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Traductores, ¿traidores… traicionados?

A pesar de todo, hay quien sigue editando libros.

Eva Orúe

Lo dicen los italianos: “Traduttore, traditore”, literalmente, “Traductor, traidor” aunque la traducción del dicho admite matices. Pero lo que aquí queremos preguntarnos es si los traductores que se desempeñan en España, además de ejercer de “traidores”, han sido traicionados.

El sector editorial español publicó en 2012 88.348 títulos de los que 19.792 (más del 22%) eran traducciones, la mayoría (10.331) del inglés. De lo cual se podría deducir que los traductores, de los que tanto depende, están si no socialmente al menos sí editorialmente bien considerados.

Pero no: el segundo Libro blanco de la traducción editorial en España, coordinado en 2010 por ACE Traductores, estableció, en palabras de sus impulsores, “un diagnóstico fiel de una situación que podemos calificar de penosa e indigna de una industria editorial tan pujante como la española”.

¿La vida sigue igual?

“Es difícil responder si queremos que la respuesta sea algo más que especulativa —se arranca Carlos Fortea, presidente de ACE Traductores—. El libro blanco es un trabajo científico, basado en datos muy concretos obtenidos de forma sistemática. Lo que tenemos desde el 2010 hasta aquí son, en cambio, percepciones recibidas de aquí y de allá, que pueden dar un cuadro general pero no ofrecer una respuesta científica. Dicho lo cual, ese cuadro general parece indicar que las líneas maestras del libro blanco siguen vigentes, es decir, que los problemas detectados no han mejorado sustancialmente".

Fortea los cita de corrido: “Un más que deficiente cumplimiento de la Ley de Propiedad Intelectual por gran parte de las editoriales en lo que respecta a derechos morales, información objetiva del proceso editorial (tiradas, ventas) y respeto a los derechos del traductor en lo referente a cesiones a terceros, por ejemplo; un persistente déficit en las tarifas (que, lejos de aumentar al compás del coste de la vida, llevan años estancadas o han retrocedido tomando la crisis como pretexto) y una, aún, insuficiente visibilidad en relación con la importancia de su tarea”.

¿Son los parientes pobres de la edición? “No —responde Sara Gutiérrez, traductora del ruso, cuyo último libro publicado es Los ososLos osos, de Vsévolod Garshin (Contraseña)—. Pienso que en la familia editorial todos los miembros tienen su importancia, sin que pueda hablarse de pobres y ricos. Si bien es verdad que, siendo el trabajo de todos los miembros igual de necesario para la gestación de una obra, entiendo que hay tareas más específicas y que por tanto, necesariamente, confieren más valor a quienes las realizan. Exactamente igual que en cualquier otro proceso multidisciplinar.”

Un proceso en el que, muchas veces, la responsabilidad del traductor no se limita a traducir. “Yo —explica Ibon Zubiaur, que acaba de verter al castellano Momentos estelares, de Irmtraud Morgner (Bartleby), —propongo a las editoriales mis proyectos, descubro autores nuevos, y los presento en ediciones con prólogo y notas. Esto no es una obligación, pero sí una labor que reclama algún reconocimiento, o que al menos debería propiciar un diálogo: y ahí es donde me corresponde una responsabilidad, la obligación de responder de mi trabajo en su conjunto.”

Hay que mojarse, todos lo admiten. “Los traductores que quieran trabajar más de lo que están trabajando, evidentemente, deberán implicarse más en la selección de textos y propuesta de los mismos a los editores —dice Gutiérrez—. Los que quieran que la retribución por su trabajo sea más alta, mantenerse firmes en unas tarifas acordes al trabajo que realizan.”

Y lo dice en un momento complicado, porque el advenimiento del mundo digital no ha servido para mejorar las cosas.

“Está siendo escenario, como era de prever, de nuevos problemas en nuestra relación con los editores y con el público lector —admite Fortea—. En lo que respecta a las editoriales, mantenemos con muchas de ellas un contencioso respecto a nuestra forma de entender el espacio digital. Con la ley en la mano, la publicación en red no es un acto de edición, sino un acto de comunicación pública, que debe por tanto regularse y retribuirse separadamente. Algunos editores insisten en llamar 'edición digital' a lo que no lo es, y en subsumir derechos y regulación legal en un acto jurídico único.”

Si las editoriales no se comportan como debieran, la actitud del público lector no es mejor. Todos los entrevistados participan de la necesidad de, por decirlo con palabras del presidente de los traductores, “hacer comprender a nuestros lectores que la descarga gratuita de nuestro trabajo es un acto contrario a la libertad de creación, que lejos de poner la cultura a disposición de todos contribuye a enriquecer a una nueva clase de aprovechados. Los gestores de páginas de descargas en nada se parecen a Robin Hood, y sí a Rinconete y Cortadillo. Mientras ellos obtienen ingentes beneficios económicos utilizando la publicidad pagada, los creadores pierden su capacidad de supervivencia económica. Eso va en perjuicio de la cultura, que es tanto como decir en perjuicio de la libertad”.

Tacita a tacita

Hubo un tiempo en el que los editores no consideraban necesario poner en las portadas el nombre de los traductores, una mala costumbre que lentamente va desapareciendo. Como va desapareciendo la mala costumbre de la que algunos críticos hacían gala al no identificar al traductor del libro que estaban reseñando.

Para Zubiaur, el problema de fondo es que “no todo el mundo tiene plena conciencia de que un texto literario es un producto que exige una elaboración cuidadosa y una enorme cualificación. Lo terrible es que pueda llegar a pensarse, incluso por gente del mundo editorial, que una traducción la puede hacer cualquiera y además en un plazo muy breve”. Por eso insiste en que deberían poder dar cuenta de su trabajo y hacerse respetar: explicar sus opciones, demostrar que sabe más del texto que ninguno, porque para eso es el responsable de cada una de sus palabras. Y lamenta que aun hoy, “en tantos ámbitos del sistema literario (la universidad, la crítica) pueda seguirse ignorando en buena parte la labor del traductor”.

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Más optimista respecto al prestigio es Sara Gutiérrez quien, no obstante, lamenta que ese reconocimiento sea contante y sonante. “Por la cantidad de propuestas que he rechazado por falta de acuerdo en las tarifas —dice Gutiérrez—, no tengo más remedio que pensar que mi trabajo sí es valorado en términos de prestigio, pero no en términos económicos.”

“Seguimos siendo sombras en los libros. Escritores sin rostro que no recibimos —con las excepciones que sin duda existen— de la crítica y el público la atención lógica que merecen aquellos sin los que la cultura internacional no es posible. Ha habido muchos progresos, y es justo reconocerlo, pero a veces cuesta tener que seguir defendiendo lo obvio, como cuesta seguir explicando a ciertos críticos que el valor de una traducción no se mide por el número de errores, sino por el conjunto de lo que, en realidad, es una obra nueva que se inserta en un nuevo sistema literario. No hace falta decir que esta falta de reconocimiento acarrea toda una serie de perjuicios también de índole económica. Mantener en la sombra al traductor, dentro del sistema en el que vivimos, lo hace más barato.”

Es decir: que no es una cuestión de palmadas en la espalda, sino de justicia. Y ya se sabe que la justicia es lenta.

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