África
Paul Kagame, el autócrata iluminado que logró poner en pie a Ruanda
La llegada a Kigali es toda una sorpresa, por más que se esté sobre aviso. Es obligatorio deshacerse de todas las bolsas de plástico que se puedan llevar en el equipaje –quedaron prohibidas en el país en 2008–; el visado electrónico se valida en apenas unos segundos; el taxi pide que te abroches el cinturón mientras avanza por una carretera perfectamente alquitranada; en los mototaxis, el conductor y el pasajero llevan casco y, a lo lejos, las torres de cristal de la capital de Ruanda se erigen sobre las colinas de tierra rojiza, imponentes bajo el cielo azul.
Es difícil no verse sorprendido al descubrir tal grado de modernidad, de limpieza, de respeto de las reglas, en un país que, hace 20 años, se vio sumido en el caos más absoluto. Un caos de machetes, de armas de fuego y de terror omnipresente, la destrucción de todos los valores humanos, un genocidio. Una décima parte de la población ruandesa, aproximadamente un millón de personas, fue asesinada en tres meses con una eficacia escalofriante, en lo que es la masacre masiva más rápida conocida nunca en la historia de la humanidad.
En 2014, Ruanda vuelve a ser la “Suiza de África”, este antiguo sobrenombre que hizo rechinar los dientes a todos los testigos del genocidio sufrido en 1994. Sin embargo, es una Suiza que ha trocado su democracia cantonal por la mano de hierro de un déspota iluminado. Paul Kagame, el líder que puso fin al genocidio situándose al frente de un movimiento rebelde de las Fuerzas Patrióticas Ruandesas (FPR), es el hombre fuerte del país desde hace 20 años y su presidente desde hace 14. Es, más que nadie, el artífice de aquello en lo que se ha convertido Ruanda, tanto de los logros innegables alcanzados en el país, como de sus deficiencias.
Diferentes expertos en Ruanda consultados, tanto universitarios como periodistas, se alinean en dos frentes: los “creyentes” y los “agnósticos”, con Kagame ejerciendo la figura de Dios. Para los primeros, el presidente ruandés ha sabido poner fin a las masacres de los tutsis cometidas por los hutus en 1994, sin entrar en una espiral de venganza sangrienta. Ha sabido reconstruir un país devastado y yermo, en el que no quedaban médicos y en donde en cada zona boscosa, de marismas o en cualquier colina –en un país donde hay miles– se apilaban cadáveres descompuestos o se habían convertido en osarios.
Kagame no solo ha reconstruido el país, sino que lo ha hecho con brillantez y visión de futuro, haciendo posible que la tasa de crecimiento del país fuese superior al 8% entre los años 2000 y 2012
, reduciendo la pobreza y logrando acabar con la corrupción, permitiendo la entrada de mujeres en política (el 64% de las parlamentarias son mujeres) o creando un seguro de jubilación y de sanidad.
Pero para los agnósticos, Kagame es un dictador brutal que maneja su país con mano de hierro, que no acepta las críticas, carece de escrúpulos cuando se trata de su vecino congolés y ha impuesto un pacto tácito sobre todo lo relacionado con el genocidio. Así, jugando con el sentimiento de culpabilidad de la mayoría hutu y de la comunidad internacional, ha impedido cualquier intento de lograr la verdadera reconciliación de las dos comunidades y se garantiza el monopolio del poder para él y la minoría tutsi.
Sin embargo, esta situación está cambiando porque está claro que Paul Kagame es todo a la vez: un autócrata y un reformador inteligente, un jefe que barre a sus opositores y que hace buenas migas con Bill Clinton y Tony Blair, una estrella de Davos y un causante de problemas en el mayor conflicto africano, el de la República del Congo.
