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Del derecho a decidir al deber de negociar

Chema Arraiza

El “derecho a decidir” es el eslogan multiusos por excelencia para cualquier maniobra política. Y teniendo un buen eslogan, ¿para qué queremos leyes? Hace dieciséis años el Gobierno del Estado Libre Asociado de Puerto Rico decidió motu proprio organizar un referéndum sobre su estatus político. A los boricuas les fue ofrecido un “derecho a decidir” entre nada menos que cuatro opciones: el Estado Libre Asociado (Commonwealth), la libre asociación, la llamada “estadidad” dentro de Estados Unidos, y la independencia. Existía además una quinta opción, descrita en las papeletas con un nihilista “ninguna de las anteriores”.

Pues bien, esta improbable papeleta de “ninguna de las anteriores” ganó con un 50,5 por ciento de los votos frente a la anexión (46,6 por ciento). La oposición había hecho campaña contra la consulta (una discutible maniobra anexionista) y había exigido la introducción de esa quinta opción como protesta frente a los partidarios de la anexión plena a Estados Unidos. Los ciudadanos no fueron engañados. Y es que a veces la respuesta está en la pregunta y a veces no. Como dice El Roto en una genial viñeta, la autoridad clama: "¡Tendréis el derecho a decidir! A decidir, ¿el qué?”, pregunta un ciudadano. “¡Lo que os digamos!”, le espeta el político.

Ninguna pregunta es del todo neutral. Y definir la pregunta implica determinar “el qué” del ciudadano de El Roto. Las Directrices de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa establecen en su punto 3(c) que la pregunta en un referéndum “tiene que ser clara; no debe de llevar a confusión; no debe sugerir una respuesta; los electores deben estar informados sobre los efectos del referéndum; los votantes deben ser capaces de responder a las preguntas mediante 'sí', 'no' o un voto en blanco”. Las directrices también obligan a la administración a ser neutral durante la campaña y no apoyar ninguna opción en concreto.

En este sentido, la pregunta formulada en el “proceso participativo” (presentado sistemáticamente como un referéndum en foros internacionales) del 9 de Noviembre deja mucho que desear. En primer lugar, falta una opción que obviamente cuenta con significante apoyo entre los habitantes de Cataluña: mayor autonomía fiscal. En segundo lugar, la opción supuestamente federal no está claramente definida (la palabra “federal” no es mencionada). En tercer lugar, sólo ha existido una campaña, la impecablemente diseñada campaña del Sí/Sí con su fenomenal apelación al sentimiento nacional, al futuro, a lo constructivo (“vota para cambiarlo todo y entre todos construir un nuevo país”). Finalmente, el “no” es de por sí inmovilista, poco atractivo, oscuro. Desgraciadamente, la papeleta no contiene la opción boruca de “ninguna de las anteriores”.

Hablando de oscuridad, la campaña del Sí/Sí toca la fibra sensible más poderosa del nacionalismo: los muertos. Lluis Companys e incluso un dudoso patriota catalán como el salvajemente ajusticiado Salvador Puig Antich aparecen en la campaña del “voto per tú”. Y es que el nacionalismo tiene mucho que ver con la muerte. Como describe Benedict Anderson en Comunidades Imaginadas, la noción del soldado desconocido, de los “muertos por la patria” es lo que acerca el nacionalismo a la simbología religiosa: a lo trascendente. “La importancia cultural de estos monumentos”, escribe Anderson, “resulta todavía más clara si uno intenta imaginarse la tumba del marxista desconocido, o el cenotafio de los liberales caídos. ¿Hay algo más absurdo? Esto es así porque ni el marxismo ni el liberalismo tienen nada que ver con la muerte y la inmortalidad”.

Volviendo al tema del eufemístico “derecho a decidir”, la pregunta catalana y la campaña que la acompaña dice más bien poco sobre un aspecto importante a tener en cuenta: las dudosas consecuencias internacionales del Sí/Sí. La independencia no es efectiva si no hay un reconocimiento internacional, y en el plano internacional, claramente, no existe un derecho unilateral a la secesión (esta es, de hecho, la interpretación actual del artículo primero común a los pactos internacionales de Naciones Unidas sobre los Derechos Civiles y Políticos y sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales).

