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DESDE LA TRAMOYA

No te creas la milonga de la Responsabilidad Social Corporativa

En los años 80 y principios de los 90 se sucedieron acontecimientos que pusieron en aprietos a algunas de las más grandes empresas del mundo. En la poco luminosa historia de las relaciones públicas, aquellas fueron las primeras grandes crisis que las compañías tuvieron que afrontar profesionalmente por la presión de la opinión pública global. La muerte de siete personas tras consumir Tylenol, el analgésico de Johnson & Johnson, en 1982. En 1984, el escape de gases tóxicos en una fábrica de Union Carbide en Bhopal, India, que mató a varios miles de personas (aún se discute si esos miles fueron tres o cerca de diez) y dejó enfermas a cientos de miles más. En el 89, el derrame desde el Exxon Valdez de 41 millones de litros de crudo en las costas de Alaska. Ya en los 90, el descubrimiento de las prácticas laborales de Nike, que permitía que niños de países asiáticos cosieran en condiciones de semiesclavitud las zapatillas deportivas y los balones que luego se vendían a precios prohibitivos a los niños ricos del mundo. Por supuesto, vinieron después muchos desastres corporativos más y cada mes vemos varios en distintos puntos del planeta.

Las grandes empresas reaccionaron rápido a aquellos primeros desafíos de la opinión en el nuevo mundo globalizado que se formaba en los 80. En algunos casos de forma bastante zafia: se llevaron las producciones a lugares menos exigentes aún, o más escondidos a los ojos de los activistas por los derechos humanos o medioambientales. O subcontrataron con una cadena de empresas interpuestas para evitar la implicación directa si hubiera problemas.

Se aplicaron también en prácticas más limpias y justificables: comenzaron a entrenarse en la gestión de crisis: formaron equipos de intervención y portavoces capaces de controlar el mensaje ante los medios, diseñaron comités, redactaron manuales de comunicación...

... Y comenzaron a hablar de la Responsabilidad Social Corporativa (o RSC). Adoptaron voluntariamente códigos de buenas prácticas en la garantía de los derechos humanos (trabajo infantil, condiciones de trabajo, no discriminación...), en materia de medio ambiente (cambio climático, respeto del medio, reducción de emisiones, incremento de la seguridad), y en el ámbito económico (transparencia, lucha contra la corrupción...). La RSC, después de décadas, se ha consolidado en el mundo desarrollado y no quedan ya casi empresas importantes que no tengan su "memoria social" o de "sostenibilidad", y su presupuesto y su equipo para RSC.

No hay duda de que hay gente bienintencionada y muy solvente que cree en la RSC. Algunas empresas incluso lograron la complicidad de las organizaciones no gubernamentales para hacer las cosas de manera presentable. Hay muchos activistas, instituciones públicas, políticos y líderes sociales implicados honestamente en la extensión de la RSC para evitar desmanes. Yo, quizá porque dedico mi vida precisamente a las relaciones públicas, y porque he trabajado para muchas de esas empresas en prácticas no siempre confesables, soy mucho más escéptico y bastante más crítico. Y, a día de hoy, creo que conviene advertir de cómo la RSC se ha convertido en una milonga que suena armónica y bonita, pero que nos distrae de lo realmente importante.

Para empezar, debería hacernos sospechar que la RSC haya surgido como reacción a los escándalos de hace 30 años, desde arriba, desde los consejos de dirección de las grandes corporaciones y, sobre todo, que se haya alojado en el rincón probablemente menos transparente de sus sedes: en el departamento de relaciones públicas. El mismo que suele gestionar las relaciones con los legisladores y los gobiernos, administrar los pagos por patrocinio y definir esos "acuerdos editoriales" con los medios de comunicación que permiten blindarse a sus críticas o, más inteligentemente, acordar cómo dosificarlas para que no resulten graves.

