Luces Rojas
La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre el Brexit
Hay una falsa premisa que comparten los partidarios del sí y del no en el referéndum sobre el mal llamado Brexit del 23 de Junio. La premisa falsa es que lo que decidirán los británicos es si el Reino Unido permanece o no en la Unión Europea. La premisa es falsa porque, con independencia de cuál sea el sentido del voto de los súbditos de su majestad, la Unión Europea del día 24 de Junio será distinta a la Unión Europea del 23 de Junio. Bien porque gane el no, en cuyo caso el Reino Unido negociará su salida. Bien porque salga sí, en cuyo caso habrá que negociar el nuevo estatus del Reino Unido, de acuerdo con los principios fijados por el Consejo Europeo del día 19 de febrero de este año. Sobre la mesa no está que las cosas se queden como están. Los votantes británicos no pueden decidir quedarse en esta Unión Europea porque la Unión Europea deberá cambiar, sea cual fuese el resultado del referéndum.
El lenguaje del anexo en el que se detalla el acuerdo induce a pensar que se trata de concesiones puntuales e idiosincráticas a Gran Bretaña. Se habla de un new settlement en la versión en lengua inglesa (un término en modo alguno inocente, cargado como está de connotaciones históricas en el lenguaje constitucional inglés), lo que podríamos traducir al castellano italianizante por una componenda que no altera el derecho constitucional de la Unión Europea. Ciertamente el acuerdo responde al perfil de componenda en la medida en la que fue decidido en un fin de semana, en una reunión del Consejo, sin mediar debates serios y profundos ni antes ni después del acuerdo, ni, menos aún, discusión parlamentaria vinculante en ningún Estado de la Unión. En realidad, más que de una componenda habría hablar de un incìucio, en la medida en la que al acuerdo lo han tomado literalmente hablándose a la oreja los líderes europeos, muy lejos de cualquier forma de control público.
Basta una lectura incluso superficial del texto para darse cuenta de que si bien de una componenda se trata, la componenda no solo cambia la posición del Reino Unido en la Unión Europea, sino que contribuye a acelerar la mutación de la Unión Europea en un sentido marcadamente neoliberal. De los tres grandes tipos de contenidos del acuerdo, dos son reveladores de cuál es el verdadero sentido del mismo. Para ello, procedamos brevemente a reconstruir los contenidos de la decisión del Consejo.
En primer lugar, hay concesiones cara a la galería, diseñadas para permitir a Cameron presentarse ante su opinión pública como un líder de estatura churchilliana capaz de moldear Europa de modo que se defiendan los "intereses nacionales" británicos (vulgo, ha logrado concesiones en línea con las preferencias subjetivas de los votantes). Esto y no otra cosa es la licencia que se da al Reino Unido para expulsar sin contemplaciones, sean ciudadanos europeos o no, a quienes no estén en condiciones de mantenerse a sí mismos (los mal llamados, en jerga comunitaria, ciudadanos económicamente no activos), bajo el ropaje de medidas encaminadas a terminar con los "abusos" del derecho a la libre circulación de personas. Ciertamente Cameron se apunta el tanto de que la Unión Europea se reconozca en el lenguaje propio de quienes, como buena parte de los conservadores británicos (pero no todos), flirtean con los partidos abiertamente xenófobos (especializados en criminalizar a las víctimas). Pero no solo es público y notorio que los "abusos" del derecho a la libre circulación de personas son el "chocolate del loro" en lo que se refiere al despilfarro del dinero público, sino que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea se ha demostrado muy sensible a los argumentos de varios Gobiernos, entre ellos el alemán, y ha afirmado explícitamente que tales expulsiones son conformes al derecho de la Unión (entre otros, en el caso Dano). Cameron arranca pues una licencia que ya tenía.
Encontramos en segundo lugar medidas en parte fruto de la enorme capacidad de cabildeo de los intereses financieros que podemos denominar de forma aproximativa como la City de Londres, tanto frente al gobierno británico como ante los restantes gobiernos europeos y las instituciones de la Unión. Fundamentales en este sentido son (1) la reiteración de que será el Banco de Inglaterra, y no el Banco Central Europeo, quien supervise a las entidades financieras constituidas en el Reino Unido; (2) que toda medida de "profundización" de la unión económica y monetaria tendrá que respetar plenamente el derecho a la libre circulación de capitales; y (3) que la reglamentación financiera de la Unión Europea tendrá que ajustarse a las exigencias del mantenimiento de la susodicha libertad.
