Elecciones a la Casa Blanca
Un 11 de septiembre político
Un 11 de septiembre político. La comparación –entre el ascenso a la Casa Blanca de Donald Trump, por la vía democrática, y los atentados de Nueva York y Washington que, el 11 de septiembre de 2001, sumieron al siglo XXI en una era de terrorismo mundial y de guerras regionales– puede parecer obscena. Sin embargo, ambos acontecimientos están muy relacionados. No sólo por las similitudes en las fechas: al 9-11 (Nine-eleven u 11 de septiembre), responde sorprendentemente este 11-9” (Eleven-nine o 9 de novembre). La elección de Donald Trump como 45º presidente de Estados Unidos, contra los pronósticos demoscópicos, los análisis de los expertos y frente a la casi totalidad de reportajes e investigaciones periodísticas, supone un seísmo de consecuencias duraderas.
La victoria de un hombre al que los más calmados califican de populista y los más inquietos de neofascista, no es sino la derivada lógica, o cuando menos coherente, del ciclo abierto el 11 de septiembre y al que siguió la descabellada respuesta de los neoconservadores de la Administración Bush. George W. Bush, que se negó a apoyar a Donald Trump, votó en blanco este 8 de noviembre, según él mismo informó. Una declaración que estaba dirigida a hacer olvidar sus propias infamias, ya que el nuevo presidente Trump también es el monstruoso producto de los dos mandatos del conservador que ha prendido fuego a una parte del planeta.
Populista, personaje de telerrealidad, portavoz de una Norteamérica que siente rabia hacia un mundo que sólo percibe como una amenaza, multimillonario antiestablishment, Donald Trump es todo eso. Pero también es el heredero político de esos doctores Strangelove neoconservadoresdoctores Strangelove que, queriendo remodelar el mundo árabe musulmán e imponer por la guerra la pax americana, mediante la aplicación de políticas ultraliberales, han precipitado a Norteamérica y al planeta en un ciclo de tempestades, crisis y conflictos.
Por tanto, a estos neoconservadores expansionistas les sucede otra corriente que siempre ha funcionado en el seno de la derecha norteamericana: la que pone en práctica el proyecto de un aislacionismo guerrero, xenófobo y racista, prisionero y agresivo, para reivindicar mejor una “America Great Again”, lema de la campaña de Donald Trump. En ese sentido, el ascenso de Trump a la Casa Blanca no es sólo problema de EEUU. Es el episodio más espectacular e inquietante de un ciclo mundial en el que prevalecen los tambores de guerra, los odios, los repliegues identitarios, los nacionalismos sobre los grandes ideales de cooperación y de seguridad internacionales que han estructurado más o menos el mundo tras la Segunda Guerra Mundial.
Los especialistas sin lugar a dudas cuestionarán las comparaciones, habida cuenta de las notables especificidades nacionales. Pero, ¿cómo no hacer hincapié en los efectos acústicos derivados: Trump y la rigidez del régimen Putin; Trump y el Gobierno ultraconservador polaco; Trump y el Gobierno húngaro de Viktor Orban; Trump y la decisión británica del Brexit; Trump y la locura populista homicida del nuevo presidente filipino Rodrigo Duterte y, por último, Trump y el inexorable ascenso del Frente Nacional en Francia, el partido de ultraderecha que está a las puertas de hacerse con el Gobierno y copando buena parte del espectro ideológico...
Los más optimistas se tranquilizarán destacando que las elecciones norteamericanas del 8 de noviembre son nacionales. Sí, Trump ha dinamitado un sistema político norteamericano (la oligarquía de Washington) muy rechazado. Sí, Trump, gracias a que ha sabido sacar partido con habilidad a la furia del Tea Party y al violentar a un Partido Republicano átono, ha salido victorioso del atraco a que ha sometido a la derecha americana apoyándose en el electorado y enfrentándose a los aparatos y los representantes políticos. Sí, Trump con la liberación de los demonios de la opinión ha roto todos los códigos de la política. Sí, Trump, con sus ataques virulentos contra Hillary Clinton, ha puesto de manifiesto las flaquezas de una candidata demócrata que representa la fusión de la política, de los negocios y de los juegos dinásticos: lo que un amplio sector del electorado demócrata rechazó al mantener como candidato en las primarias, hasta el último momento, a Bernie Sanders.
