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VERSO LIBRE

La utopía

Leo la Invitación a la utopía (Trotta, 2013) del teólogo Juan José Tamayo. En tiempos difíciles, cuando el mundo parece orientado hacia la infelicidad, conviene tener buenos pensamientos. Un buen pensamiento implica hacerse cargo de la historia pasada para reconocer la precariedad del presente e imaginar un mundo alternativo.

Los buenos pensamientos pueden llenarse de peligros. Hubo un tiempo en el que la coartada del futuro perfecto sirvió para cerrar los ojos al presente y justificar el abandono de la ética en nombre de la verdad. Los comisarios políticos se instalaron en el mañana para invadir el hoy con una autoridad totalitaria. Pero en la realidad actual el peligro mira con otros ojos. El descrédito del futuro, la sospecha que desata cualquier ilusión alternativa, sirve para cancelar el pasado e imponer una parálisis en la precariedad del presente. Nos acostumbran a convivir con la injusticia.

Juan José Tamayo vuelve hacia atrás, hace historia, prepara el camino a su rehabilitación crítica de la utopía. Un clásico es un amigo de confianza. Los clásicos están vivos porque nos interpelan en nuestro propio mundo y aceptan una discusión. A los clásicos se les puede admitir un buen consejo y se les puede llevar la contraria. Suelen ocurrir casi siempre las dos cosas a la vez. Las páginas de Invitación a la utopía nos permiten discutir con Hesíodo, Platón, Aristóteles, San Agustín, Moro, Campanella, Bacon, Olympia de Gouges, Marx, Bakunin, Huxley, Orwell, Bloch, Lévinas y otros muchos autores.

Discutimos con los clásicos porque no tenemos más remedio que colocarlos, además de en su historia, en la cola de nuestro supermercado. Mientras esperamos para pagar la factura de la vida cotidiana, pensamos en este mundo que se nos ofrece como el mejor de los posibles. Junto a las marcas nuevas y el yogur desnatado, en la cesta caben el hambre, la desigualdad, la humillación laboral y la ruina del pensamiento democrático. Pensamos, existimos, insistimos, elegimos. La lectura es siempre una forma de elección. Nos quedamos con esto de Platón, pero esto otro no puede aceptarse. Cuidado con el cinismo que cancela cualquier sueño, pero cuidado con las formas de soñar que acaban en un campo de concentración o en una bomba atómica. Así, entre lo uno y lo otro, entre el entusiasmo y la vigilancia, vamos construyendo nuestro propio relato.

Y de eso se trata: de construir un relato, de tomar conciencia de que la historia tiene pulso narrativo. Somos responsables del capítulo que estamos escribiendo, y del siguiente, en un cauce que no puede aspirar al punto final, pero sí a la justicia y a la hospitalidad.

La utopía es el no-lugar. Cuando Tomás Moro acuñó la palabra para definir el futuro de sus sueños, tuvo la prudencia de llamar el País de ninguna parte a la tierra que estaba fundando en la imaginación. Así se adelantó a todos los que iban a utilizar sus utopías para cancelar la autoconciencia, el conocimiento del presente, y para edificar un dominio totalitario sobre la realidad. Atreverse a imaginar con buenos pensamientos un futuro feliz, no supone desconocer la palabra hoy, sino preparar un equipaje para reconocer la infelicidad, las deficiencias del mundo. Si al no-lugar se le añade la palabra todavía y empezamos a discutir sobre el País de ninguna parte (todavía), la parálisis se rompe y el futuro se convierte en un compromiso con los otros, con los seres humanos que han sufrido y que sufren la injusticia social.

Un equipaje para viajar en este mundo. Pensar en la utopía como fuerza dinámica de la historia significa afirmar que tenemos derecho a dejar de sufrir. De ahí que Juan José Tamayo entienda que en tiempos de crisis es imprescindible una Invitación a la utopía. Porque renunciar a ella no supone que la utopía desaparezca del mundo, sino que la abandonamos en manos de la injusticia. El capitalismo lleva años refundándose como no-lugar gracias a la cancelación de la historia, las abstracciones especulativas y la deslocalización de sus poderes.

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