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‘El corazón de la gacela’, de Mariluz Escribano

Portada de El corazón de la gacela, de Mariluz Escribano.

José Sarria

El corazón de la gacelaMariluz EscribanoValparaísoGranada2015

Podríamos afirmar, sobre Mariluz Escribano (Granada, 1935), que hasta hace pocos años había sido una poeta recogida y reservada. Y utilizo estos términos porque durante mucho tiempo la suya ha sido una poesía que ha permanecido alejada de los cenáculos de la mal calificada notoriedad, pero que ha ido creciendo, macerando, dilatándose, con suma paciencia, con la serenidad precisa como para elaborar un discurso absolutamente propio y extremadamente genuino, en la línea de la afirmación de Antonio Machado: “Algunas rimas revelan muchas horas gastadas en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo”.

Desde el anaquel de su corazón (ese que junto al viento habita una casa sosegada, p. 20), amparada por sus papeles de docente o acunando a los “cinco muchachos” que llegaron entre nanas y besos (p. 65), nuestra autora ha ido incubando estos poemas, silentemente, sin estridencias, con la ágil prestancia de una gacela. Las evocaciones y la sutil huella de las pasadas experiencias han quedado fijadas como una marca, como el surco de un grácil vuelo, de forma permanente en el recuerdo de nuestra poeta que ahora los ofrece desde el altar de una memoria que se universaliza y se hace testimonio ante los ojos de los lectores.

Escrito desde la madurez (que a veces se representa como decadencia del presente: “porque el tiempo ha borrado la voz de los amigos. / Envejecen las cosas y también las palabras: / ahora me cuesta mucho escribir estos versos”, p. 64, del poema “Envejecen las cosas”) la poesía se convierte en redentora, en salvadora del cotidiano devenir. Junto a bellísimos poemas dedicados a Agustín, el padre que no pudo conocer (y que tanto significa en su poesía), a su madre viuda obligada a exilarse hacia tierras septentrionales (que “es una estampa / sentada en la maleta”, p. 17), a la pérdida de la infancia (“Hoy, cuando es junio en la rosa, / me gustaría habitar / los años de la infancia", p. 57) o a otros pasajes de su existencia, la memoria queda fijada en un poemario que se divide en cinco espacios o capítulos, desde los cuales nuestra autora mantendrá un pulso continuo con la imperiosa necesidad de convocar a la vida, a fin de espantar a la muerte a través de los versos: “El teléfono tiene una mudez de muerte …/… todos han olvidado / que habito entre los vivos …/… Alguien, sin duda, me ha dejado en olvido, / en ese territorio de los desvanes viejos.” (p. 49).

La decadencia, concebida como pugna entre la muerte y la vida (que no es otra cosa que esa “cotidiana excursión hacia la muerte”, según los versos de Mario Benedetti), planteará dicotomías de gran interés, enfrentándose con valentía, al trascurrir de los días, más que acometiendo planteamientos sobre la trascendencia, como queda patente en el poema “Vivo en el tercer piso” (p. 50). Y todo ello, magistralmente hilvanado con la precisa propuesta de quien ha superado miedos y temores, haciendo que muchos de sus poemas, dotados de intensa emotividad, sean tratados y resueltos con gran singularidad.

Escribano asume el paso del tiempo (un referente imprescindible para entender la poesía de Mariluz) y lo utiliza como mecanismo creacional, recorre los límites del pasado y conforma un altar en forma de poemario construido con la sutil ironía de quien ha superado toda una existencia, conjunto de pasiones y afanes, asuntos domésticos, deseos y desencuentros, para acabar arribando, al fin, con estos hermosos versos: “Deshojadme violetas en los ojos / para que yo no vea la tristeza del viento …/… Devolvedme / la infancia que he perdido / porque quiero marcharme” (p. 35). Conforman, junto a estos otros: “Después de tantas lluvias / y atardeceres lentos, / ahora es tiempo de paz, / de paz y de memoria” (p.9), la esencia de El corazón de la gacela: tiempo de paz y de memoria, tiempo de contemplación del pasado con los ojos de la quietud de quien ha alcanzado las terrazas del sosiego y cuya aspiración es marcharse una vez conciliadas todas sus tempestades interiores —“Cuando surja la luz de primavera, / y las rosas dibujen sonrisas de colores, / escribiré una carta para cinco muchachos –sus hijos-, / contándoles lo mucho que gané con la vida …/… creo que ya he cumplido / mi misión en la tierra” (p. 65-66)—.

