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Estados Unidos

Discurso íntegro de despedida

Barack Obama

Es bueno estar en casa. Mis conciudadanos, Michelle y yo nos sentimos conmovidos por todos los buenos deseos que hemos recibido en las últimas semanas. Pero esta noche, es mi turno para decir gracias. Ya sea cuando nuestras posturas hayan coincidido o cuando no hayamos estado de acuerdo en lo absoluto, mis conversaciones con ustedes, el pueblo estadounidense —en salones y escuelas, en las granjas y en las fábricas, en los comedores y en puestos avanzados— son lo que me han mantenido honesto, inspirado y motivado. Cada día, aprendí de ustedes. Ustedes me hicieron un mejor presidente, me hicieron un mejor hombre.

Vine por primera vez a Chicago poco después de cumplir 20 años, cuando aún intentaba averiguar quién era. Buscando un propósito para mi vida. Fue en los barrios no lejos de aquí donde empecé a trabajar con grupos de la iglesia a las sombras de las fundiciones de acero cerradas. Fue en estas calles donde fui testigo de la fuerza de la fe y la dignidad tranquila de los trabajadores ante las dificultades y la pérdida. Aquí es donde aprendí que el cambio sólo ocurre cuando la gente se involucra, se compromete y se une para exigirlo.

Después de ocho años como presidente, sigo creyendo eso. Y no es sólo mi opinión. Es el corazón de nuestra idea estadounidense , nuestro osado experimento de autonomía.

Es la convicción de que todos somos creados iguales, dotados por nuestro creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Es la insistencia en que estos derechos, aunque son evidentes, nunca se han aplicado de forma automática; que nosotros, el pueblo, mediante el instrumento de nuestra democracia, podemos formar una unión más perfecta.

Este es el gran don que nuestros fundadores nos dieron. La libertad de perseguir nuestros sueños individuales a través de nuestro sudor, trabajo e imaginación y el imperativo de luchar juntos para lograr un bien mayor.

Durante 240 años, el llamado de nuestra nación a la ciudadanía le ha dado trabajo y propósito a cada nueva generación. Es lo que llevó a los patriotas a elegir la república sobre la tiranía, a los pioneros a irse al oeste, a los esclavos a desafiar aquel precario ferrocarril para conseguir la libertad. Es lo que atrajo a inmigrantes y refugiados desde más allá de los océanos y el Río Bravo, impulsó a las mujeres a luchar por el voto, estimuló a los trabajadores a organizarse. Por eso nuestros soldados dieron sus vidas en la playa Omaha y en Iwo Jima, en Irak y Afganistán, y es por eso que hombres y mujeres desde Selma hasta Stonewall estaban preparados para dar las suyas.

Eso es lo que queremos decir cuando decimos que Estados Unidos es excepcional. No es que nuestra nación haya sido impecable desde el inicio, sino que hemos demostrado la capacidad de cambiar y mejorar la vida de aquellos que vienen después.

Es cierto, nuestro progreso ha sido desigual. La labor de la democracia siempre ha sido difícil, polémica y a veces sangrienta. Por cada dos pasos adelante, a menudo se siente que damos un paso atrás. Pero el largo recorrido de Estados Unidos ha sido definido por el movimiento de avance, por una constante ampliación de nuestro credo constitucional para aceptar a todos, y no sólo a unos cuantos.

Si les hubiera dicho hace ocho años que Estados Unidos saldría de una gran recesión, restablecería nuestra industria automotriz y daría pie al período más largo de creación de empleos en nuestra historia… Si les hubiera dicho que abriríamos un nuevo capítulo con el pueblo cubano, cerraríamos el programa nuclear de Irán sin disparar un tiro y eliminaríamos al cerebro de los atentados del 11 de septiembre… Si les hubiera dicho que íbamos a conseguir la igualdad en el matrimonio y garantizaríamos el derecho al seguro de salud para otros 20 millones de nuestros conciudadanos, ustedes podrían haber dicho que estábamos apuntando demasiado alto.

Pero eso es lo que hicimos. Eso es lo que ustedes hicieron. Ustedes fueron el cambio. Ustedes respondieron a las esperanzas de las personas y, por ustedes, en casi todos los aspectos, Estados Unidos es un lugar mejor, más fuerte de lo que era cuando empezamos.

