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Llucia Ramis: “Nuestros padres creyeron en el progresismo igual que nuestros abuelos creían en la Iglesia”

La escritora Llucia Ramis.

Antonio G. Maldonado

Cuando en la película Cinema Paradiso Totó vuela a Sicilia para ir al entierro de Alfredo en su Giancaldo natal, el protagonista es ya un reconocido productor cinematográfico que peina canas. Pertenece a la generación que creció en la posguerra de la II Guerra Mundial y que se benefició de la época dorada del capitalismo tras el chorro de dinero del Plan Marshall. Su regreso a su pueblo es nostálgico pero entrañable. Todo muy bonito: incluso parece que vuelve a enamorarse de su primera novia. ¿Qué ocurriría si el que volviera hoy en día fuese un hipotético hijo de Totó? Cabe suponer que habría crecido en el berlusconismo y que hoy en día viviría una entrada en la madurez impugnada por la crisis y la falta de esperanza. Por el desengaño de lo que la generación anterior nos había dicho: que somos la generación mejor preparada. Ese libro autobiográfico, pero en España, podría ser el de la escritora mallorquina Llucia Ramis Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (Libros del Asteroide, 2013), que conoció una primera edición en catalán que cosechó elogios unánimes, y que ahora ella misma ha traducido. “Este libro es uno de los pocos de su generación donde no se percibe la huella de Bolaño, ni se cita explícitamente a Bolaño, ni se usa el nombre de Bolaño como caballo de Troya para entrar en el mundo de la literatura”, afirma en el prólogo el escritor José Carlos Llop. Una indagación familiar que la autora y protagonista entiende de entrada como un ejercicio fútil: “Saber quiénes fueron mis antepasados no cambiará mi presente ni me ofrecerá ese futuro que echo de menos. Seamos claros: esta es una huida para retrasar el momento en el que tendré que empezar de cero”.

P. "La nostalgia es ese mal extraño que nos hace dolorosamente felices". Parece que nuestra generación (me incluyo en la tuya) estuviera obligada a un ejercicio de nostalgia prematuro.

Aunque sobradamente preparada, creo que nuestra generación ha sido inmadura. Tal vez estaba sobreprotegida y nadie se cuestionó que palabras sagradas como democracia o progresismo ocultaban una realidad liberal que nos ha pillado por sorpresa. Nadie nos educó para esto, porque está en contra de los valores sociales y siempre nos dijeron lo que queríamos oír. Nos prometieron que el mérito serviría para algo: si aprendíamos idiomas, viajábamos y trabajábamos para pagarnos los estudios (no por necesidad, sino por dignidad) obtendríamos como mínimo lo mismo que nuestros padres. Teníamos el futuro al alcance de la mano y de repente, ante nosotros se abre un abismo. Entonces sólo podemos refugiarnos en la infancia y esa adolescencia en la que no vivíamos permanentemente preocupados por todo. Pre-ocuparse es ocuparse antes de tiempo y en principio teníamos por delante todo el tiempo del mundo. De repente, es como si se nos hubiera acabado y sólo podemos echar la vista atrás.

Por otro lado, hemos vivido el cambio del ocio: tenías un Amstrad o un MSX, las maquinitas del gorila que iba saltando pantallas, las series de dibujos los sábados por la tarde, los 40 Principales… todo ello creó una arcadia que la tecnología convertía en lugar común. Da igual que nuestras familias no se parezcan en nada: hemos compartido el código que nos enseñaron la tele, los videojuegos y la música. Si a esto la añades la rapidez con la que transcurre todo, enseguida pasa a ser objeto del pasado, y ahí nos reconocemos nostálgicamente: el objeto tal vez no exista, pero sí nos reconocemos como generación al experimentar de nuevo esa felicidad inocente de cuando lo utilizábamos. La típica cinta de cassette que rebobinábamos con un bolígrafo, por ejemplo, y grabábamos por encima poniéndole celo en las pestañas. No somos más nostálgicos que nuestros padres, pero lo hemos sido mucho antes que ellos.

P. Es interesante en tu libro el debate soterrado (o no tan soterrado) entre generaciones. Siempre se ha tenido a la de nuestros padres como la que construyó la mejor etapa del país, y el consenso hasta no hace mucho es que le debíamos mucho. Sin embargo, con la crisis ese relato se ha roto. De pronto, nuestros padres son los que se blindaron en sus puestos de trabajo cuando llegaron alto y nos cerraron el camino, y los que compraron sus segundas y terceras viviendas, encareciendo nuestra primera. ¿Hay un ajuste de cuentas generacional?