Sobre lo que todo ello implica vuelvo enseguida, pero consideremos antes el tercer grupo de concesiones, aquellas que aparentemente conciernen también solo al Reino Unido, pero que en realidad consolidan el giro sustantivo de la Unión Europea hacia un modelo económico y constitucional bien distinto del propio del Estado Social y Democrático de Derecho de la posguerra. El sentido y objeto del acuerdo lo resume el siguiente párrafo del preámbulo, toda una declaración de intenciones: "Utilizar al máximo el potencial del mercado interior en todas sus dimensiones, reforzar la capacidad de atracción a escala global de la Unión como destino de producción e inversión, y promover el comercio internacional y el libre acceso a los mercados mediante, entre otros medios, mediante la negociación de acuerdos comerciales, en un espíritu de beneficio mutuo y recíproco y plena transparencia". Es revelador que en el preámbulo del acuerdo se contengan múltiples referencias a la competitividad, al mercado único, a la necesidad de seducir a los inversores, al fomento de los acuerdos comerciales internacionales, pero ninguna a la igualdad, a la libertad (salvo la de los agentes económicos), a la solidaridad, al pleno empleo o a los derechos sociales (salvo para recordar que el Reino Unido no se considera vinculado por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea).
Interpretado en esta clave, el acuerdo del 19 de febrero es un borrador (ciertamente incompleto) de lo que será la constitución de la Unión Europea si el giro neoliberal del proyecto europeo se consolida. Así, lo que parecen a primera vista concesiones a la City, son en realidad parte fundamental de ese giro. Lo que se escribe en el mármol del acuerdo garantiza no sólo que el euro no tenga Estado que lo respalde, sino que su capital financiera siga siendo Londres, con lo que una parte fundamental de los intereses financieros que operan en la Eurozona están fuera de la jurisdicción de la Unión. Se perpetúa así la orfandad estatal del euro porque todo proyecto serio de integración política requeriría recalibrar la libre circulación de capitales. Y se garantiza la impotencia reguladora de la Unión, porque una parte de los regulados están fuera de su jurisdicción, y los demás pueden simplemente amenazar con estarlo (sin que la Unión pueda hacer nada para impedirlo, gentileza del derecho a la libertad de establecimiento y de libre circulación de capitales). De este modo, no sólo la City sale ganando (y los accionistas de las bolsas de Paris y Frankfurt perdiendo), sino que también lo hacen todos los grandes detentores de capital financiero, pues la asimetría es un seguro contra una eventual voluntad política europea encaminada a regular en serio la actividad financiera.
Dicho de otro modo, el acuerdo perpetúa la pulverización de la soberanía que es característica de la Eurozona. Y esa pulverización beneficia no sólo a la City, sino también a los grandes detentadores de capital, europeos o no. De igual forma, la garantía que se da al Reino Unido de que la Unión promoverá la competitividad y el libre comercio es una reiteración del modelo socioeconómico que se hace explícito en el revelador informe de los cinco presidentes del año pasado. Informe que apuesta de forma abierta por la reforma estructural del modelo socioeconómico de todos los estados europeos mediante no sólo el refuerzo de las llamadas "reglas fiscales" (la más famosa de ellas el llamado freno de la deuda, ahora en nuestro artículo 135 de la Constitución), sino mediante reglas que pongan en modo piloto automático también la política económica en su conjunto, incluida la política social y laboral. Aunque, ciertamente, las reglas no se aplicarán a sí mismas, sino mediante una nutrida pseudo-tecnocracia (¿por qué no llamarla pseudocracia?), que incluirá no solo Comisión y Banco Central, sino también un Consejo Fiscal Europeo y consejos nacionales de competitividad.
Es obvio, y nadie lo discute, que en el caso de que los británicos opten por el no, el Reino Unido dejará de ser Estado Miembro de la Unión, tras unas negociaciones que deberían concluirse en el plazo máximo de dos años. Con lo que la Unión Europea, para bien o para mal, ya no será la misma. En lo que el debate público no ha reparado es que un sí implicará también un cambio bien específico y concreto, que contribuirá un poco más a consolidar el proceso de mutación de la Unión Europea, iniciado a mediados de los años ochenta, acelerado por la Unión Económica y Monetaria en los noventa, y que procede a toda velocidad al calor del gobierno de las crisis.