En diez días, el mundo será testigo de un rasgo distintivo de nuestra democracia: la transferencia pacífica del poder de un presidente elegido libremente al siguiente. Le prometí al presidente electo Trump que mi administración garantizaría una transición sin problemas, los mismo que el presidente Bush hizo por mí. Porque a todos nos corresponde asegurarnos de que nuestro gobierno pueda ayudarnos a superar los numerosos desafíos que enfrentamos.

Tenemos lo que necesitamos para hacerlo. Después de todo, seguimos siendo la nación más rica, más poderosa, y más respetada del mundo. Nuestra juventud y nuestro ímpetu, nuestra diversidad y apertura, nuestra ilimitada capacidad de riesgo y reinvención significan que el futuro debe ser nuestro.

Pero este potencial sólo se hará realidad si nuestra democracia funciona. Sólo si nuestra política refleja la decencia de nuestro pueblo. Sólo si todos nosotros, independientemente de nuestra afiliación política o interés particular, ayudamos a restaurar el sentido de propósito común que tanto necesitamos en este momento.

Eso es en lo que quiero centrarme esta noche: el estado de nuestra democracia.

Debemos entender que la democracia no exige la uniformidad. Nuestros fundadores discutieron y se comprometieron, y esperaban que nosotros hiciéramos lo mismo. Pero sabían que la democracia sí exige un sentido básico de la solidaridad. La idea de que, a pesar de todas nuestras diferencias externas, estamos todos juntos en esto; que avanzamos o fracasamos como uno sólo.

Ha habido momentos a lo largo de nuestra historia que amenazaron con romper esa solidaridad. El comienzo de este siglo fue uno de esos momentos. Un mundo cada vez más pequeño, la creciente desigualdad. El cambio demográfico y el fantasma del terrorismo: estas fuerzas no sólo han puesto a prueba nuestra seguridad y prosperidad, sino nuestra democracia. Y la forma en que enfrentemos estos desafíos para nuestra democracia determinará nuestra capacidad para educar a nuestros hijos, crear buenos empleos y proteger nuestra patria.

En otras palabras, determinará nuestro futuro.

Nuestra democracia no funcionará sin el conocimiento de que todo el mundo tiene oportunidades económicas. Hoy en día, la economía está creciendo nuevamente; los salarios, los ingresos, los valores de las viviendas, y las cuentas de jubilación están aumentando de nuevo; la pobreza está disminuyendo de nuevo. Los ricos están pagando una parte más justa de los impuestos, incluso en momentos en que el mercado de valores está rompiendo récords. La tasa de desempleo está cerca de su nivel más bajo en diez años. La tasa de no asegurados nunca ha sido menor. Los costos del cuidado de la salud están aumentando al ritmo más lento en 50 años. Y si alguien puede idear un plan que sea manifiestamente mejor que las mejoras que le hemos hecho a nuestro sistema de atención de la salud, que cubre a tantas personas a un menor costo, yo lo apoyaré públicamente.

Después de todo, ése es el motivo por el cual servimos: para mejorar la vida de las personas, no empeorarla.

Pero a pesar de todo el verdadero progreso que hemos logrado, sabemos que no es suficiente. Nuestra economía no funciona tan bien o crecen tan rápidamente cuando unos pocos prosperan a costa de una creciente clase media. Pero la cruda desigualdad también es corrosiva para nuestros principios democráticos. Mientras que el 1% superior ha amasado una parte mayor de la riqueza y los ingresos, muchas familias, en el interior de las ciudades y condados rurales, han quedado atrás —el trabajador despedido de la fábrica, la camarera y trabajador de la salud que luchan para pagar las cuentas— convencidos de que el juego está amañado en contra de ellos, que su gobierno sólo sirve a los intereses de los poderosos: una receta para más cinismo y polarización en nuestra política.

No hay soluciones rápidas a esta tendencia de largo plazo. Estoy de acuerdo en que nuestro comercio debe ser justo y no sólo libre. Pero la próxima ola de desarticulación económica no vendrá del extranjero. Vendrá del ritmo trepidante de la automatización que volverá obsoletos muchos buenos empleos de clase media.

Y, entonces, debemos forjar un nuevo pacto social para garantizarles a todos nuestros hijos la educación que necesitan, para darles a los trabajadores la facultad de sindicarse por conseguir mejores salarios, para actualizar la red de seguridad social de forma que refleje la manera en que vivimos ahora y hacer más reformas al código tributario para que las empresas y los individuos que obtienen el máximo provecho de la nueva economía no eludan sus obligaciones para con el país que hizo posible su éxito. Podemos discutir sobre la mejor manera de lograr estos objetivos. Pero no podemos descuidarnos respecto a los objetivos en sí mismos. Si no creamos oportunidades para todos, el descontento y la división que han obstaculizado nuestro progreso se agudizarán en los años venideros.

