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Industria del automóvil

Volkswagen y Renault: el 'lobby' de los fabricantes se impone en la UE a la hora de modificar la legislación

Imagen del logotipo de Volkswagen.

Si el seísmo de Volkswagen, cuya secuela en Renault se queda en modesta réplica, ha puesto algo de manifiesto, ha sido la disparidad entre los objetivos con que se presentaron los acuerdos de libre comercio en lo que respecta a las barreras no arancelarias y los exiguos resultados alcanzados. En lo que respecta a la industria del automóvil, tanto en el TPP (transpacífico) –ya cerrado–, como en el TTIP (trasatlántico) –en vías de negociación–, se constata que ambos acuerdos tienen un alcance bastante limitado. El proteccionismo de las normas, tolerado cuando no alentado por los reguladores cautivos de las industrias a las que vigilan, tiene por delante un futuro bastante prometedor.

Cuando estalló el escándalo Volkswagen –al conocerse que se había manipulado el software de los vehículos diésel con el fin de falsear los valores de las emisiones–, apenas se hizo hincapié en que lo acontecido era un ejemplo muy ilustrativo del papel ya preponderante de la normativa a la hora establecer barreras comerciales. Las normas norteamericanas relativas a las emisiones de óxido de nitrógeno (que penalizan al diésel respecto a la gasolina) son dos veces y media más rigurosas que las vigentes en Europa, donde este carburante ha ido conseguiendo progresivamente una posición dominante en el mercado. Algo lógico, habida cuenta de que los fabricantes de automóviles norteamericanos, aunque dispongan de la tecnología gracias a sus filiales europeas, nunca han dotado a vehículos para uso particular de un “motor de fueloil”, tradicionalmente con fama de contaminante, ruidoso y caro, tanto en el momento de adquirirlo como a la hora de mantenerlo.

Es una de las explicaciones, pero no la única, de esta paradoja. Tal y como advierte Louis Schweitzer, exresponsable de Renault, mientras el coche europeo (compacto sobrio, bien equipado y que apuesta por la seguridad activa) se ha impuesto como el modelo universal de una industria globalizada –también en Estados Unidos en detrimento de los antiguos coches etiquetados gas guzzler, de alto consumo–, los fabricantes generalistas europeos, pese a las numerosas tentativas de “desembarco”, mantienen posiciones comerciales modestas en el mercado norteamericano. Si el coche “europeo” se ha impuesto al otro lado del Atlántico, se debe, sin contar con los de alta gama, a las marcas japonesas o surcoreanas. Al vender a los consumidores norteamericanos el llamado “diésel limpio”, el gigante de Wolfsburgo trata de superar esta paradoja. Efectivamente, resulta imposible hacerse un hueco como primer fabricante mundial sin tratar de avanzar, al menos en parte, algunas posiciones con relación a sus rivales: el japonés Toyota y el outsider norteamericano General Motors. El fin justifica manifiestamente algunos medios.

Segunda constatación, el caso Volkswagen ha puesto sobre la mesa lo que era un secreto a voces: las normas europeas –ni más ni menos que fruto de las presión ejercida por el lobby de los fabricantes, sobre todo alemanes y franceses, del “cartel del diésel", (Wolfgang Münchau dixit en The International Economy)– estaban hechas a medida para satisfacer las posiciones dominantes en el mercado europeo, al abrigo de las murallas no arancelarias y de las ventajas fiscales. Mea culpa que deberán entonar los fanáticos del altermundialismo que quisieron erigirse en denunciantes de negociaciones comerciales trasatlánticas conducentes a debilitar las normas medioambientales (o sanitarias y fitosanitarias), por presión de los “norteamericanos”.

La verdad, en este caso concreto, es que una convergencia incluso parcial de las exigencias europeas con los estándares aplicados al diésel en Estados Unidos sería un gran avance para los contrarios a este carburante, que se apoyan en la defensa del medio ambiente y de la salud pública. Problema: las normas relativas a emisión de los automóviles ¡no se incluyen en el programa de la negociación del TTIP! “En esta negociación, no discutimos normas sobre emisiones contaminantes. No está incluido. Las posturas que ambas partes defienden son tan encontradas que es imposible conseguir la armonización”, reconoce una fuente conocedora de las negociaciones que se llevan a cabo en Bruselas. “No hay nada que hacer desde el momento en que los objetivos son diferentes”. Para resumir, en el apartado de las “preferencias colectivas”, los europeos habrían privilegiado la lucha contra el calentamiento climático (la gasolina emite mucho más dióxido de carbono) y los norteamericanos, la salud pública (contra el gasoil y sus partículas finas, además de óxido de nitrógeno).

Por el contrario, en lo que respecta a la seguridad del automóvil, donde los objetivos a uno y otro lado del Atlántico sí son más próximos, “es posible hacer ajustes, con el fin de evitar la duplicidad de los costes de regulación. Por ejemplo, los estándares técnicos impuestos a los fabricantes de airbags”. Ocurre algo similar con la industria farmacéutica, sector en el que las “inspecciones de las fábricas cuestan muy caras y no resulta razonable llevarlas a cabo dos veces si las normas pueden ser armonizadas”. Pero, según añade la misma fuente: “Hay muchos ámbitos donde sencillamente no es posible. El ámbitos de las negociaciones es mucho más pequeño de que lo que la gente cree”. Y pone como ejemplo la nomenclatura de los productos químicos, la directiva Reach, en la UE, y la ley TSCA (conocida como Tosca), en Estados Unidos: “Han sido concebidas de modo diferente. No tenemos en cuenta los mismos aspectos. Por lo que no está sobre la mesa de negociaciones”.