El cálculo político es bastante evidente.
Nadie convoca un referéndum para perderlo, casi nadie organiza uno sabiendo que es probable que lo pierda. Lo que no excluye que al final se pierda (como De Gaulle o Chirac experimentaron en propia carne). Pero es obvio que el cálculo de Cameron (y de los restantes líderes europeos) es que el referéndum se ganará. Y si se me permite pensar mal por un momento (cosa que, ya se sabe, es pecaminosa pero conduce a veces a acertar), se prefiere una campaña en la que el resultado parezca incierto, porque se confía en que el recurso indiscriminado al miedo permita obtener una victoria holgada. Y, es sabido, ganar los partidos de penalti en el último minuto aumenta el entusiasmo de la hinchada.
En clave de política interna británica el envite puede procurar al primer ministro frutos desproporcionados a su esfuerzo. Una victoria que parezca difícil, pero suficientemente cómoda finalmente, permitirá a Cameron debilitar no solo a quienes le hacen sombra en su propio partido (¡cuerpo a tierra, vienen los nuestros!, lo que en su caso incluye no sólo a los euroescépticos de lunga data, sino a los que se han hecho euroescépticos para hacer méritos sucesorios), sino, y sobre todo, hundir a Corbyn antes de que éste haya tenido ocasión de afianzarse en el liderato del Partido Laborista. Algo a lo que Corbyn ha cooperado hiriéndose de su propia mano al decantarse a favor del sí cuando la coherencia consigo mismosí, y con el emergente electorado laborista, hubiese requerido o el voto por el no o algo más que el sí crítico escasamente legible que ha terminado dando. La paradoja más notable es que es más que probable que Cameron deba en último extremo la claridad de la victoria al voto nacionalista escocés, siendo así que el sí reducirá la probabilidad de un segundo referéndum en Escocia. Más agua para el molino de Cameron, en cualquier caso.
Hay, sin embargo, un segundo y fundamental cálculo político, el cálculo en clave europea. Un sí cómodo pero después de una campaña en la que el resultado parezca incierto hará casi imposible que se escuchen las voces críticas con la componenda que se negocie con el Reino Unido. El voto de los ciudadanos británicos reforzará las bazas de quienes defienden modificar el derecho de la Unión en un sentido abiertamente neoliberal tras la cortina de humo del Brexit. Con la enorme ventaja de que quienes así lo hagan podrán parapetarse tras el argumento del respeto a la voluntad democrática de los británicos (sin que corran riesgo alguno de que les afeen su inconsistencia la caterva de comentaristas y académicos que encontraron argumentos múltiples para explicar que los ciudadanos griegos no eran quienes para para decidir si aceptaban o no los términos del tercer rescate, menos en un referéndum). Este cálculo explica porque los jefes de gobierno europeos han aceptado negociar con Cameron en los términos propuestos por éste, en lugar de hacer valer que en términos de poder, quien tiene la sartén por el mango es la Unión Europea (algo que no dudaron en hacer el verano pasado cuando enfrente estaba Grecia). Es revelador, si me permiten la anécdota provinciana, que el actual ministro de Asuntos Exteriores se mostrara en su comparecencia parlamentaria para explicar el acuerdo jovial y exultante. Esa jovialidad se explica mal salvo que uno piense que el acuerdo mejora a la Unión Europea. No hay Brexit que por bien no venga, por citar al difunto general de voz atiplada.
A la vista de todo ello, es pertinente (y urgente) preguntarse si el entusiasmo que nuestros europeístas naïve muestran hace un resultado positivo del referéndum digno de encomio. No se trata solo de que exista una preocupante afinidad intelectual entre la filosofía política y económica de Cameron y los argumentos que se ofrecen para sustentar lo terrible que sería la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Por ejemplo, en un artículo que lleva el épico título Europa al rescate del Reino Unido, publicado en El País, se afirma que "pedir contención en la regulación es beneficioso para el crecimiento, la competitividad y el empleo", y que "alentar la competitividad internacional en sectores clave como el de la energía y el mercado único digital" es algo que "debe alegrar a España" (como si la cuestión fundamental fuese lo que nos pareciese a los españoles).
