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‘La maniobra de la tortuga’, de Benito Olmo

'La maniobra de la tortuga', de Benito Olmo.

Juan José Téllez

La maniobra de la tortuga

Benito Olmo SumaMadrid2016

La salada claridad de Cádiz convive desde antiguo con una vibrante serie negra cuyo primer testimonio impreso quizá fuera el de Ramón Solís en su novela El alijo, una trepidante aventura de narcotráfico desde las costas del Estrecho al Madrid de los años setenta: claro que Ángel del Pozo trasladaría la adaptación de esta road movie a las rías de Huelva. Ángel Torres Quesada con Sombras en la eternidad, ganadora de la Semana Negra de Gijón o el mismísimo Fernando Quiñones con un intenso aunque breve thriller sureño titulado Vueltas sin fecha, en torno al narcotráfico, convivieron en los escaparates con la saga de David Serafín-Ian Michael, en torno a la transición española, uno de cuyos títulos fue Incidente en la bahía, que giraba en torno a la posibilidad de que un grupo ultra se refugiase en la Santa Cueva gaditana bajo la coartada de acudir a la Oración Nocturna.

Quizá sea Rafael Marín Trechera el autor gaditano que más ha recreado el espíritu de la novela negra en dicho entorno. Desde su primera novela corta, Nunca digas buenas noches a un extraño, publicada por Nueva Dimensión cuando morían los setenta, a su saga en torno a Torre, un olvidadizo investigador que aparece en títulos como Detective sin licencia o Los espejos turbios, por no hablar de su inquietante recreación carnavalesca de La ciudad enmascarada, en una atmósfera que Paco S. Sampalo retomaría en La maldición de los duros antiguos.

También respiran una atmósfera decididamente negra las tres primeras novelas, tan distintas entre sí, de Óscar Lobato: Cazadores de humo,Centaurae y La fuerza y el viento, mucho más que una trepidante aventura de piratas contemporáneos. Hay mucho más, claro es, desde el gaditano Félix BayónAdosados, Un hombre de provecho, De un mal golpe, ambientada en la Marbella de Jesús Gil— a Montero GlezManteca colorá o Pistola y cuchillo, en la que lleva al mismísimo Camarón al microcosmos de las galleras—, pasando por Carmen Moreno, la intriga intimista de Daniel Heredia en La sombra vencida y algunos relatos de José Manuel Benítez Ariza, Felipe Benítez Reyes, Enrique Montiel o de su hijo Enrique Montiel de Arnáiz, así como Manuel Jesús Ruiz Torres.

Ahora, Benito Olmo (Cádiz, 1980) viene a cerrar ese círculo negro bajo la luminosa Cádiz con una trepidante novela titulada La maniobra de la tortuga (Suma, 2016) que cumple con todas las reglas del género, desde la verosimilitud a la solución racional del enigma central y de las historias transversales que cruzan su argumento. Olmo confirma las buenas maneras apuntadas en sus anteriores títulos, Caraballo (2007) y especialmente Mil cosas que no te dije antes de perderte (2011).

La maniobra de la tortuga es un thriller de reglamento, a la manera de como los quería Dashiell Hammet, en la medida en que la intriga desvelaba un trasfondo corrupto. Los crímenes evidentes denunciaban otros crímenes disimulados, los de una democracia manifiestamente mejorable y un poder empeñado en erigirse juez y parte de la historia. Olmo elige, además, para conducir su narración a un investigador hard-boiled, decadente y de vuelta, aunque en su caso es agente de policía, un oficio al que el autor de El halcón maltés nunca concedió protagonismo alguno. Más allá del asesinato de una joven inmigrante, Olmo construye un alegato contra la violencia machista, pero también contra la violencia de un sistema cuyo patriarcado a menudo permanece impune de todas sus fechorías.

Una novela bien escrita, con la precisión de una storyboard, pero con un saludable equilibrio entre el cuidado léxico y el de la acción propiamente dicha. Desde la Punta de San Felipe a la Zona Franca, desde la calle Plocia al paseo marítimo de Puerto Real, los personajes de su trama van tejiendo una sólida red de ficciones con un indudable pálpito de realidad. En ese sentido, el autor asume al pie de la letra el célebre decálogo de otro de los maestros del género, Raymond Chandler, que pasaba por la verosimilitud de la historia y del desenlace, la precisión que no admite errores técnicos en cuanto al asesinato y la investigación; el realismo, la consistencia de la historia que sostiene el misterio, la sencillez –que no simpleza— de su estructura narrativa, la sorpresa que encierre la solución del caso, la coherencia, la concreción en torno a un enigma al alcance de la mano, el acto de justicia que no tiene que venir necesariamente de la justicia y, algo mucho más ambiguo, la honestidad respecto al lector, evitando las trampas inútiles. A rajatabla sigue Olmo esa hoja de ruta: la alta sociedad se entremezcla con la humilde con la comisaría de policía como único puente entre ambos universos.

Prostíbulos, hospitales, bares de mala muerte, frente a una reflexión constante en torno a la legitimidad de la Ley del Talión frente a la aparente indolencia o sumisión del poder policial o judicial. Mickey Spillane lo habría resuelto con el habitual arrebato fascistoide de sus personajes. Olmo, en este caso, prefiere las tradiciones patrias, más progresistas aunque también estremecedoras, cuyas pistas conducen hacia Andreu Martín o Juan Madrid, por poner un par de buenos ejemplos: la mala conciencia y el buen oficio del inspector Manuel Banquietti, la memoria y la intuición de un final feliz que ningún personaje espera, plantean un retrato a vuelapluma de una España que, desde hace años y al margen de la reedición de algunas utopías razonables, respira rabia, resignación o, en cualquier caso, impotencia.

Algún mínimo error en la secuencia temporal que inicia cada capítulo y que habrá de ser corregido en futuras ediciones aparece como el único pero en esta novela resuelta con la misma solvencia con que un huelebraguetas de los de antaño entregaba el informe de sus investigaciones a un cliente escéptico. En este caso, este último abriría el sobre y miraría su contenido con un cierto temor, el de que no iba a gustarle lo que iba a ver pero que, como cantara Joan Manuel Serrat, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. De ahí, el miedo al otro, el complejo de superioridad, la ambición y el desprecio. Las cuidadas páginas de La maniobra de la tortuga salpican más asco que sangre. Ya espero la segunda entrega de la serie contemplando, en la portada del libro, tres casquillos de bala sobre la blanca catedral de Cádiz, teñida ahora de un apropiado gris.

*Juan José Téllez es escritor. Su último libro es Paco de Lucía. El hijo de la portuguesa (Planeta, 2015).

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