La poesía de Escribano sorprende, desde su primera entrega, por la rigurosidad métrica de sus poemas, tallados con un clasicismo propio de la mejor tradición castellana. Gran conocedora de los mecanismos que desencadenan la creación poética destaca en su escritura una gran profusión de versos heptasílabos y endecasílabos, junto a los alejandrinos del poema “Los niños soldado” (p. 59), encastrados con perfección de orfebre que confieren al texto un ritmo y una ligereza sin igual. A pesar de ser la arquitectura de Mariluz un conjunto minuciosamente concebido, no se estructura la poesía desde la rotundidad de palabras solemnes, bajo el palio de las metáforas o la significación de un dificultoso simbolismo. Por el contrario, goza de un oído poético privilegiado capaz de elevar al mundo lírico y al tono poético aspectos cotidianos de nuestro devenir, utilizando un lenguaje sencillo, inmediato, de corte urbano o civil, creando un espacio escénico donde precisión y claridad se dan la mano, para hacer alarde, con un tono asequible y coloquial, de un mensaje lírico extremadamente sensible y de gran calado. Busca Mariluz, y lo consigue, acercar el poema al lector, su complicidad, quien verá reflejada su propia vida en la cotidianidad de las escenas propuestas por la autora. La originalidad en la poesía de Mariluz Escribano estriba (tal y como concibe la singularidad lírica el profesor sevillano Manuel Mantero) en escribir poemas con las palabras de todo el mundo, aunque creando los poemas que no conseguiría escribir todo el mundo. Poesía confesional, dotada en muchos casos de un realismo autobiográfico reconocible, donde el centro del discurso lo componen aspectos y elementos su cotidianidad que son convertidos en símbolos elevados a trascendencia bajo la emoción evocadora del pasado y los recuerdos. Pero Escribano no se detiene en los objetos o experiencias que pudieran ser las propias de cualquier otro ser, sino que las utiliza y las reelabora desde el crisol de la palabra para hacer con ellas testimonio elevado a categoría de símbolo mediante una poesía singularmente precisa, siguiendo la estela de la línea estética del poeta italiano Paolo Ruffilli: “He aquí mi sueño de escritor: quitar peso, el mayor posible, a mi escritura... Para pronunciar verdaderamente lo sublime, pienso que es preciso salir del calco, de la huella, de un rastro sutil. Por una ley de lo inversamente proporcional: cuanto más bajo es el tono, tanto más alto es el efecto”.

Concebido en su etapa de madurez personal —que a veces se representa como decadencia del presente: “Una silla vacía es la amarga certeza / de que una voz termina y se escucha el silencio” (p. 62)— y jalonado de tonalidades melancólicas —“aquel tiempo feliz / que fue la infancia” (p. 53)— el poema resucita de ese aparente ocaso para convertirse en aspiración sublime, en redentor del cotidiano devenir y, en definitiva, en propuesta estética vivificadora. Con esta recopilación poética la granadina, que se exilió en Tierra de Campos, elude ser un mero notario de sus días, un simple registrador de lo inmediato; logra, afortunadamente, trascender de la realidad, siendo capaz de edificar, desde el corazón de una gacela, ahora sosegada por el transcurso de los años, un estandarte, un memorial, que sustente el paso del tiempo.

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*José Sarria es crítico literarioJosé Sarria

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