Teatro

Rehabilitar a Jardiel Poncela

Jacobo Dicenta en 'Jardiel, un escritor de ida y vuelta', dirigida por Ernesto Caballero.

"Tenemos una idea distorsionada de la figura de un escritor que se comprometió con su arte hasta el punto de que casi le cuesta la vida. Y que tenía una posición moral o ideológica mucho más compleja del sambenito que se le cuelga". Habla, así de vehemente, Ernesto Caballero, director del Centro Dramático Nacional (centro dependiente del Ministerio de Cultura) y también de Jardiel, un escritor de ida y vuelta, la obra que ahora presenta ante la prensa. Es una versión fiel, pese al cambio en el título, de Un marido de ida y vuelta (del 16 de diciembre al 12 de febrero en el María Guerrero de Madrid). Su autor, el ambiguo personaje del que habla, es Enrique Jardiel Poncela (Madrid 1901-1952). El propósito de Caballero está claro: "Es uno de los autores más destacados del siglo XX y es justo y necesario que el teatro español le presente como se merece". Pero recuperar a Jardiel es más que eso. Es rehabilitarle. 

El autor teatral se definía a sí mismo como “un hombre feo, bajito y verdoso”. Pero otros se encargaron de añadir a esa descripción más adjetivos, entre ellos, fascista y misógino. Lo segundo se explica rápido: sus personajes femeninos tienen una clara tendencia al infantilismo y la manipulación, y es autor del citas como "El secreto del alma de las mujeres consiste en carecer de ella en absoluto". En lo primero se tarda algo más: Jardiel Poncela se instaló en 1938 en el San Sebastián del bando sublevado, tras dos años emigrado en Argentina, y siguió escribiendo y estrenando con el consentimiento y la censura del régimen hasta su muerte prematura. Su filiación con el franquismo situó su obra en una posición incómoda cuando, con la llegada de la democracia, comenzó a recuperarse una memoria cultural perdida. Sus compañeros de izquierdas exiliados a Latinoamérica eran rescatados de un olvido refrendado por la dictadura, mientras a él su relación con el régimen le convertía en una figura incómoda, de difícil reivindicación. 

Tanto, que gran parte del coloquio con el equipo de la función se pasa hablando de las ideas, y no de la obra, de Jardiel Poncela. Caballero recuerda, para quitar hierro a ese calificativo de fascista que flota sobre el autor, una declaración ideológica del propio dramaturgo: "Me definí a mí mismo no de un modo positivo, sino de un modo negativo. No me dije: yo soy esto, sino que me dije: yo no soy esto. Más claro; yo no me sentí hombre de 'derechas', ni 'fascista', ni 'tradicionalista', ni 'falangista', etc., etc. Yo me sentí únicamente anti-izquierdista de las izquierdas españolas. Y ello por puro patriotismo; por puro y exclusivo amor a España". Sus colegas no se lo perdonaron y trataron de boicotear su posible carrera en las Américas. "Fue incomprendido y lo sigue siendo en un mundo que se mueve en un revanchismo de tebeo, en el guerracivilismo", dice Caballero. 

Para solucionarlo, el Centro Dramático Nacional pone en pie una comedia con un elenco de 14 actores con Jacobo Dicenta a la cabeza como trasunto del autor y Lucía Quintana como su interés amoroso —los grandes elencos y los decorados necesarios, este de Paco Azorín, para montar sus obras son dos motivos más para su olvido—. En ella, Jardiel expone un argumento tan estridente y tan lúcido que sería plagiado después por Noel Coward en Un espíritu burlón, una de las comedias inglesas de más éxito: cuando Pepe muere, su caprichosa mujer se casa con Paco, amigo del finado... hasta que aquel vuelve del más allá para volver a ocupar su lugar. 

Humoristas aristócratas

El dramaturgo no estaba solo en su postura política. "De derechas", apuntaba en un artículo el crítico teatral Marcos Ordóñez, "fueron casi todos los grandes humoristas españoles: Fernández Florez, Camba, Arniches, Gómez de la Serna, Tono, Mihura, López Rubio y Luis Sánchez Polack". Y trataba de darle explicación a esta tendencia en otro texto Juan A. Ríos Carratalá, de la Universidad de Alicante: "La adhesión de [Mihura, Jardiel Poncela y Edgar Neville] a la sublevación es un intento de preservar unos privilegios, no sólo económicos, incompatibles con la toma del poder por parte de 'la chusma' objeto de sus sátiras". "Ningún artista verdadero puede ser comunista; el arte no existe sin un sentido de la aristocracia. Y las cosas bellas jamás pueden ser un bien común", escribió Jardiel. Había vivido, además, un episodio desagradable durante la guerra: en agosto del 36 fue detenido e interrogado en una checa por ocultar, supuestamente, al exministro de la Segunda República Rafael Salazar Alonso. La distancia entre el escritor y la izquierda sería ya insalvable. 