¿En qué punto se encuentra el TPP, anunciado a bombo y platillo en octubre, pero cuya ratificación por parte de los países firmantes llevará años (y no está garantizada en Washington)? A la espera de la realización de análisis crítico de las 6.000 páginas del acuerdo, o más bien de esta “red de acuerdos bilaterales”, como lo califica un experto europeo, “aunque el TPP sea el más ambicioso de los acuerdos de libre-comercio plurilaterales, está muy lejos del patrón de referencia (gold standard) requerido en origen”, escribía en noviembre pasado Jayant Menon, economista en el Banco Asiático de Desarrollo.

Parlamento Europeo

Por seguir con la industria del automóvil, donde las barreras arancelarias clásicas proliferan todavía a un lado y otro del Pacífico (mientras que han desaparecido prácticamente entre Europa y Estados Unidos), “tendrán que pasar más de 15 años para que los aranceles actuales del 2,5% que deben pagar los coches japoneses importados, con destino Estados Unidos, caigan al 2,25%; y 10 años adicionales para que sean del 0%. Del mismo modo, los aranceles del 25% de los camiones japoneses con destino EEUU se mantendrán todavía 30 años, una vez entre en vigor el acuerdo”, recuerda Jayant Menon. Semejante exorbitante tasa a la importación logró arrancarla Detroit en pleno conflicto del Japan bashing de finales del siglo pasado, con el objetivo de proteger el nicho más rentable de los fabricantes nacionales, los grandes todoterrenos SUV y otros vehículos tipo pick up. “El impacto del TPP en este sector vendrá determinado principalmente por el modo en que los obstáculos no arancelarios se vean afectados, aunque esto sigue siendo incierto”, añade el economista.

De hecho, analiza el experto europeo anteriormente citado, “el TPP ha conseguido muy, muy pocas cosas contra esta forma de proteccionismo, de lejos la más importante”. El acuerdo, que excluye a China, se ha alcanzado a costa de multiplicar en todos los sentidos, las excepciones, las exenciones, los periodos de gracia, las cláusulas suspensivas y otros excepciones parciales o generales. Un verdadero enredo jurídico, cuya interpretación, si el acuerdo finalmente se ratifica, hará las delicias de expertos y abogados.

Además de su complejidad y de la falta de transparencia del proceso de negociación, los acuerdos plurilaterales de libre-comercio (que sustituyen al marco multilateral en coma profundo que es la Organización Mundial del Comercio) también peca de ausencia de control democrático. Se olvida con ello que, en los países democráticos, la última palabra siempre la tiene el Poder Legislativo. De hecho, no está claro que Obama pueda ratificarlo antes del final de su propio mandato.

En el caso de la Unión Europea, donde la Comisión negocia en nombre de los Estados miembros, son los órganos electos (el Consejo y el Parlamento) quienes tienen, conjuntamente, el poder de decir o no al resultado presentado por los negociadores. Los “eurócratas”, objetivo favorito de un populismo antieuropeo sin fronteras ideológicas, tienen las espaldas muy anchas. Los eurodiputados no necesitan a los funcionarios para ceder a las presiones de los lobbies.

El Parlamento Europeo acaba de posponer al mes de febrero la votación que puede llevar a decir no al “compromiso” alcanzado el 28 de octubre de 2015 por los Gobiernos para diluir las normas de emisión de óxido de nitrógeno propuestas por la Comisión (qué agravio para los eurócratas), al autorizar a los fabricantes a superar el umbral de los 80 mg/km un 110% hasta 2020 y un 50% de manera permanente pasada esta fecha. Dicho de otro modo, el caso Volkswagen ha puesto de manifiesto la naturaleza fantasiosa de las pruebas de los laboratorios si se comparan con las emisiones reales (de 4 a 5 veces superiores de media, a veces más). Se trata de fijar nuevas reglas oficializando el incumplimiento. La moratoria, conseguida por el grupo del PPE controlado por la delegación de los conservadores alemanes, tiene como objetivo reconocido alcanzar una mayoría de 751 eurodiputados en contra de la solución alternativa votada por la comisión especializada del PE, que prevé el estricto respeto de las normas a partir de septiembre de 2019.

Esto es el futuro. En cuanto al pasado, se da por sentado que en Europa, Volkswagen ya está listo para ser amonestado, por parte de los reguladores (y para revisar los vehículos manipulados) por un fraude que sólo pudo ser intencionado y que se vio alentado desde las altas instancias, habida cuenta de cómo funciona la industria del automóvil. Como destaca Münchau, un automóvil no es la Bolsa y no puede darse el caso de que exista un corredor granuja, para que sirva de cabeza de turco en esta industria de las industrias. De existir la sanción, vendrá de Estados Unidos donde tanto los reguladores como el sistema judicial (gracias a la acción colectiva) tienen los medios para hacer pagar muy cara su falta al gigante alemán. Por otro lado, Volkswagen ya ha provisionado 50.000 millones de euros para hacer frente a los efectos directos e indirectos de la crisis. ¿Hace falta recordar que las únicas sanciones financieras (pero no penales, desafortunadamente) impuestas a los bancos (pero no a los banqueros, desafortunadamente otra vez) por su responsabilidad en la crisis financiera global se han impuesto en Estados Unidos?

Conclusión: aunque no se pueda generalizar el análisis de los acuerdos transoceánicos a partir del único caso de la industria automóvil, este caso pone de manifiesto que dichas negociaciones, bajo control democrático, ofrecían una posibilidad de cambiar la colusión que existe demasiado a menudo a nivel nacional (o regional en Europa) entre los reguladores y los “regulados”. Posibilidad que no ha sido aprovechada. ¿Servirá el “cartel del diésel” para algo?

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Traducción: Mariola Moreno

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