Librepensadores
Otra vez la economía, estúpido
Todo el bienestar, la prosperidad, la estabilidad y la paz después del infierno de la Segunda Guerra Mundial parecían encontrarse en vías de consolidación tras la caída del Muro de Berlín y la unificación de Alemania. Con la implosión de la Unión Soviética se diluía la pesadilla finisecular del holocausto nuclear. Volvía a existir futuro para la humanidad, al menos y en principio para los países que llevaban décadas instalados en la prosperidad. En 1992, la candidatura de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica asumió como seña de identidad la toma de conciencia de la importancia de la economía en la vida concreta de los ciudadanos. James Carville, el director de su campaña, lo expresó de forma sucinta con la frase: “La economía, estúpido”; de gran éxito luego en su versión popularizada: “¡Es la economía, estúpido!”. Fue una de sus bazas frente al candidato George W. Bush, que tenía como propia su éxito histórico frente a la hidra comunista, que, por cierto y en el mismo año mencionado, tuvo su glosa intelectual en el ensayo del famoso politólogo desde entonces Francis Fukuyama titulado El fin de la historia y el último hombre, donde se sostiene la tesis, justamente, del fin de la historia, entendida ésta como pugna entre ideologías. Hecha añicos la tomada por utopía comunista –y de paso deslegitimada toda utopía– ya no cabía duda alguna de cuál era el camino a seguir por los Estados consolidados según el modelo fraguado en el crisol de la así llamada civilización occidental (el definido dentro de las coordenadas de la democracia liberal y el capitalismo global). Era la sentencia de la historia. Su sentencia definitiva.
Pero, de repente, atenuadas las voces de los raros agoreros, “todo lo que era sólido” (título de un libro de Antonio Muñoz Molina sobre la crisis) mostró su naturaleza gaseosa y volátil. El cataclismo financiero de este siglo apenas iniciado nos ha sacudido con tal severidad que ha abierto de par en par la caja de Pandora de todos los males que acechaban latentes en las ignoradas grietas del colosal edificio de nuestra civilización. Otra vez la economía, estúpido.
Ahora bien, ¿y si se la trata de reducir a mera ciencia formal vaciándola de su complejo contenido social, sustentando sus verdades en la mera congruencia matemática? Como cuando se redujo durante casi mil quinientos años los orbes celestes a puro subterfugio geométrico e imperaba en la astronomía el paradigma de Claudio Ptolomeo (siglo II), instrumentalizado con fines ideológicos por la Iglesia Católica a partir del Medievo. Todos conocemos la historia suficientemente: tras la publicación por parte de Nicolás Copérnico del libro donde proponía el modelo heliocéntrico (De revolutionibus orbium coelestium, 1543) fue la toma en consideración de las evidencias empíricas la que llevó a valorar una alternativa teórica que podía dar mejor cuenta de las mismas. El telescopio de Galileo apuntando a los orbes celestes representaba ciertamente un instrumento satánico por revolucionario, ya que establecía un puente entre el mundo abstracto de las ideas y el concreto de lo que es objeto de experiencia. Y es ese vínculo entre ambos el que dota de musculatura transformadora al conocimiento armándolo de capacidad crítica frente al dogma. Esto lo sabía muy bien la Iglesia Católica que, por lo mismo, fue contra el filósofo-científico italiano empleando su máximo poder de coerción y sin el más mínimo escrúpulo moral. Con la revolución copernicana la geometría dejó de ser un mero apaño mediante el cual salvar las apariencias que debían ser siempre compatibles con una cosmovisión dictada desde premisas ideológicas, y no fundamentadas sobre el conocimiento de la realidad objetiva.
En consecuencia, toda ciencia que desee ser considerada como tal y no ser pura ciencia formal, ha de aceptar todos los desafíos a los que la realidad quiera retarla, asumiendo su falibilidad como rasgo intrínseco de su condición epistémica. Si no, corre el riesgo cierto de que la teoría acabe degenerando en delirio válido para los más poderosos intereses ideológicos. También la economía. Lo expresa inmejorablemente el premio Nobel Paul Krugman con palabras extraídas de un artículo publicado en las páginas salmón del periódico El País el pasado 14 de junio bajo el título Ideas realmente malas: “Algo que hemos aprendido durante los años transcurridos desde el estallido de la crisis financiera es que las ideas seriamente malas —y con esto me refiero a esas ideas que apelan a los prejuicios de la Gente Muy Seria— tienen un poder de permanencia sorprendente. Por muchas pruebas en contra que se presenten, por muy estrepitosa y frecuentemente que las predicciones basadas en esas ideas hayan fallado, las malas ideas siempre regresan. Y siguen siendo capaces de deformar la política”.
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Gonzalo Puente Ojea, en su estimulante libro Elogio del ateísmo, cuenta el caso de una comunidad religiosa que en varias ocasiones ya han predicho el fin del mundo, obteniendo en todas ellas un rotundo desmentido de parte de los hechos. El veterano librepensador nos muestra mediante datos objetivos que en ningún caso tal sucesión de fracasos predictivos llevó aparejada, para desconcierto de cualquier practicante del pensamiento racional, la deserción masiva de sus creyentes; muy al contrario: a cada revés de la realidad los fieles respondieron con una fervorosa oleada de proselitismo. Es lo que tiene la fe.
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José María Agüera Lorente es catedrático de Filosofía de Bachillerato y socio de infoLibre