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Luces Rojas

Devaluando desde dentro

Lucas Duplá

A principios de 2010, poco tiempo después del estallido de la crisis soberana griega y cuando empezaba a materializarse en los mercados el temido contagio al resto de las debilitadas economías periféricas (incluyendo, extrañamente, a Bélgica), emergió un consenso, impulsado con fuerza desde Berlín, Bruselas y Fráncfort, respecto a cuál era la solución para estas maltrechas economías.

Se optó por denominar a dicha solución “reformas estructurales”. Este eufemismo fue el nombre en clave elegido para referirse a unos recortes de gasto público sin precedentes (incluyendo especialmente las pensiones), y a una reforma que destacaba muy por encima de todas las demás: la laboral. Dado que los países periféricos no podían devaluar su moneda para recuperar la competitividad perdida durante los años de burbuja inmobiliaria, la medida que se nos imponía (Jean-Claude Trichet llegó a exigírselo por carta al presidente del Gobierno español) era reducir a la mínima expresión posible la negociación colectiva, además de abaratar aún más el despido. De manera más general, lo que se estaba exigiendo era un cambio de paradigma: dejar de ligar los salarios (y, de paso, las pensiones) al coste de la vida para pasar a vincularlos a la productividad. En esencia, esto suponía que la sociedad española tendría que aceptar sin rechistar que, si las circunstancias de los mercados internacionales le son desfavorables, muchos trabajos pasen a ser remunerados con un sueldo que no permita vivir dignamente, o incluso que no permita vivir (a no ser que existan otras personas que respalden económicamente al trabajador). Este cambio no es baladí: si, por ejemplo, en un determinado sector la productividad se mantiene constante durante 10 años y la inflación está en torno al 2% (la inflación objetivo del BCE), tras esos 10 años el trabajador habrá perdido un 20% de su poder adquisitivo. Esto puede suponer la diferencia entre ser capaz de pagar la calefacción y la luz o no poder hacerlo.

La reforma laboral de 2010 se hizo eco de algunas de estas exigencias, especialmente en lo relativo al abaratamiento del despido, pero mantuvo relativamente intacto el sistema de negociación colectiva que ha regido en España desde los Pactos de la Moncloa. Por el contrario, la reforma laboral de 2012, redactada bajo una muy explícita amenaza de “rescate” e intervención total de la economía española por parte de la troika, fue mucho más agresiva: además de seguir abaratando el despido y de recortar otros derechos de los trabajadores, dejó gravemente tocada la negociación colectiva, al permitir que las empresas se descuelguen de los convenios sectoriales y, especialmente, al suprimir la ultraactividad (vigencia indefinida de un convenio colectivo mientras no haya nuevo acuerdo entre las partes). Esto ha supuesto, en buena medida, atar de pies y manos a los trabajadores a la hora de negociar sus condiciones laborales.

El resultado de esta reforma es una caída del 7% del poder adquisitivo del trabajador español desde 2010. La devaluación salarial ha permitido, por el momento, crear empleo a niveles de crecimiento del PIB inferiores a los tradicionalmente necesarios, si bien la casi totalidad de ese empleo es altamente precario y está mal remunerado.

El modelo Wal-Mart

Este esquema es bien conocido en EEUU, país cuyos salarios reales están estancados hoy en día en el mismo nivel que en 1973, mientras que la productividad del trabajo no ha cesado de aumentar (en contraposición a las tres décadas anteriores, durante las cuales la mejora de calidad de vida fue continua y los salarios crecieron paralelamente a la productividad del trabajo). Wal-Mart, una cadena de supermercados que es una institución en aquel país, es un negocio orientado fundamentalmente a las empobrecidas clases medias y trabajadoras estadounidenses. Su marca es un símbolo de lo barato y simboliza “los precios bajos como ideología”, en palabras de Yanis Varufakis (El Minotauro Global, 2012). ¿Cómo logran vender tan barato? Por una parte, los trabajadores de la empresa ni siquiera se denominan empleados, sino “asociados”, y cualquier tipo de actividad sindical está prohibida en las instalaciones de la empresa. En consecuencia, la mayoría de los empleados cobra menos de 10 dólares por hora y trabaja abundantes horas extras no remuneradas. ¿Es esto legal? Tales prácticas han desembocado en 63 litigios contra la empresa, en 42 estados; la empresa decidió pagar 352 millones de dólares a los empleados para zanjarlos, una pequeña parte de los salarios no abonados. Por otra parte, las condiciones en las que trabajan muchos de sus proveedores en países en desarrollo rozan, según Varufakis, lo “criminal”.