A día la hoy la cuestión es saber cuánto tiempo durará este juego de malabares y en qué momento las conquistas pacificas de Kagame comenzarán a verse amenazadas por su autoritarismo. Reelegido en 2010, en un segundo mandato de siete años, que debería ser el último, solo le quedan tres años en el poder para decidir si va a abrir la mano y situar al país en la senda de las democracias respetables o si va a convertirse en uno de esos sátrapas africanos innombrables, al estilo de Mugabe o Museveni.
Paul Kagame, así lo repite en todas las entrevistas, ha quedado marcado por una infancia en la que vivió como refugiado tutsi en un campo de Uganda, donde no comprendía porqué debía llevar una vida así de miserable, objetivo de las cacerías hutus en el país que le vio nacer. Tan pronto como pudo, a los 22 años, tomó las armas. En un primer momento, para apoyar al rebelde ugandés Museveni que logró derribar al dictador Idi Amin Dada, después con la intención de hacer lo mismo con el presidente ruandés Juvenal Habyarimana, apoyado por Francia. Fue entonces, a finales de los 80, cuando Kagame se convirtió en el jefe del servicio militar de su aliado ugandés “un papel que no abandonó nunca y que explica su forma de gobernar”, en palabras del universitario francés André Guichaoua, especialista en Ruanda.
La ayuda internacional debe recibir luz verde del Gobierno
El genocidio se inició el 6 de abril de 1994 tras el atentado sufrido por el avión del presidente Habyarimana. Paul Kagame entrenó a las tropas del FPR para conquistar el país. Se trataba de una doble lucha, contra los soldados leales al régimen, principalmente hutus, tres veces más numerosos que los rebeldes, y de una lucha contra el reloj para detener a los genocidas, que actuaban bajo la mirada impertérrita del mundo. “Fue en esta época cuando Kagame se forjó una doble convicción todavía presente”, asegura su biógrafo, el periodista norteamericano Stephen Kinzer. “En primer lugar, que es más inteligente que sus adversarios, debido a sus victorias militares; en segundo lugar, que nadie acudirá al rescate de los ruandeses que solo se tienen a sí mismos”.
Tras 100 días de masacres, tras la huida de parte de los genocidas al antiguo Zaire, el FPR termina por conquistar el país. Kagame, que pese a que en la época solo era ministro de Defensa, era el auténtico hombre fuerte del nuevo régimen, se instaló en Kigali. Sin embargo, reinaba en un país que se vio vaciado de su sangre y de sus almas. Entre el 70 y el 80% de los tutsis fueron asesinados, cientos de miles de hutus –hasta dos millones, es decir una cuarta parte de la población, según estimaciones de la ONU– huyeron a los países del entorno, los vecinos mataron a los niños de sus vecinos, los campos y las cosechas quedaron arruinados o abandonados, los establecimiento saqueados...
“Durante todos los días de todo un año, se podía percibir un olor persistente a podrido y a cadáveres”, cuenta Prosper, residente en la región de Kibuya. “Podía comer cordero a diario, dado el número de animales abandonados, pero no tenía legumbres, ni arroz. No podía curarme ni enviar a mi hijo a la escuela; no quedaban ni médicos ni maestros”.
Las ONG y la ayuda internacional llegó, deseosas unas y otras de ayudar después de no haber podido (o querido) hacer nada durante el genocidio. Sin embargo, para Kagame, esta buena voluntad no era la panacea, puesto que si bien las causas inmediatas del genocidio son históricas y políticas –racismo colonial, descolonización, lucha por el poder etc.– sus raíces tienen que ver con la geografía ruandesa. Según los antropólogos y los historiadores de la región, las causas de la tragedia pueden resumirse en que hay demasiada gente para la exigua tierra cultivable existente.
Volver a empezar en el mismo punto –un país dependiente de la agricultura– habría supuesto regresar al mismo punto anterior a 1994. Han sido necesarios varios años para que Kagame, que es autodidacta, se convenza de la necesidad de impulsar a Ruanda en otra dirección. En estos mismos años se ha consolidado en el poder. En 2000, se convirtió en presidente y lanzó un plan a 20 años, Visión 2020, que ambiciona transformar Ruanda en un país basado en una economía del saber y en una agricultura eficiente.