Hay una segunda amenaza para nuestra democracia, una que es tan antigua como nuestra propia nación. Después de mi elección, se hablaba de una nación postracial. Esa visión, por bien intencionada que haya sido, nunca fue realista. La raza sigue siendo una fuerza potente y a menudo divisoria en nuestra sociedad. He vivido el tiempo suficiente para saber que las relaciones raciales son mejores que lo que eran diez o veinte o treinta años atrás. Se puede ver no sólo en las estadísticas, sino en las actitudes de los jóvenes estadounidenses de todo el espectro político.

  Si cada cuestión económica se enmarca como una lucha entre una clase media blanca trabajadora y las minorías, todos los trabajadores terminarán luchando por migajas mientras los ricos se retiran aún más en sus enclaves privados

Pero no estamos donde debemos estar. Todos tenemos más trabajo que hacer. Después de todo, si cada cuestión económica se enmarca como una lucha entre una clase media blanca trabajadora y las minorías, entonces los trabajadores de la más diversa índole terminarán luchando por migajas mientras los ricos se retiran aún más en sus enclaves privados. Si nos abstenemos de invertir en los hijos de inmigrantes, sólo porque no se parecen a nosotros, disminuyen las perspectivas de nuestros propios hijos, porque esos niños morenos representarán una mayor proporción de la fuerza laboral de Estados Unidos. Y nuestra economía no tiene que ser un juego de suma cero. El año pasado, los ingresos aumentaron para todas las razas, todas las edades, tanto para los hombres como para las mujeres.

En lo adelante, debemos respetar las leyes contra la discriminación en la contratación, en la vivienda, en la educación y en el sistema de justicia penal. Eso es lo que nuestra Constitución y nuestros más altos ideales requieren. Pero las leyes por sí solas no serán suficientes. Los corazones deben cambiar. Si queremos que nuestra democracia funcione en esta nación cada vez más diversa, cada uno de nosotros debe tratar de seguir los consejos de uno de los grandes personajes de la ficción estadounidense, Atticus Finch, quien dijo que "uno no entiende a los demás hasta que no considera las cosas desde su punto de vista ... hasta que no se mete bajo su piel y camina con ella por la vida".

Para los negros y otras minorías, significa unir nuestras propias luchas por la justicia a los desafíos que mucha gente en este país enfrenta: los refugiados, los inmigrantes, los pobres de las zonas rurales, las personas transgénero y también el hombre blanco de mediana edad quien desde el exterior puede parecer que tiene todas las ventajas, pero quien ha visto su mundo trastocado por los cambios económicos, culturales, y tecnológicos.

Para los norteamericanos blancos, significa reconocer que los efectos de la esclavitud y Jim Crow no desaparecieron repentinamente en los años 60; que cuando los grupos minoritarios expresan descontento, no están simplemente practicando el racismo inverso o la corrección política; que cuando protestan de forma pacífica, no están exigiendo un trato especial, sino la igualdad de trato que nuestros fundadores prometieron.

Para los estadounidenses nativos, significa recordar que los estereotipos acerca de los inmigrantes de hoy se dijeron, casi palabra por palabra, sobre los irlandeses, italianos y polacos. Estados Unidos no se debilitó por la presencia de estos recién llegados; ellos adoptaron el credo de esta nación, y éste se fortaleció.

Así que, independientemente del lugar que ocupemos, tenemos que esforzarnos más. Empezar con la premisa de que cada uno de nuestros conciudadanos ama a este país tanto como nosotros, que valora el trabajo y la familia como nosotros, que sus hijos son tan curiosos, ilusionados y dignos de amor como los nuestros.

Nada de esto es fácil. Para muchos de nosotros, es más seguro refugiarnos en nuestras propias burbujas, ya sea en nuestros barrios o campus universitarios o lugares de culto o nuestros redes sociales, rodeados de personas que son como nosotros y comparten la misma perspectiva política y nunca rebaten nuestros presupuestos. El aumento del partidismo manifiesto, el aumento de la estratificación económica y regional, la fragmentación de nuestros medios de comunicación en canales para todos los gustos, todo esto hace que esta gran separación parezca natural, incluso inevitable. Y cada vez más, estamos tan seguros en nuestras burbujas que sólo aceptamos información, ya sea verdadera o no, que se adapte a nuestras opiniones, en lugar de basar nuestras opiniones sobre las pruebas que existen.