O en otra columna de Ahora, en cuyo titular se pregunta si el Reino Unido se merece un nuevo "acomodo" (imagino que traducción de settlement), se sostiene que el Reino Unido ha servido de "freno estimulante", especialmente, parece ser, al haber aportado "frescura al (sic) entender el funcionamiento económico", lo que contrasta "con la rigidez ordoliberal o el estatismo de los otros dos grandes estados miembros". Amén de hacer surgir dudas al lector acerca de si los autores han entendido qué sea la competividad internacional o qué sea el ordoliberalismo, tales argumentos tienen el más obvio defecto de no tomarse en serio que de lo que aquí se trata no es de si el Reino Unido abandona la Unión Europea (lo que maltratando al diccionario los tertulianos refieren como "si el Reino Unido se sale de la Unión Europea") sino si la Unión Europea no abandona la Unión Europea (en el lenguaje tan escasamente académico de los citados comentaristas radiofónicos, "si la Unión Europea se sale de sí misma").
Ciertamente, lo que signifique un no en el referéndum del día 23 depende de qué se haga políticamente con el resultado a partir del día 24. Un no podría dar alas a los instintos más bajos de políticos que como Neil Farage o Boris Johnson han demostrado ya predilección por jugar con fuego cuando se trata, entre otras cosas, de refugiados e inmigrantes. Al mismo tiempo, un no británico es una de las últimas oportunidades de un cambio de ruta en Europa. El no podría (y nótese el condicional) ser el equivalente a poner al descubierto el inmenso farol que el referéndum sobre el Brexit es. Al tiempo que revelaría la incompetencia de los jefes de gobierno europeos, quienes, como colectivo, se obstinan en negar la realidad una y otra vez. El no representa, pues, la oportunidad de un shock democrático. Que, como conviene no olvidarlo, siempre tiene riesgos. Ese el verdadero dilema al que nos enfrentamos.
Si no desestabilizamos al statu quo, Europa seguirá por una senda que conduce al suicidio. Suicida es el crecimiento mediante la "competitividad exterior", no solo porque el resto del mundo no está en unión monetaria con la Eurozona, con lo que tarde o temprano devaluarán, sino porque el delirio tecnocrático de reformar en meses modelos socioeconómicos forjados no en décadas sino en siglos está destinado a un fracaso doloroso. Suicida es pretender a un mismo tiempo acoger (como se debe) a los refugiados y al mismo tiempo radicalizar un modelo socioeconómico que empuja a los perdedores a la precariedad. Con el riesgo de provocar una guerra entre pobres y regalar votos a los partidos de la ultraderecha más reaccionaria. Pero si desestabilizamos el statu quo, hay el riesgo de que el vacío político lo llene esa misma ultraderecha. Que ya habita entre nosotros.
La Unión Europea presenta síntomas avanzados de esquizofrenia (síntomas que se hunden en la ambivalencia del proyecto original, pero esa es otra cuestión). Hay una Europa Doctor Jekyll, hija del antifascismo, una de las madres del Estado Social y Democrático de Derecho, que durante décadas articuló un modo distinto de concebir las relaciones internacionales. Pero hay otra Europa Mister Hyde, heredera del liberalismo económico más rancio, que tras sus nupcias con la (segunda) globalización se llama neoliberalismo cuando se trata en realidad de liberalismo autoritario, y siendo fiel a sí misma, protege los intereses del capital financiero, ahoga y aprieta a los estados deudores y, es imposible olvidarlo, cierra los ojos cuando ve que el Mediterráneo se ha convertido en un cementerio aún más grande.
La crisis ha robustecido a Mister Hyde y ha debilitado al Doctor Jekyll. En las negociaciones sobre el Brexit y en la presente campaña, Juncker, Merkel y Rajoy juran y perjuran que son el Señor Hyde, pero, no se engañen, se trata del Doctor Jekyll en persona. Decir no al Doctor Jekyll europeo tiene sus riesgos: puede dar alas a los monstruos nacionales. Pero ¿de verdad cree alguien que el Señor Hyde va a reformarse a sí mismo y volver a ser el Doctor Jekyll salvo que medie un shock democrático? ¿Y cabe un shock democrático sin riesgos? El Estado Social y Democrático de Derecho, como la civilización, no es hijo del sí. Es hijo del no. De un no juicioso y astutosíno.
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Agustín José Menéndez es profesor contratado doctor permanente I3 de la Facultad de Derecho de la Universidad de León. Es autor de 'De la crisis económica a la crisis constitucional de la Unión Europea' (Eolas, 2012)