Club de lectura
Rehacer el canon en común
Las estadísticas son suficientemente elocuentes: sólo 14 mujeres han ganado el Nobel de Literatura, sólo cuatro han recibido el Premio Cervantes y otras tantas, el Premio Nacional de las Letras. Son apenas algunos de los llamativos casos que infoLibre recordaba en un artículo con motivo del Día de las Escritoras. El problema de esta raquítica representación de las mujeres escritoras en el mundo académico radica en la repercusión que estos méritos tienen en la elaboración del canon literario. Es decir, la lista de obras que estudiarán, debatirán y formarán la conciencia de nuestros hijos y nietos, en la que las autoras figurarán como excepciones a una tradición literaria de varones.
“Si bien hay cierta conciencia a la hora de abrazar o rechazar la ideología, a la cultura nos entregamos casi sin defensa”, relata su experiencia una de las compañeras de nuestro grupo de autoconciencia feminista, en el que hemos puesto en marcha un nuevo experimento para construir nuestro propio canon, la Biblioteca Circular. A través de este sistema que no tiene más complejidad que un documento en el que cada una vuelca los títulos de su biblioteca escritos por mujeres (con mirada feminista) según el género literario. Aparecen nombres como Maya Angelou, Ana Dee, Itziar Ziga, Lucia Berlin, Jenny Offill, Alejandra Pizarnik, Elena Medel, Virginie Despentes, Marjane Satrapi, Alison Bechdel o Caitlin Moran. Nos los prestamos, los leemos, nos sorprendemos, nos emocionamos, compartimos impresiones, debatimos ideas, incorporamos pensamientos que descubrimos en ellos a conversaciones de la vida diaria. Es una manera de construir una tradición propia de autoras, de relatos e historias sobre mujeres, sin percibirlas como accidentes en el canon oficial.
Es un camino complicado, porque significa reelaborar nuestra educación académica (y también sentimental), pero totalmente satisfactorio e intelectualmente estimulante. A continuación, relatamos entre varias cómo ha sido el proceso de gestación de este experimento y cómo nos sentimos en esta biblioteca propia, pero compartida.
Un repaso rápido a nuestra biblioteca
He hecho la prueba, sí. He contado los libros de mi biblioteca, he ido estante por estante apuntando cuántos de ellos han sido escritos por mujeres, y la cifra apenas alcanza el 28% del total. Quizá si contara los libros de nuestras mesitas de noche, los que están desperdigados por la casa, guardados en bolsos y mochilas, si incluyera en el cómputo aquellos que he prestado, superarían vagamente el 30%. De todos mis libros. Bueno, no de todos: me temo que de incluir la sección de mi biblioteca que aún sigue en casa de mi madre, el porcentaje bajaría estrepitosamente. ¿La parte buena de todo esto? La inmensa mayoría de esos libros escritos por mujeres son adquisiciones recientes, muchas no tienen más que pocos meses. En este último año sólo he intercambiado con mis amigas obras de escritoras, que iban pasando de unas manos a otras de una forma compulsiva, ávida, veloz. Hemos leído prácticamente lo mismo todas sin habérnoslo propuesto, como si esas mujeres simplemente nos acompañaran y la única manera de presentárselas al resto fuera por medio de la lectura. He aprendido que había un sesgo en mi manera de leer (uno perverso que excluía a las mujeres) y que, si quería destruirlo, tendría que luchar contra siglos de tradición, de costumbre y de voluntad excluyente. Pero, afortunadamente, no estaba sola para hacerlo.
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Empezar a priorizar los libros escritos por mujeres no es sencillo. Cuando leí el artículo de una conocida explicando que llevaba seis meses leyendo exclusivamente a escritoras, miré mi propia estantería. Para mi sorpresa de feminista convencida, no era paritaria en absoluto. Sigue sin serlo, a mi pesar. A las autoras todavía hay que buscarlas. Antes, figuraban nombres como Virginia Woolf, absolutamente clave en mi formación, Alejandra Pizarnik o Sarah Kane. Ahora han entrado Lucia Berlin, Audre Lorde, Patricia Highsmith, Jeanette Winterson, Jenny Offill, Agnès Desarthe, Angelika Schrobsdorff y otras tantas.
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Todo empezó con una lista de fin de año en algún blog, del que ni siquiera recuerdo el nombre, y una chica resumiendo su experiencia de un año en el que había leído a mujeres casi sin excepción. La emoción con la que lo contaba me animó a hacer lo mismo y empecé 2016 con Sara Mesa, Caitlin Moran, Svetlana Alexiévich, Natalia Ginzburg o Carmen Martín Gaite. No había estado tan enganchada a una saga literaria desde los tres primeros tomos de Juego de tronos.
La odisea de transformar el canon y aborrecer a Bukowski
Me he pasado la vida fascinada por las biografías de escritores taciturnos, misántropos, alcohólicos en el mejor de los casos, noctámbulos, de los que escriben en la cama, de los que piden que no se les moleste y que se les deje la comida en la puerta. Lamentablemente el mito del escritor romántico me llegó antes que el feminismo, pero aún a tiempo para entender que squien había dejado la comida en la puerta , seguramente, era una mujer; y, de paso, a tiempo también de preguntarme dónde están ellas, las autoras.