La relación con la derecha sería mucho menos clara. Lo contaba brillantemente Eduardo Haro Tecglen: "Enrique Jardiel Poncela creyó ser un hombre de derechas y luego ocurrió que, o bien él no lo era, o bien la derecha se sobrepasó en sus pretensiones durante los años treinta". Cuando la derecha con la que se identificaba triunfó, sus novelas escritas de la Guerra Civil —Amor se escribe sin hache (1928), Espérame en Siberia, vida mía (1929), Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1931), La tournée de Dios (1932)— fueron inmediatamente prohibidas por inmorales. "Todo lo que intentaba escribir Jardiel desde el 'Año de la Victoria' era imposible. Peor aún: su técnica, su idioma, su sistema de ideologías, se había hecho inútil", escribe de nuevo Tecglen.

Las mismas desavenencias encontraría con la censura teatral a partir de 1941, cuando los católicos ultraderechistas se hicieron con los Servicios de Prensa y Propaganda. Las cinco advertencias de Satanás y Usted tiene ojos de mujer fatal, autorizadas en 1939, se prohibieron en 1943, como apunta la documentalista teatral Berta Muñoz. Durante unos meses se censuró también Madre (el drama padre), que luego se permitió con cortes. Las mismas mutilaciones sufrieron Cuatro corazones con freno y marcha atrás (cuyo título original, Morirse es un error, se vio obligado a cambiar), Una noche de primavera sin sueñoMargarita, Armando y su padre. En las cartas enviadas para solicitar la autorización, Jardiel utilizaba inútilmente toda la palabrería falangista: "Saludando brazo en alto", "1939. III año triunfal", su número de afiliación al partido. 

"Melancolía socarrona"

Volvamos al María Guerrero. La cuestión sería, con todo, si hay algo en su obra que chirríe, si estas ideas se transparentan en sus textos. La respuesta, dice el equipo, es "no". El actor Paco Déniz se indigna: "Si pasamos los textos por la dictadura de la actualidad, olvidamos nuestra historia. Porque a veces creemos que estamos progresando y lo que hacemos es taparnos los ojos y los oídos". Macarena Sanz y Luis Flor, dos de los intérpretes más jóvenes, defienden que el tono y el humor de Jardiel es "actual" y "se entiende perfectamente". "Tengo varios amigos que son fans", dice la actriz. 

Los cuentos ácidos de Edgar Neville

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Una de las claves de su teatro es, sin embargo, la desigualdad. Marcos Ordóñez explica que "en sus novelas y comedias encontramos lo mejor y lo peor de su carácter: altísimos vuelos de un humorismo vanguardista art déco, alternando con zafiedades ideológicas y concesiones psicologistas para retener al público en la sala". Hay, entre sus más de treinta piezas, cinco o seis "francamente atroces" —incluyendo algunas machistas sin remedio— y otras tantas obras maestras. Un marido de ida y vuelta, defiende Ernesto Caballero, está entre estas últimas. Y ese era el propósito del propio autor: "Está considerada en mi interior como una obra de arte todo lo perfecta que permite nuestra imperfecta condición humana de creadores".

Llegamos entonces al principal motivo por el que recuperar a un escritor ambiguo, escurridizo, asimétrico: el humor. "Es un gran innovador del teatro", dice el director, "La comedia para él no son unos cuantos haciendo gracias, sino un artefacto que solo puede llegar a buen puerto si se hace de manera colectiva". Donde había realismo, muchas veces apagado, él abrazó lo inverosímil, casi el surrealismo, y el esfuerzo minucioso por establecer una lógica interna que lo justificara, siempre entre las risas del público. Su "melancolía socarrona" (son palabras de Jacobo Dicenta)  le acompañarían a la tumba. Murió aplastado por las deudas de mal inversor, debiendo dinero aquí y allá, escribiendo para malvivir y viceversa. Su epitafio le saldó la cuenta: "Si queréis los mayores elogios, moríos".

 

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