Bien es cierto, en este sentido, que el Tribunal Internacional de Justicia determinó en su opinión de 2010 sobre Kosovo que no existe una prohibición internacional sobre las declaraciones de independencia. Eso no quiere decir, sin embargo, que el efecto jurídico de tales declaraciones sea la independencia. Varias comunidades indígenas Miskito de la Costa Atlántica de Nicaragua declararon la independencia de estas regiones autónomas en 2009, sin embargo de momento cuentan con una o ninguna embajadas reconocidas.

Tatarstán también declaró su independencia en 1990. Esta ex-república soviética organizó en 1992 un referéndum de independencia que fue anulado por el Tribunal Constitucional de Rusia, pero la sentencia no fue ejecutada en la práctica. De este modo, Tatarstán se considera a sí misma como una república independiente, mientras que para Rusia está sujeta a su soberanía como una unidad constituyente más. Las relaciones entre los dos son complejas: el órdago independentista sirvió a Tatarstán para mejorar su posición frente a Moscú. El resultado son estructuras institucionales (e imaginaciones) paralelas y un curioso olvido del principio de no-contradicción. Algo también presente en estos momentos en el norte de Kosovo, poblado por Serbios. ¿Será algo parecido el futuro de Cataluña?

En este contexto, la sentencia de 1998 del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Québec sobre el referéndum de independencia niega un derecho a la secesión unilateral (afirmando a la vez el deber de Canadá de negociar con la provincia sin resultados preconcebidos, una cuestión de legitimidad democrática). Afirma también el posible ejercicio legítimo de la autodeterminación externa en casos de descolonización, como remedio ante la opresión de un pueblo bajo ocupación militar o cuando un grupo es excluido de la participación política. Ninguno de estos escenarios es aplicable a Cataluña, que cuenta con un nivel de autonomía realmente envidiable a nivel internacional –incluso tras la polémica decisión del Tribunal Constitucional de 2010–.

La autodeterminación externa está por tanto –fuera del contexto ya lejano de la descolonización– reservada a la soberanía ejercida por (todos) los habitantes de un estado. El derecho interno a la autodeterminación, por otro lado, es junto al derecho a la participación política un principio democrático participativo que puede expresarse a través del desarrollo de regímenes autonómicos o federales. Así, Cataluña, a través de sus competencias autonómicas, comparte una porción de la soberanía de España. Esta dimensión interna es una salida razonable a lo que Marc Weller llama la "trampa de la autodeterminación": una interpretación rígida del concepto que promueve el conflicto.

Recuerdo bien la fría noche del 16 de febrero de 2008, cuando los kosovares celebraban la muy bien merecida llegada de la independencia como quien espera la llegada de los Reyes Magos. Seis años después, Kosovo sigue esperando a Godot (léase Europa) sumido en la corrupción, el subdesarrollo y la división inter-étnica. A pesar del apoyo de Estados Unidos, poco más de la mitad de los estados de la ONU lo reconocen como tal. Kosovo se merece algo mejor.

Leyendo el problema catalán

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En suma, los precedentes internacionales vaticinan un día después a las aventuras unilaterales secesionistas más complejo de lo que la ultra-optimista campaña del Sí/Sí presenta. El “derecho a decidir” necesita ser definido en términos justos y realistas. Al mismo tiempo, el Gobierno de Rajoy tiene que hacer sus deberes y desempeñar con madurez una responsabilidad nacional e internacional tan importante o más que el “derecho a decidir”: el descuidado y poco nombrado “deber de negociar”.

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Chema Arraiza es especialista en minorías y derechos humanos, trabajó durante ocho años como asesor de la OSCE en Kosovo y del Alto Comisionado para las Minorías Nacionales.

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