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Siempre nos quedará Macondo

El día que murió Carmen Balcells yo estaba en la cama con una fiebre titánica, acorralada por el Frenadol y otros agentes enemigos que me querían sin lectura y sin alma. Pero me rebelé: la fiebre puede ser oportunidad de insumisión, el momento perfecto para entregarse a un libro importante.

Puse el móvil en modo avión (única defensa segura frente a la invasión de whatsapps) y me encerré tres días en el relato Aquellos años del boom, de Xavi Ayén, viviendo en esa época irrepetible en que los autores eran tan míticos como sus personajes.

Para todos los que un día descubrimos el universo de Macondo y empezamos a creer en dios (García Márquez) y en una sola religión verdadera (la literatura), el libro de Ayén es un evangelio. Están todos los que eran (los autores, los agentes, “la” agente, los editores), y están, además, con sus voces.

Y, también, con todas sus contradicciones y sus desmemorias. Sus egos. Sus pasiones (la política, las mujeres, los amigos).

Siempre brillantes, peleones y notorios.

En estos tiempos de Grey y de Millenium, de chicas en el tren y karmas varios, es una imprudencia recomendar un ensayo de casi novecientas páginas, pero quizá esta columna sí sirva para recuperar tres libros imprescindibles: La ciudad y los perros, Cien años de soledad, RayuelaLa ciudad y los perrosCien años de soledadRayuela y para que nadie deje de creer en la literatura.

Leo, con el lápiz en la mano, gastado de subrayar (que los libros hay que usarlos). Leo paseando por Londres, México, Buenos Aires, Nueva York, Madrid y, sobre todo, Barcelona (y París). Y descubro ahora que Balcells ya inventó una frase mía (nótese la ironía, please. Y la cronología, que abrí mi blog hace años): “Leer es poder”.

A mí me apasiona la Balcells que agita el avispero. “Cuando tienes un autor como Gabriel García Márquez, puedes montar un partido político, instituir una religión u organizar una revolución. Yo opté por esto último”.

Mola la revolución. Mola el genio. Mola estar con gente que jamás habría utilizado un verbo tan infantil, tan adolescente y tan inane como “molar”.

Claro que también es importante el contexto. Son autores que habían conocido a los españoles exiliados, los que en palabras de García Márquez, “nos enseñaron a amar para siempre a una España menos obligatoria y más humana”; que desembarcaron en una España triste y dictatorial y que, cada uno a su manera, creyeron en Cuba porque Cuba era un gran sueño.

(Carlos Barral: “Casi todos han viajado, viajan o van a viajar a Cuba, donde descubren el coco revolucionario, el ron en decadencia y la prieta carne de prieta”)

En ese contexto insiste Gabo: “soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología con que escribo mis libros”. Algunos intentaban escapar a la política, como Álvaro Mutis, “el ejecutivo poeta”, que proclamaba: “Lo único peor que la izquierda es la derecha”.

O José Donoso, que también, estaba en otra cosa: “El escritor se debe tomar la libertad de ser socialmente inútil para ser culturalmente útil”. Pero era en vano. El contexto era inseparable de la obra. Lo explica Bryce, Echenique (originalísimo creador de Julius y Martín Romaña aunque luego lo lapidásemos por plagio): “en aquellas novelas no se daba importancia a la vida sentimental o afectiva de los personajes, había poco individuo”. Y es que, según él, “Vargas Llosa opinaba que el humor era algo absolutamente reaccionario”.

Diario de ficción y desasosiego

No lo es. Nunca lo ha sido. El humor es revolucionario. Pero a cambio tiene toda la razón el Nobel cuando cierra el libro: “La insatisfacción es básica. Los escritores resignados, adaptados, pierden fuerza creativa. La insumisión da creatividad”.

Hoy que (aparentemente) vivimos tiempos de insumisión, me gustaría saber quiénes son los grandes de nuestra generación, esos hombres y mujeres sobre los que dentro de cuarenta años un periodista bueno y exhaustivo, como Xavi Ayén, escribirá un libro fascinante. ¿Están?

Si no, siempre nos quedará Macondo.

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