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Mercados del mundo

El mejor antídoto para el síndrome de Stendhal

Puesto de pescado en el Mercado de San Pedro, en Cuzco (Perú).

Si a un europeo le mencionan a Gustave Eiffel, su pensamiento primero será para la torre parisina que lleva su apellido. Pero cuando se hace la prueba al otro lado del Atlántico, y sin menoscabo de la creación más célebre del ingeniero civil francés, el resultado es bien distinto.

En América del Sur se le atribuyen, en Chile, los diseños de la Estación de Santiago, la catedral de Tacna, y la Aduana y la Catedral de Arica; en Bolivia, los de la Terminal del Ferrocarril de La Paz y de un puente en Cochabamba; y en Perú, los de la catedral de Chiclayo, los arcos del Palacio de la Exposición de Lima y el Mercado Central o de San Pedro de Cuzco.

Un bar en el Mercado de San Pedro. / INGENIO DE CONTENIDOS

Fundado en 1925, es el principal centro de abastecimiento de la ciudad. Su estructura delata su origen: edificio de planta rectangular y una sola altura, con columnas y cubierta metálica, ocupa una manzana… La manzana en la que antes se asentaba el mercado, pero al aire libre.

Dentro, infinidad de productos, ninguno muy extraño, todos insólitos. Porque sabemos lo que es el maíz, pero no estamos acostumbrados a la enorme variedad de choclos, grandes y pequeños, pintados desde el casi blanco hasta el casi negro. Y patatas las conocemos, pero nada nos prepara para la eclosión de papas que aquí se exhiben, una mínima muestra de las 2.500 especies autóctonas. Y dudamos cuando vemos la yuca, el camote, el maní, que no nos resultan del todo ajenos, pero que no podemos considerar algo nuestro.

Y porque la carne es carne, pero es difícil no sentir un escalofrío ante esos corazones colgados de un gancho. Y el pan es pan, pero el orden casi pictórico en el que aquí se expone tiene poco que ver con el de otras latitudes.

Y porque si bien en Europa es cada vez más frecuente que los mercados del mundo reserven un rincón a la cata de sus productos, en éste sentarse a degustar la comida tradicional no es un ejercicio esnob, no es postureo: aquí se come porque aquí es donde está la comida. Bien rica, por cierto.

Y porque si en un momento dado, además de las terrenales se nos antoja satisfacer nuestras necesidades espirituales, en el centro hay una suerte de capilla, y con un poco de fortuna puedes toparte con un curioso grupo con loro que pasea un altarcillo portátil cargado de exvotos, no sea que la hora del milagro nos pille comprando. O por aquello de llevar el templo allá donde están los mercaderes, habida cuenta de que los mercaderes ya fueron expulsados del templo.

Altar portátil en el Mercado de San Pedro. / INGENIO DE CONTENIDOS

Por no hablar de que ya nos dirán ustedes en qué mercado de la piel de toro venden caldo de rana, bueno para la próstata, el asma, la menopausia o la epilepsia, entre otros efectos autoproclamados benéficos. Y en cuál te dan un reconstituyente cerebral mucho mejor que aquel Cerebrino que don Francisco Mandri hizo popular por estos lares mucho antes de que la Aspirina barriera con todo. Pero ésa es otra historia.

El Mercado de San Pedro es también un punto de fuga para cualquier afectado por el síndrome de Stendhal. Porque el turista, disciplinado, va a ver lo que va a ver: las glorias de la antigua capital del Imperio inca, el abrumador barroco de esta ciudad grande del Virreinato, la capital histórica del Perú. Pero llega un momento en el que agobiado por tanta belleza, por tanta riqueza encerrada y protegida que de tan poco sirve a quienes pasan penurias lejos de sacristías y cajas fuertes, el turista se transmuta en viajero, sale del circuito y penetra en este monumento de lo efímero donde la vida, perdonen que seamos cursis, se manifiesta en toda su intensidad. El Mercado Central. El Mercado Eiffel.

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