Las ONG deben recibir el visto bueno del Ejecutivo
Solo los proyectos que tienen cabida en los objetivos establecidos por el presidente reciben la autorización. “Ruanda ha sido muy inteligente al seleccionar los proyectos y la rentabilidad de la comunidad internacional”, señala la responsable de una organización internacional católica que trabaja en la zona. “A cambio, esto le ha permitido obtener más ingresos porque los donantes estaban satisfechos con la utilización que se hacía de sus fondos”.
Para atraer inversores extranjeros, ha convertido la lucha contra la corrupción en prioridad nacional, ha diseccionado los índices establecidos por el Banco Mundial para tratar de mejorarlos punto a punto. Ha hecho todo lo posible para convertir el país en “business friendly” (abierto a las empresas). “A menudo se dice que es imposible luchar contra la corrupción en África, pero es falso y Ruanda es el ejemplo claro”, apunta Marie-Inmaculade Ingabire, presidente de la delegación ruandesa de Transparencia Internacional, que sitúa al país en la posición 49º en su barómetro anual de los países menos corruptos.
“El crecimiento económico, la mejora de las carreteras y del hábitat, no era posible por la corrupción. Hoy la población ha comprendido que la corrupción suponía un obstáculo para el desarrollo”. Se ha facilitado la instalación de empresas. Nicolas Pottier, responsable de una start up de software norteamericana instalada en Kigali desde hace cuatro años, lo confirma: “Solo necesité medio día para darme de alta y comenzar a funcionar. No tuve que abonar nada más que lo que me habían dicho con carácter previo”.
Además, mientras que hasta 1994 Ruanda era muy dependiente de Francia, Kagame optó por dar un giro en ese aspecto –y no solo por el nefasto papel desempeñado por París durante el genocidio–. Colocó al país en la zona de influencia anglófona de África y diversificó sus socios. La firma Starbucks fue recibida con los brazos abiertos, a cambio, esta compañía compra decenas de toneladas de café cada año. Además, Kigali también ha ido a buscar inversores menos habituales en esta región, israelíes o finlandeses, para explotar el metano del lago Kivu o una granja de paneles solares.
Pero, sobre todo, mira al resto de África. “Ruanda ha entendido que era necesario integrarse en la región para dejar de mirarse al ombligo y prevenir otro genocidio”, explica el escritor Rama Isibo. “Cuando se inician los intercambios, se deja de mirar con envidia la vaca o la parcela de terreno del vecino”. Uganda, Kenia y Ruanda tienen un programa común para expender visados y existe la libre circulación de personas; la electrificación y el despliegue de fibra óptica se hacen conjuntamente en dichos países y en Tanzania. Además, se ha puesto en marcha un ambicioso proyecto ferroviario entre Kigali y Mombasa, en Kenia.
Los resultados del plan Vision 2020 han alcanzado ya el 75% de los objetivos previstos en sus inicios, hace 14 años. Sin embargo, este afán de control, ha favorecido el desarrollo de los “statals”, empresas controladas en todo o en parte por el Frente Patriótico Ruandés, que operan en sectores clave como la energía, la construcción, el comercio, las telecomunicaciones, los medios de comunicación, la cultura del té... Para algunos investigadores, la estrecha imbricación opaca entre los intereses del partido único de facto, del Gobierno, y de los directores de estas empresas semipúblicas se produce en detrimento de la creación de un verdadero sector privado más dinámico y que generaría más empleo.
Pese a la voluntad del Gobierno de hacer la economía moderna y próspera, la élite del mundo de los negocios en Kigali es la de las empresas dependientes del FPR. Y, no hay que olvidar, que este grupo rebelde –que se transformó con los años en partido político, pero también en ejército nacional–, está en guerra desde 1980: primero con Uganda, después en Ruanda y desde 1996 con la República Democrática del Congo. A pesar de su evolución, el brazo armado de la política de Kagame es un movimiento militar.