Es la otra cara de la moneda: al trabajador que se ve forzado a aceptar tanto la precarización de su puesto de trabajo como el estancamiento permanente, cuando no el descenso, de su sueldo, se le ofrece como consuelo la posibilidad de comprar bienes de consumo a precios irrisorios. La degradación de las condiciones laborales es posiblemente el factor de mayor peso detrás de la ola de desigualdad que cada vez afecta más a los países occidentales. En el caso de España, es especialmente preocupante que el tándem formado por la altísima tasa de paro y dos reformas laborales aprobadas hace menos de cinco años, haya logrado ponernos a la cabeza de los índices de desigualdad europeos.

Fundamentalismo de mercado

El enfoque fundamentalista de mercado que subyace a políticas como la devaluación interna se basa en el supuesto de que, si se quiere acabar con el paro, son inevitables o mejor dicho necesarios, altos niveles de desigualdad salarial. ¿Por qué? Porque en ese (altamente restringido) marco teórico, en el que debemos creer que el mercado de trabajo funciona siempre perfectamente, igual que –pongamos– el mercado de trigo, el único motivo posible para que exista paro es la presencia de sindicatos codiciosos y de políticos paternalistas que interfieren en el mercado de trabajo demandando salarios demasiado altos. El corolario es evidente: si queremos reducir el paro, la única forma de conseguirlo es eliminando cualquier resistencia a la bajada de salarios. No sólo eso: bajo este enfoque, el único motivo para que permitamos que actúen los sindicatos es el moral, la caridad, dado que es seguro que los salarios más igualitarios tendrán un coste para la sociedad al hacer caer tanto la eficiencia como la producción total.

Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo, los países más igualitarios del mundo son los del norte de Europa que, casualmente, son los que disfrutan también de menores tasas de paro. ¿Cómo es posible que economías en las que los sindicatos consiguen sueldos dignos para todos los trabajadores, incluyendo los no cualificados, crezcan más que la nuestra y además tengan menos paro (es decir, sean más eficientes)? Según el enfoque fundamentalista de mercado comentado en el párrafo anterior, esto sencillamente no es posible. Lo que demuestran tanto la experiencia del norte de Europa como la de EEUU (donde, como afirma James K. Galbraith en The Predator State, 2008, la desigualdad salarial y el paro se han movido siempre en el mismo sentido durante los últimos 30 años) es que es falso que el precio que una sociedad debe pagar por el crecimiento económico sea un alto grado de desigualdad salarial. La realidad de estos países desmiente claramente que un mayor poder de negociación sindical resulte un freno al crecimiento o a la eficiencia económicos: si la economía fuera una disciplina realmente científica, este hecho debería haber provocado el abandono de las teorías que propugnan la desregulación del mercado de trabajo como remedio contra el paro.

¿Hacia dónde nos dirigimos?

No está nada claro que, a medio plazo, la devaluación interna y el intento de desregulación del mercado de trabajo que estamos viviendo en España vayan a generar un mayor crecimiento económico. A diferencia de EEUU, en España no hay una apuesta seria por la educación y la I+D, por lo que va a ser muy difícil que se generen puestos de trabajo y empresas de alta productividad como las que hay allí. La precarización y empobrecimiento de los trabajadores están generando tensiones sociales a las que la mayoría de los partidos políticos está tratando de dar respuesta, con propuestas que abarcan desde el complemento salarial de Ciudadanos hasta la renta básica de Podemos, pasando por el empleo garantizado de IU o una nueva reforma laboral del PSOE. En los próximos tiempos podremos ir observando los efectos de la nueva cosecha de desigualdad que se avecina; más adelante, podremos ver qué efecto tiene ésta en las urnas.

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Lucas Duplá es analista financiero. Licenciado en economía en la Universidad Complutense y máster en finanzas cuantitativas por la Escuela de Finanzas Aplicadas (AFI)

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