No es un ajuste de cuentas. Me parece que todos pecaron de ingenuos, y el verbo “pecar” no está puesto al azar. Nuestros padres creyeron en el progresismo igual que nuestros abuelos creían en la iglesia. La Transición era una cuestión de fe, porque lo anterior había sido tan malo que por fin se abría una puerta a la esperanza, empezaba la posibilidad de un futuro mejor, y ese futuro estaba representado por nosotros, sus hijos. Si creíamos en aquello que nos prometían, todo nos iría bien. No hay tanta diferencia con el discurso católico. El problema es que el creyente no permite que se cuestione su fe, y como ésta es ciega, no ve los fallos. Cualquier crítica recibía un “facha” o “de derechas” como toda respuesta, cerrándose en banda, con el temor de que, con tan sólo pronunciar unas ideas que no fueran las de la Biblia socialista, pudieran cumplirse. Fue un error, porque mientras tanto fue creciendo el monstruo que, en un país tan de la picaresca como éste (y tan orgulloso de su propia incultura), sólo podía llevarnos al desastre. Por otro lado, la herencia de una guerra civil (más reciente de lo que admitimos) nos ha convertido en un país alérgico al conflicto. Toleramos y aguantamos lo intolerable porque nos parece que cualquier cosa es preferible a la confrontación. “Ya pasará” es la fórmula con la que aceptamos los problemas. Y así actúa el gobierno actualmente, de hecho: “ya se les pasará”.

Aun así, creo que fue por una buena causa. Prefiero los valores que nos han inculcado, aunque fueran un poco naïves, a que nos educaran mediante el cinismo o el nihilismo (como supongo que educaremos a nuestros hijos, si llegamos a tenerlos). Por ejemplo, la incorporación de la mujer al mundo laboral multiplica el número de parados, pero evidentemente, que la mujer no pueda trabajar ya no es una opción. El avance hace necesarios unos reajustes y unos cambios que todavía no hemos llevado a cabo. Los freelance apenas tenemos derecho a ninguna prestación social, sin embargo, pagamos el paro y la jubilación de los demás. Si individualizamos la economía, perdemos el concepto social, y hay que evitar eso a toda costa.

Los realmente frustrados son nuestros padres, porque ven cómo sus ideales han fracasado. Ven cómo su gran proyecto (sus hijos) no ha salido como esperaban. Nosotros nos espabilaremos. Ellos se preguntarán siempre qué hicieron mal. No hay culpables, pero todos somos responsables de lo que está pasando. Hemos sido demasiado tolerantes. Nuestros padres y abuelos fueron creyentes. Nosotros hemos sido crédulos. Pero como decía Chesterton, quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa. Y eso puede ser aún más peligroso.

P. Tu libro parece escrito por una inglesa, o una escritora norteamericana, pero los ejercicios de introspección familiar no son comunes en las letras peninsulares. Hay una suerte de pudor que no tiene la cultura anglosajona. Por eso hay muchas más biografías allí que aquí. ¿A qué lo achacas?

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Ostras, no tengo ni idea. ¿Seguro que es así? Quizá sea un poco osado decir esto, pero vuelvo a la Guerra Civil. Imagino que el hecho de no querer entrar en conflicto provoca que hayamos desarrollado una cultura del qué dirán. Por lo que respecta a mí, en realidad soy muy tímida y pudorosa, y si me expongo es precisamente para combatir eso.

P. Cuidas mucho el lenguaje y, si nos creemos a medias que no estamos ante una autobiografía (no formalmente, pero sí en la esencia), podemos decir que este libro es una catársis personal en un momento duro ("una huida"). La literatura como terapia. ¿No es eso más propio de la generación de nuestros padres? ¿Te ha servido?

Nada de catarsis. Es un ejercicio literario muy meditado de exposición (que no de exhibición) para reflejar una realidad a través de la intimidad. La catarsis pasa por el exceso, y en una de las primeras versiones a veces caía en la autoflagelación, porque es cierto que tuve una crisis personal cuando me recortaron las colaboraciones y me vi sin dinero ni posibilidades para encontrar trabajo. Entonces me di cuenta de que había enfocado mi vida hacia el aspecto meramente laboral, desentendiéndome de otras cosas tal vez más importantes, como puedan ser el amor o la familia. Y también, de que la imagen que yo daba no se correspondía a quien soy en realidad. Me fui a Buenos Aires, escribí una novela rabiosa (ése sí, catártica total) y, aunque me desahogué, no funcionó. Recuperé ésta (que ya había intentado escribir dos veces) y salió por fin. Pero salió porque me contuve, intenté limitarme a la descripción (de emociones, de paisajes, de personajes), sin entrar en juicios de valor ni en el aspecto personal. Al hablar de mi familia, hablo de mí, pero no suelo hacerlo de manera directa. Siempre a través de eses sistema de espejos giratorios que conforman las familias.

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