazepam y repitiendo con orgullo: me llamo Kunta, Kunta Kinte. Así que, como solo es la aburrida realidad, nadie tiene permiso para estremecerse ni para indignarse. Ni siquiera el potsesclavo ni ese trabajador al que se le niegan 2,5 horas más a la semana, no de oro sino de vida. Ya se sabe, solo las ficciones –como las invasiones bárbaras, la España se rompe o los okupas– están listas para sobrecogernos.

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José Manuel Rambla es periodista.

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