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'Balada en la muerte de la poesía' (Visor, 2016), el nuevo libro de Luis García Montero, imagina la muerte del género, pero también su resurreción. El catedrático de Literatura Española, coordinador de Los diablos azules y articulista de Balada en la muerte de la poesíaLuis García MonteroLos diablos azulesinfoLibre expone en esta carta las motivaciones que le llevaron a cuestionar el siempre anunciado fallecimiento de la lírica. 

La poesía es una amiga exigente. A cada paso quiere replantearse los lazos que mantiene con nosotros y con el mundo. Su forma de apostar por la verdad es negarse a lo previsible, a las comodidades de lo que ya está hecho y consagrado.

Quien repite el estribillo de que se viven malos tiempos para la lírica, convoca una lluvia caída sobre mojado. La poesía surge siempre de la intemperie, la insatisfacción, la añoranza de aquello que no se tiene o de la conciencia de una plenitud llamada a perderse. La poesía se cuestiona a sí misma y agoniza con la voluntad de renacer. Hay una herida debajo de la felicidad de la poesía. Eso es lo que hace posible que ofrezca un sentimiento de reconciliación con la vida bajo sus descripciones, su denuncia o su dolor. Eso es también lo que exige su propio cuestionamiento.

La sociedad utilitaria condenó todo aquello que no se confundiese de manera inmediata con una mercancía. La poesía fue situada en el extremo de los márgenes, en un rincón del maltratado saber humanista. El orgullo herido de los poetas forzó una respuesta de desprecio. Unió la calidad a la dificultad, la lírica a la rareza y la profundidad al sinsentido. El significado del poema respondió con una brecha al predominio mercantil en el significado social.

Nada era definitivo. La poesía quiso entonces se abrieran las ventanas para sentir el viento de la calle y sus canciones. Es mentira que sólo sea buena la poesía que la gente no alcanza a entender. Cuando el género huele a cerrado, se las arregla para acercarse a las canciones con sabor a humanidad. El rigor de la poesía no es el de la muerte, sino el de la vida. Lope de Vega, Bécquer, García Lorca y Gil de Biedma supieron escuchar.

Hemos vivido en los últimos años un fenómeno contrario al presagiado por los que denunciaban los malos tiempos para la lírica. La poesía ha empezado a tener éxito comercial. Algunos libros consiguen reediciones y cifras altas de ventas. Poetas y cantautores, aliados con las redes sociales, a través de los bares, los conciertos y las librerías, han conformado un público. Y hay casos de singular interés y calidad. Pero, por primera vez, se corre el peligro de que el mercado se convierta en el referente poético de la calidad. Y esto sitúa el cuestionamiento necesario de la poesía en el otro extremo: negarse a pensar que sólo es bueno lo que se comunica con una facilidad adolescente en los circuitos sentimentales de la sociedad de consumo. La banalización de la felicidad es igual de corrosiva que la banalización del mal o que la renuncia al lenguaje asumido como el principal espacio público.

La poesía reclama ahora lentitud y conciencia melancólica para salvar al significado de las sirenas de un corazón publicitario. La facilidad no significa calidad, el rumor de lo cotidiano no asegura la verdad lírica y el sentido de las declaraciones transparentes no implica una búsqueda de la profundidad.

El ataúd vacío del poema

Entrevista | El ataúd vacío del poema

Una realidad de frontera hace que la poesía mire siempre desde la otra orilla, desde el otro lado de las cosas. Y siempre se cuestiona a sí misma, ese es su principio. En la soledad o en el tumulto, en los márgenes o en la plaza, no existe más guía que su talento creativo y su compromiso, más allá de los dogmas, con la verdad humana. La poesía no renuncia a su debate.

Nada está nunca seguro. El televisor y la radio me dieron un día la noticia de que la poesía había muerto. Comprenderán mi turbación. Ya sea por culpa del éxito o del fracaso, siempre estamos expuestos a la muerte de la poesía. La Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016) que acabo de publicar es la consecuencia de todo lo que desató esa noticia en la conciencia, la casa y la ciudad. El buzón del teléfono se llenó de hojas secas y el suelo de las habitaciones de palabras. La muerte de la poesía invadió poco a poco los siglos de Lucrecio, Manrique, Garcilaso, Quevedo, Leopardi, Rosalía, Baudelaire, Alberti y Szymborska. Todos estuvieron en su entierro. Todos volvieron después a su vocación y a su mesa de trabajo para escribir un poema.

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