Esto explica que a los pilares que suponen la política, la economía, la guerra, el resurgimiento del país también ha sido posible por los minerales ilegales obtenidos en el Congo (antiguo Zaire, donde se refugiaron los hutus responsables de las masacres). Kagame respalda movimientos rebeldes en el interior de la República Democrática. Oficialmente el objetivo es tratar de crear una zona tampón que evite la reconstitución de las milicias hutus en un Estado, el Congo, en el que apenas tienen el control.
De forma oficiosa, el FPR mediante diferentes jefes rebeldes, organiza pillajes de recursos minerales en el este del Congo, en particular de estaño, tungesteno y tantalio (coltán, utilizado en ordenadores y smartphones). Hasta que la comunidad internacional ha decidido dejar de hacer la vista gorda a dichos saqueos. smartphonesEs difícil saber la repercusión que tendrá en la economía de Kigali el fin del pillaje.
Las acciones en la República Democrática y la mano dura de Paul Kagame no han tenido respuesta internacional, como suele sucederle a las víctimas de una tragedia desproporcionada, debido al sentimiento de culpabilidad de occidente. Todavía a día de hoy, los defensores de Kagame arguyen que “no tienen que recibir lecciones de” –y ahí citan a un país de la ONU o habla de la “comunidad internacional”, que no hicieron nada por evitar el genocidio–. Para los ruandeses, la pasividad de todos los países, occidentales o no, durante el genocidio invalida cualquier lección de moral en relación a derechos humanos, las libertades o la democracia. Solo se escuchan las críticas de EEUU y, en menor medida, las de Reino Unido.
Sin embargo Obama, según fuentes diplomáticas de Kigali, cada vez es más crítico con el régimen de Kagame y ya ha trasmitido su preocupación por “el asesinato de opositores políticos ruandeses en el exilio”.
Kagame y varios del miembros del Gobierno ruandés han llegado prácticamente a revindicar públicamente el asesinato, en enero de 2014, en África del Sur, del ex jefe de los servicios secretos Patrick Karegeya. Este asesinato se produjo después de la muerte o la desaparición hace 10 años de media docena de exmiembros del FPR que se habían convertido en opositores.
“Hay una verdadera paranoia en el país. La situación se ha radicalizado estos últimos años, hay mucho miedo a los servicios secretos”, se queja la responsable de una ONG internacional que no quiere dar su nombre para no comprometer las tareas que realiza la organización.
Mientras que la disidencia permanezca en silencio o sea discreta, el Gobierno tolera su existencia. La racionalidad ideada por Kagame y su Gobierno para justificar esta caza a la oposición y el control de las libertades fundamentales radica en la lucha contra las “ideas genocidas”. Una ley impide que se difundan esta ideas, pero su redacción ambigua permite al Gobierno gran libertad a la hora de interpretarla y no se priva a la hora de encarcelar a sus adversarios políticos. “Todos los opositores son tildados de genocidas, incluso aunque no tengan nada que ver con lo sucedido en 1994. Si son demasiado jóvenes se dice que tienen 'ideas genocidas'”, denuncia Revi Mfizi, un estudiante ruandés residente en EEUU, convertido en activista, gracias a Twitter. “Hemos sufrido mucho. ¿Necesitamos otro dictador?”.
Sin embargo, incluso algunos liberales apoyan esta cerrazón. Jean-Paul Kimonyo, consejero de la Presidencia y analista, le defiende así: “Los dos interludios de apertura política que hemos tenido, en 1957-1963 y 1990-94, acabaron en masacres. La lucha por los recursos es tan salvaje en Ruanda que el pluralismo político y la libertad de expresión y de asociación traen el caos social. Este país es una olla a presión continua y la pugna política siempre termina en violencia. Se trata de una constatación pesimista, pero, ¿hay que quedarse ahí? El país evoluciona y ya no existe la desesperanza que prevalecía antes”.