La sospecha sobre la autenticidad de la autoproclamada responsabilidad social de las grandes empresas se convierte en decepción cuando de una manera u otra se toman pruebas de las prácticas reales. Hay varias decenas de informes, a cual más sonrojante. Por citar solo uno, aplicable a España, el informe anual de 2012 del Observatorio de la Responsabilidad Social Corporativa, del que forman parte organizaciones como Cáritas o Greenpeace, y que analiza las memorias de las compañías que forman el Ibex 35. Desvela el documento el "estancamiento" de las prácticas de RSC y "el escaso reflejo que los compromisos públicos asumidos están teniendo en las operaciones de las grandes empresas españolas". En palabras menos diplomáticas, que dicen mucho y hacen poco.

Ese mismo informe da un dato que constata la hipocresía reinante en esas empresas que forman la élite de la economía española (uno se pregunta qué estará pasando en las demás, siempre menos observadas): todas, sí, todas, las 35 empresas del Ibex tienen presencia en paraísos fiscales. Es decir, que eluden pagar aquí en España los impuestos que deberían. El uso de paraísos fiscales, para mayor deshonra, ha ido aumentando según avanzaba la crisis. Aunque muchas de esas compañías han tenido peores resultados en estos tiempos tan malos, eso obviamente no les exime de pagar aquí sus impuestos.

Por si fuera poco, cada año de crisis, el impuesto efectivo de sociedades ha ido desplomándose, y hoy las grandes solo pagan el 4%, porque son las beneficiarias principales de rescates, inyecciones, deducciones e incentivos, bajo la premisa ridícula de que "son las empresas las que crean empleo", cuanto todo el mundo sabe que somos los consumidores los que realmente creamos empleo comprando y gastando.

Mientras los españoles se empobrecían, sus casas se devaluaban, engordaban las filas en la puerta de las oficinas de empleo y subían los impuestos a los ciudadanos, las grandes empresas españolas pagaban menos y se llevaban su dinero a oficinas dedicadas solo a defraudar limpiamente. Como esas que hay en la pacífica y próspera ciudad de Wilmington, en Delaware, en la que curiosamente hay domiciliadas 115 sociedades filiales de esas 35 grandes empresas españolas. No debe ser por la buena disposición del trabajador wilmingtoniano, nos barruntamos.

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Todo legal, se dirá. Y todo, continuará el argumento, para promover la competividad de las empresas españolas frente a su competencia internacional. Y es ahí donde está el verdadero problema de la RSC. Al dejar al libre albedrío de las corporaciones la decisión sobre la sosteniblidad y la responsabilidad de sus prácticas, se elude la intervención de quien realmente debe imponer la decencia empresarial: la ley. Por ejemplo, adornando los papeles con compromisos etéreos sobre la bondad universal y la buena ciudadanía, distraemos la atención, y evitamos que un gobierno decente elimine cualquier ayuda, cualquier subvención, cualquier contrato, a quien evita pagar impuestos aquí. Tiene gracia que el Gobierno nos esté sacando a usted y a mi el dinero para dárselo a las compañías que luego lo esconden cuando toca pagar.

Promoviendo la RSC como código voluntario desde los parlamentos, los gobiernos, o la mismísima ONU (por ejemplo a través de ese melífluo y naïf pacto llamado Global Compact), se atrasa la redacción de leyes, la adopción de normas iguales en la Unión Europea que impida el despropósito de que dentro de sus fronteras haya paraísos como Irlanda, Países Bajos o Luxemburgo.

Permitiendo que los departamentos de relaciones públicas y los profesionales como este que escribe diseñen bonitas, coloridas y mentirosas memorias de sostenibilidad, inhibimos la acción de los gobiernos, los parlamentos y las organizaciones sociales, que son quienes tienen de verdad el poder de lograr que las empresas no solo hablen de responsabilidad, mientras esconden la mierda debajo de las alfombras, sino que se apliquen en ella por imperativo legal.

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