Pero esta victoria también habla del agotamiento general de los sistemas políticos del mundo occidental y de la manera en que la ultraderecha, estos últimos 15 años, se ha instalado en el centro del panorama ideológico. A la odiada burbuja de Washington, le responde la burbuja bruselense en plena crisis, la de las instituciones europeas impotentes salvo cuando se trata de imponer políticas liberales. Al terrible rechazo inflingido a Hillary Clinton, responden las derrotas en serie de dirigentes europeos cuya historia, itinerarios y compromisos son similares. A la crisis del sistema político americano, responde el agotamiento de la V República francesa. En ese sentido, la elección de Donald Trump es también un asunto europeo, el de las élites políticas en las que hace tiempo que el electorado puso sus esperanzas.
Porque Trump, monstruoso heredero de la era Bush también es el vencedor que viene a subrayar la debilidad de la izquierda americana. No llamemos socialdemocracia a esta izquierda más cercana al progresismo que tratan de teorizar en Francia los Manuel Valls, los François Hollande o los Emmanuel Macron de turno, que esperan salvarse de un desastre programado. Pero más allá del ensañamiento racista republicano contra Barack Obama, ¿cómo hacer oídos sordos al flaco balance del presidente saliente?
La izquierda de Obama y de Clinton, al igual que –valgan las comparaciones–la socialdemocracia europea, lo único que ha hecho es prorrogar políticas de hace 30 años. Reformas sociales, algunas políticas sociales de protección y de redistribución, inmovilismo institucional y de presentación política mortífera... y, a cambio, los países se han sumido en la mundialización financiera; las desigualdades sociales han ido a más en la última década hasta alcanzar cifras sin parangón; las reformas de los mercados laborales han precarizado a unos asalariados ya sometidos a dumping mundial; guerras que por efecto boomerang instalan el terrorismo en el centro de estas mismas sociedades.
El balance es terrible porque, una vez más, habla del fracaso de la izquierda o de las filas progresistas aferrados a un software caducado, incapaz de pensar en la nueva problemática social, las transformaciones del mundo del trabajo, las vías de reglamentación de una economía abierta y globalizada, los nuevos modos de implicación y de compromiso de los ciudadanos en la política. Esta insensibilidad a los cambios acelerados, a las nuevas demandas sociales es la que deja vía libre a los ultras y a las ultraderechas.
Porque más allá de las múltiples monstruosidades de su campaña, Donald Trump también ha conseguido triangular a la perfección las cuestiones que también podría defender parte de la izquierda y que se han destacado menos: denuncia de los acuerdos de libre comercio, denuncia del dumping social, promesas de protección de los trabajadores; denuncia de una oligarquía financiera pero también de sus empresas bélicas. Que esas cuestiones las haya presentado un hombre de negocios multimillonario, racista, sexista y xenófobo no hace sino amplificar la hecatombe en las filas progresistas.
De modo que, los más optimistas tratan de tranquilizarse. El furioso de Trump va a entrar rápidamente en razón. Su inexperiencia política –nunca antes había sido elegido en las urnas–, el peso de la tecnoestructura y de la burbuja de Washington, las presiones de los mercados y de una parte de los republicanos verán cómo el populista echa en olvido una parte importante de su programa y vuelve a la senda tranquila de la derecha conservadora de Gobierno.
En este punto, nada permite afirmarlo así. Es más, se puede decir incluso lo contrario. En 18 meses de campaña, Donald Trump sólo se ha preocupado de sí mismo, ha rechazado cualquier compromiso con el aparato republicano, con sus competidores y con el Washington odiado. ¿Quién forma parte de su entorno, quiénes sus asesores? “Me pregunto a mí mismo”, respondía hace unos días. Ese “yo mismo presidente” que supone hoy una nueva amenaza para el mundo.
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Traducción: Mariola Moreno
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