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Desde la tramoya

Contra la reforma de la Constitución, y no es lo que parece

La Constitución que tenemos es un texto relativamente joven, que sólo tiene 38 años –una edad mucho menor que las de otras cartas fundamentales de Occidente que son bicentenarias–. Pero es, sin embargo, una Constitución caduca y casposa como pocas, porque fue redactada como resultado de un consenso forjado y forzado bajo la amenaza del franquismo aún resistente, de las pulsiones nacionalistas y del terrorismo de ETA.

Como su redacción fue una filigrana, no nos hemos atrevido a cambiarlas, de manera que hoy la Constitución esconde pifias sorprendentes,  como la admisión de la pena de muerte, la obligatoriedad del servicio militar, las vacaciones parlamentarias de tres meses, la desigualdad de género más flagrante (en el acceso al trono), y atropellos similares.

Es cierto que cuando ha habido una mayoría parlamentaria que acordara cambiarla, la Constitución se ha modificado sin problema: fue en 1992, para una mera cuestión técnica referida al sufragio pasivo de los no españoles; y, por supuesto, en 2011 para asumir como "prioridad absoluta" el pago de los créditos y los intereses de la deuda pública. Alemania y sus socios europeos presionaron así a España e hicieron bajarse los pantalones al entonces presidente Zapatero, para que aceptara la política de austeridad comunitaria.

Pero en España hoy no habría manera de encontrar consenso en los asuntos cruciales que se supone que tenemos que resolver (aunque ninguno de ellos suscita pasiones en la población).

Pongamos que se sientan los partidos en una nueva Comisión Parlamentaria para la Reforma de la Constitución, o que llamamos a sus expertos a debatir sobre ella.

El Senado. ¿Qué hacemos con el Senado? ¿Lo cerramos, o lo reforzamos? ¿Van a aceptar los nacionalistas que la voz de Euskadi, de Cataluña o de Galicia tenga un mayor peso que la de Murcia o de la Extremadura? ¿Aceptarían éstas últimas un trato discriminatorio por no ser históricas?

El Senado sería uno de los elementos de una modificación de la estructura territorial del Estado. Pero, ¿aceptaría el Partido Popular que España fuera un Estado Federal, formado, quién sabe, por naciones o por estados, como sucede en México o en Estados Unidos?

Y los nacionalistas y los partidos de Izquierda, como Podemos, Izquierda Unida e incluso el PSOE, ¿van a tolerar que se siga afirmando la monarquía como forma del Estado, con todas sus prerrogativas?

¿Acaso alguien de la derecha va a tolerar que se blinden los derechos sociales de la gente antes de blindar, como se hizo en el 11 con la deuda pública? ¿Cederían los vascos y los navarros su enorme privilegio en la financiación autonómica, materializado en el concierto económico y su "cupo", que ansían también los catalanes y los madrileños y los baleares?

¿Permitirá el Partido Popular que la izquierda exija la supresión de la mención a la Iglesia católica como religión privilegiada? ¿O cedería la izquierda ese pequeño detalle?

La tentación impetuosa de los opinantes en estos casos es conminar a "que los políticos se sienten y se pongan de acuerdo, que para eso les pagamos". Pero eso es una gilipollez, con perdón. Porque no pagamos a los políticos para que se pongan de acuerdo, sino para que nos representen en la defensa de nuestras propias visiones, casi siempre diversas y muchas veces irreconciliables.

Pretender que los partidos que hoy representan a España con toda su variedad en el Congreso se pongan de acuerdo, es como esperar que seis familias de ideologías enfrentadas queden a cenar y acuerden cómo organizar e Estado. No seamos hipócritas ni paletos: no hay en estos momentos la más mínima posibilidad de ponernos de acuerdo en una reforma sustancial e integral de la Constitución, porque nuestras visiones de España son demasiado distintas y contradictorias.

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