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Bukowski. Cuando estaba en la universidad, figuraba en la lista invisible de libros que todo aspirante a bohemio, letraherido o poeta tenía que leer (en un ambiente y a una edad en la que ninguna de estas categorías era objeto de mofa, sino de fascinación). Mis compañeros se zambullían en él con avidez, lo citaban, lo tomaban como ejemplo de espíritu libre y oscuro. Yo llevaba semanas peleándome con una antología sacada de la biblioteca, como haría luego, con peores resultados aún, con Mujeres. Leía y leía, y aquello se me quedaba en la garganta como un filete malo. Nunca lo confesé. ¿Bukowski? Un genio, por supuesto.
Después me di cuenta de que no era la única. Hace poco leí, en un artículo de Rebecca Solnit, una declaración de la escritora Dayna Tortorici: “Nunca olvidaré leer Post Office, de Bukowski, y sentirme horrible, la forma en que el narrador describía la consistencia de las feas piernas de mujer. Creo que fue la primera vez que sentí que un libro con el que me estaba intentando identificar me rechazaba”. Hasta que no he empezado, intencionadamente, a leer a escritoras, no he sido consciente ni de ese trabajo constante de identificación que llevaba realizando desde siempre ni de los malos modos con los que algún que otro libro me había expulsado de su interior. El pasado lunes, Día de las escritoras, una usuaria de Twitter describía así ese extraño efecto: “¿Conocéis la sensación de caminar muchos kilómetros con mucho peso y de pronto quitarte la mochila y sentir como si volaras?”.
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La biblioteca circular me ha obligado a rehacer mi canon literario, y los resultados de ponerles a ellos a la cola de la lista repercuten en la vida misma, porque, si bien hay cierta conciencia a la hora de abrazar o rechazar la ideología, a la cultura nos entregamos casi sin defensa, y la conectamos directamente a la experiencia y a la emoción con todas sus consecuencias.
Una experiencia
En su libro Todo sobre el amor, la escritora e intelectual estadounidense bell hooks —en minúsculas, porque prefiere que nos fijemos en sus ideas en lugar de su nombre— cuenta la sensación de aislamiento que la invadió tras la ruptura romántica más grave de su vida. Cuando se quedó sola, después de haber invertido gran parte de su energía en su pareja durante quince años, tuvo que enfrentarse a un vacío de relaciones íntimas que sus amigos y su familia no parecían poder suplir. Entregarse a su trabajo, la solución de muchas de las heroínas solteras que vemos en la televisión, no era para ella una solución viable: lo que necesitaba era calor, cariño, cuidado.
hooks construyó su equilibrio al tomar conciencia de la comunidad que la rodeaba, una comunidad que percibía como fragmentada por el patriarcado, la cultura de consumo y su propia negligencia. Amigos, vecinos, un hermano al que animó a mudarse a su ciudad: con distintos grados de intensidad, hooks comenzó a cuidar de sus lazos afectivos atendiendo a sus relaciones individuales, y al mismo tiempo insuflando vida a la idea de una red. Al sentirse parte de un todo aprendió a ser feliz sola y a estimar el sacrificio y el amor de las mujeres que siempre han sabido sacar adelante al mundo.
Un consejo: leer a mujeres es cuidarse
Leer a bell hooks, a Virginia Woolf, a Audrey Lorde, a Caitlin Moran y a Rebecca Solnit me enseña a entenderme y a valorar mi soledad. Nutrirse de las palabras de otras mujeres ayuda a articular lo que hasta ahora era abstracto. Pero lo mejor de pertenecer a una biblioteca circular, en la que los (excelentes) libros de mis amigas pasan rápidamente de unas manos a otras, es que me provee de un hueco dentro de una comunidad acogedora y consciente de sí misma. Leer también es cuidar(se).
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Leerlas me ha producido una sensación de crecimiento y de conquista. Han ensanchado el mundo al que creo tener derecho. Me han mostrado un amplio rango de personajes femeninos tratados con profundidad y respeto, que no apuntalan el carácter de los masculinos, sino que se sitúan en el centro de la narración. Personajes femeninos tratados, en definitiva, como seres humanos. Estas autoras han ampliado el concepto que tenía de lo que significa ser mujer —incluyendo experiencias que ignoro, como la de la mujer negra, la mujer pobre o la mujer trans—, y por lo tanto el que tenía de mí misma. Han alargado mis genealogías literarias y vitales. Me han dado espacio. Y un espacio compartido. Porque estas lecturas jamás hubieran tenido ese efecto profundo e intuyo que duradero de no haber ocurrido en grupo. En la alegría de mi amiga al recibir un libro nuevo —un lugar nuevo, una voz nueva, un yo nuevo—reconozco y legitimo mi propia alegría. En sus ojos brillantes al devolverlo, en sus “viva Chimamanda” o “qué tía, Rebecca Solnit” —porque entran a formar parte de la tribu y se las trata con esa cercanía— está ese extraño poder que yo misma he sentido entre sus páginas. La lectura es sin duda un proceso íntimo y silencioso. Pero hemos aprendido juntas que sus efectos son políticos y atronadores.
El otro lado de la luna
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*No se dice chichi es un grupo de lectura y autoconciencia feminista que se reúne en Madrid. No se dice chichi