Milicia y democracia
El fujimorismo resiste en Perú
Keiko Fujimori (Fuerza Popular) ha pasado a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales del Perú con una mayoría relativa cercana al 40% de los sufragios. Su adversario, el economista liberal Pedro Pablo Kuczynski (Peruanos por el Kambio), ha superado con un 21% a la candidata de la izquierda, Verónica Mendoza (Frente Amplio), relegada al tercer puesto con el 18%. El duelo electoral se dilucidará, por tanto, en el terreno de la derecha, donde es previsible que la contienda se polarice una vez más en torno a la vigencia del fujimorismo.
Alberto Fujimori gobernó el Perú durante una década (1990-2000) pero su controvertida figura, bajo la fórmula de distintas candidaturas electorales interpuestas, no ha dejado de estar presente desde entonces en la política peruana. Al final de su mandato y ante las señales de un posible enjuiciamiento penal, Fujimori aprovechó un viaje de Estado al extranjero para refugiarse en Japón, su otro país de origen con el que mantenía la doble nacionalidad. Años después, cuando se encontraba de tránsito en Chile, fue extraditado, juzgado y condenado por los tribunales peruanos a 25 años de prisión por crímenes de lesa humanidad, corrupción y apropiación indebida de fondos del Estado.
A pesar de encontrarse cumpliendo condena por estos gravísimos delitos, Fujimori mantiene una alta popularidad entre aproximadamente la mitad de los peruanos que valoran todavía sus logros en materia económica aplicando una estricta ortodoxia liberal, en las relaciones exteriores con el arreglo pacífico alcanzado con Ecuador poniendo fin al histórico conflicto fronterizo y en la lucha contra el terrorismo, especialmente el aplastamiento definitivo del sanguinario grupo Sendero Luminoso. Los resultados de su gestión fueron conseguidos con un pragmatismo político sin complejos que no se detenía ante derechos ni controles morales o legales. Nunca antes se afirmó con más convicción que el fin justificaba los medios.
Al poco de estrenar su mandato y ante la situación de bloqueo parlamentario que le impedía poner en práctica sus planes reformistas, el presidente Fujimori, con apoyo expreso y colaboración de las fuerzas armadas, decidió intervenir los poderes legislativo y judicial. El autogolpe se consumó el 2 de abril de 1995. Se aprovechó que era domingo para disolver el Congreso de la República, intervenir los órganos jurisdiccionales e interventores y detener a los líderes de la oposición. Se estableció el llamado Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional con el propósito de convocar un plebiscito nacional que ratificara las medidas de excepción adoptadas. La nueva Constitución Política del Perú fue ratificada en referéndum.
La presidencia de Fujimori está estrechamente unida a la actuación de Vladimiro Montesinos, un personaje siniestro que desempeñó la jefatura de los servicios secretos. Este antiguo oficial del Ejército, abogado defensor de narcotraficantes y agente de la CIA, ejerció en la sombra el poder como consejero de seguridad del presidente llevando al Estado peruano a niveles de máxima degradación moral. El conocimiento público de sus métodos expeditivos causó verdadera alarma. El consejero Montesinos impulsó la creación de escuadrones de la muerte que practicaron la tortura, el secuestro y el asesinato de periodistas y agentes arrepentidos. La oposición política fue controlada mediante el soborno que quedaba registrado en audio y vídeo para utilizarlo como chantaje (vladivídeos).
En el marco de la guerra de baja intensidad contra el terrorismo, el gobierno de Fujimori alentó la guerra sucia con la actuación de los servicios secretos. El destacamento Colima, integrado por agentes militares de inteligencia, realizó numerosas operaciones encubiertas contra las organizaciones terroristas de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Tupac Amaro (MRTA). A comienzos de los años noventa se les imputan diversas masacres de civiles y estudiantes, desaparición de campesinos y asesinatos de dirigentes sindicales.
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Con estos antecedentes, ya se comprende que el fujimorismo, pese a las protestas de eficacia en la gestión que esgrimen sus partidarios, es visto como una grave amenaza a la propia democracia peruana. El país no se puede permitir el perdón o la amnesia sobre una época presidida por el terrorismo de Estado, el saqueo de fondos públicos y el grave deterioro del funcionamiento regular de las instituciones. Con el regreso al poder del clan Fujimori, dado el grado de organización y pujanza del movimiento fujimorista, no está garantizado que no supusiera también la vuelta de las peores prácticas de los años noventa. La candidata niega esta posibilidad pero no parece que tenga más garantía que ofrecer que su propia palabra.
Los resultados de las elecciones peruanas han seguido la pauta que marca el deslizamiento de la región hacia los gobiernos de inspiración de centro derecha, tras la victoria de Mauricio Macri en Argentina y de la oposición parlamentaria antichavista en Venezuela. La izquierda peruana, lastrada por su asimilación histórica con el extremismo y por el reciente fiasco del actual presidente Ollanta Humala –elegido con un discurso de izquierda e integrado desde el comienzo de su mandato en el campo neoliberal–, cuenta para volver a la presidencia en próximas citas electorales con la prometedora figura de la joven Verónica Mendoza, que ha conformado con éxito una alternativa social al discurso hegemónico neoliberal.
El fujimorismo resiste en Perú y dominará el nuevo parlamento con 68 de los 130 escaños. No obstante, el próximo 5 de junio Perú tiene la oportunidad de cerrar el paso al poder ejecutivo a los herederos de Fujimori garantizando así la estabilidad del país. Para ello, el candidato alternativo, Pedro Pablo Kuczynski, tiene el reto de agrupar el voto en contra. La clave una vez más estará en el grado de polarización de los electores en torno al fujimorismo con la dificultad añadida en esta ocasión de elegir entre dos opciones del mismo espectro político.