Sin embargo, esta losa que pesa sobre los ruandeses, ¿no contribuye a minar los logros que asegura defender Kagame? La reconciliación tan alabada entre hutus y tutsis, ¿es duradera? “Me dicen que la reconciliación se ha producido, pero como observador exterior, no sé si es cierto porque no existe el debate”, dice un diplomático europeo de Kigali.
“Como tutsi, necesito hablar y saber cómo fue asesinada mi familia”, defiende Revi Mfizi, que estima que los Gacaca, los tribunales de aldea que han juzgado a decenas de miles de acusados, han sido útiles, pero podrían haber sido más numerosos. “Si queremos la reconciliación, tenemos que admitir también que el otro bando también ha perdido a seres queridos. Los hutus fueron asesinados durante el genocidio y debemos hablar de ellos y reconocerlo. ¡Esto no conlleva que hagamos nuestra la teoría del doble genocidio! Se trata de empatizar, algo necesario en toda reconciliación.
La otra cuestión es: ¿Hasta qué punto el proyecto de Kagame puede avanzar en un entorno tan controlado? Para el universitario francés André Guichaoua, el proyecto mismo de Kagame corre el riesgo de hacerlo caer “su ambición por construir una sociedad digital necesita condiciones liberales y una buena educación de los ruandeses. De lo contrario, corre el riesgo de chocar con el autoritarismo del Gobierno que quiere controlarlo todo”.
Varios investigadores se muestran preocupados por el riesgo de explosión social en una sociedad en la que ha crecido la desigualdad debido a un desarrollo económico del que ha sacado provecho una pequeña élite de Kigali. “El país es más desigual que antes del genocidio”, dice la investigadora Susan Thomson. “La sociedad ruandesa está muy estratificada y, para los que se encuentran en la cumbre, las reformas de Kagame funcionan, pero si eres un agricultor, no ves mejoras y la brecha aumenta”. Los proyectos para establecer una agricultura intensiva de exportación han puesto patas arriba algunas campañas y han hecho más vulnerables a los agricultores.
Al acabar con el régimen responsable del genocidio, Paul Kagame heredó un país que nunca antes había sido rico y que se encontraba en ruinas. Habría podido contentarse con llevarlo a la paz y con sacarle beneficio al poder en su propio provecho, y en el de los tutsis, esperando mantener su rango entre los pesos pesados del continente africano. En cambio, eligió cambiar de categoría e intentar acabar con todos los problemas existentes en en el que no había crecido: la pobreza, el aislamiento, la escasez de tierras y de recursos, el odio racial entre hutus y tutsis... y, de paso, presentarse como modelo de modernidad para el resto de África.
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Durante 20 años, ha sido admirado en todas partes por esta ambición y por los medios desplegados para conseguirlo y por ciertos logros alcanzados como la disminución de la corrupción, la feminización de la clase política o la limpieza del país, pero a día de hoy se ha visto atrapado por los aspectos más siniestros de estos 20 años de gobierno.
Mandar asesinar a sus opositores residentes en el extranjero o vanagloriarse por ello o apoyar movimientos causantes de crímenes de guerra en un país vecino han hecho que los que cerraban los ojos hasta ahora hayan dicho “basta”. Construir carreteras impecablemente asfaltadas en mitad de las colinas no tapa todas las bocas. La Constitución ruandesa prohíbe que Kagame opte a la reelección en 2017. No será el primer jefe de Estado que pase por alto obstáculos semejantes para sumarse a la lista de revolucionarios reconvertidos en presidentes vitalicios. Sin embargo, correría el riesgo de ver lo mejor de sí mismo, es decir, su ambición, destruida por lo peor que tiene, la vanidad de pensar que es el único que puede hacer lo que él hace.
Traducción: Mariola Moreno