Esta tendencia representa una tercera amenaza para nuestra democracia. La política es una batalla de ideas. En el curso de un debate saludable priorizamos objetivos diferentes y los distintos medios para alcanzarlos. Pero sin una base común de hechos, sin la voluntad de admitir nueva información y reconocer que el oponente tiene razón y que la ciencia y la razón son importantes, seguiremos hablando sin entendernos, haciendo que los puntos en común y el compromiso sean imposibles.

¿No es eso parte de lo que hace la política tan desmoralizante? ¿Cómo pueden los funcionarios electos debatir tan apasionadamente sobre los déficits cuando nos proponemos gastar dinero en la educación preescolar para los niños, pero no cuando estamos reduciendo los impuestos a las empresas? ¿Cómo podemos excusar los lapsos éticos en nuestro propio partido, pero saltar cuando el otro partido hace lo mismo? No es sólo deshonesto: esta separación selectiva de los hechos es contraproducente. Porque como mi madre me decía, la realidad siempre te alcanza.

  Sin medidas más audaces, nuestros niños no tienen tiempo para debatir la existencia del cambio climático; estarán ocupados luchando contra sus efectos

Tomemos, por ejemplo, el desafío del cambio climático. En apenas ocho años, hemos reducido nuestra dependencia del petróleo extranjero, duplicado nuestra energía renovable, y llevado al mundo a un acuerdo que tiene la promesa de salvar este planeta. Pero sin medidas más audaces, nuestros niños no tienen tiempo para debatir la existencia del cambio climático; estarán ocupados luchando contra sus efectos: desastres ambientales y económicos y oleadas de refugiados climáticos.

Ahora podemos y debemos discutir sobre el mejor enfoque hacia el problema. Pero simplemente negar el problema no sólo traiciona a las generaciones futuras: traiciona el espíritu esencial de la innovación y la solución práctica de problemas que guió a nuestros Fundadores.

Es ese espíritu, nacido de la Ilustración, el que nos convirtió en una potencia económica, el espíritu que tomó vuelo en el Kitty Hawk y en Cabo Cañaveral; el espíritu que cura las enfermedades y pone un ordenador en cada bolsillo.

Es ese espíritu —la fe en la razón, y la empresa y la primacía del derecho sobre la fuerza— lo que nos permitió resistir la atracción del fascismo y la tiranía durante la Gran Depresión, y construir un orden posterior a la II Guerra Mundial con otras democracias, un orden basado no sólo en el poder militar o las afiliaciones nacionales, sino en principios: el Estado de Derecho, los derechos humanos, las libertades de religión, expresión, reunión y una prensa independiente.

Ese orden ahora está siendo desafiado. Primero por violentos fanáticos que dicen hablar en nombre del islam; más recientemente por autócratas en capitales extranjeras que ven en los mercados libres, las democracias abiertas y la propia sociedad civil una amenaza para su poder. El peligro que cada uno plantea a nuestra democracia va más allá de la explosión de un coche bomba o un misil. Representa el miedo al cambio, el temor de las personas que ven o hablan u oran de manera diferente. Un desprecio al Estado de Derecho que les exigen cuentas a los dirigentes responsables; una intolerancia contra la disensión y el pensamiento libre; la creencia de que la espada o la pistola o la bomba o la maquinaria de propaganda es el árbitro supremo de lo que es verdadero y lo que es correcto.

Gracias a la extraordinaria valentía de nuestros hombres y mujeres de uniforme, y a los oficiales de inteligencia, autoridades policiales y diplomáticos que los apoyan, ninguna organización terrorista extranjera ha planificado y ejecutado con éxito un ataque contra nuestra patria en estos últimos ocho años. Y aunque Boston y Orlando nos recuerdan cuán peligrosa puede ser la radicalización, nuestros organismos encargados de hacer cumplir la ley son más eficaces y vigilantes que nunca. Hemos eliminado a decenas de miles de terroristas, incluido Osama bin Laden. La coalición mundial que encabezamos contra el Estado Islámico ha eliminado a sus líderes, y les ha arrebatado cerca de la mitad de su territorio. El Estado Islámico será destruido y nadie que amenace a Estados Unidos jamás estará seguro. A todos los que sirven en nuestro Ejército, ha sido el honor de mi vida ser su Comandante en Jefe.

Pero la protección de nuestra forma de vida requiere de más que nuestros militares. La democracia puede debilitarse cuando cedemos ante el miedo. Por lo tanto, al igual que, como ciudadanos, debemos permanecer vigilantes contra la agresión externa, debemos estar en guardia contra un debilitamiento de los valores que nos hacen ser quienes somos. Por eso, durante los últimos ocho años, he trabajado para darle a la lucha contra el terrorismo una firme base jurídica. Por eso hemos terminado la tortura, trabajado para cerrar Guantánamo, y reformar nuestras leyes que rigen la vigilancia para proteger la privacidad y las libertades civiles. Es por eso que rechazo la discriminación contra los estadounidenses musulmanes. Es por eso que no podemos retirarnos del combate mundial para expandir la democracia y los derechos humanos, los derechos de la mujer, y los derechos de las personas LGBT, no importa cuán imperfectos sean nuestros esfuerzos, no importa cuán oportuno pueda parecer hacer caso omiso a esos valores. Pues la lucha contra el extremismo, la intolerancia y el sectarismo son parte de la lucha contra el autoritarismo y la agresión nacionalista. Si el alcance de la libertad y el respeto al estado de derecho se reducen en todo el mundo, la posibilidad de una guerra dentro y entre las naciones aumenta y nuestras propias libertades eventualmente se verán amenazadas.

Así que debemos estar alertas, pero no debemos tener miedo. El Estado Islámico intentará matar a personas inocentes. Pero no puede derrotar a Estados Unidos a menos que traicionemos nuestra Constitución y nuestros principios en la lucha. Rivales como Rusia o China no pueden igualar nuestra influencia en todo el mundo, a menos que renunciemos lo que representamos y nos convirtamos en un país grande que intimida a sus vecinos más pequeños.

  Nuestra democracia se ve amenazada cada vez que damos por sentada su existencia

Lo que me lleva a mi último punto: nuestra democracia se ve amenazada cada vez que damos por sentada su existencia. Todos nosotros, independientemente del partido, deberíamos darnos a la tarea de reconstruir nuestras instituciones democráticas. Cuando las tasas de votación están entre las más bajas entre las democracias avanzadas, deberíamos simplificar, no dificultar, el voto. Cuando la confianza en nuestras instituciones es baja, debemos reducir la influencia corrosiva del dinero en nuestra política e insistir en los principios de transparencia y ética en el servicio público. Cuando el Congreso es disfuncional, debemos hacer que nuestros distritos alienten a los políticos a satisfacer el sentido común y no los extremos rígidos.

Y todo ello depende de nuestra participación, de cada uno de nosotros acepte la responsabilidad de la ciudadanía, independientemente de la forma en que se mueva el péndulo del poder.

Nuestra Constitución es un importante y hermoso regalo. Pero realmente es sólo un pedazo de pergamino. No tiene ningún poder por sí mismo. Nosotros, el pueblo, le damos el poder con nuestra participación y las decisiones que tomamos. Si defendemos o no nuestras libertades. Si respetamos o no el estado de derecho. Estados Unidos no es frágil. Pero los logros de nuestro largo camino hacia la libertad no están garantizados.

En su discurso de despedida, George Washington escribió que la autonomía es la base de nuestra seguridad, prosperidad y libertad, pero "por diferentes causas y desde diferentes sectores se habrá de poner mucho empeño y emplear muchos artificios... para debilitar en vuestras mentes el convencimiento de esta verdad", que debemos conservarlo con "celoso afán", que debemos rechazar "la primera insinuación de toda tentativa para separar cualquier parte del país de las demás o para debilitar los lazos sagrados" que nos hacen uno solo.

Debilitamos esos lazos cuando permitimos que nuestro diálogo político se vuelva tan corrosivo que personas de buen carácter se alejan del servicio público, tan áspero y lleno de rencor que los estadounidenses con quienes no estamos de acuerdo no sólo están equivocados, sino que son, de alguna manera, malvados. Debilitamos esos lazos cuando nos definimos como más estadounidenses que otros, cuando desechamos todo el sistema como inevitablemente corrupto, y culpamos a los dirigentes que elegimos sin examinar nuestro propio papel en su elección.

Corresponde a cada uno de nosotros ser celosos guardianes de nuestra democracia, abrazar la gozosa tarea que nos ha sido dada para tratar constantemente de mejorar esta gran nación nuestra. Porque a pesar de todas nuestras diferencias externas, todos compartimos el mismo orgulloso título: Ciudadano.

En última instancia, eso es lo que nuestra democracia exige. Los necesita a ustedes. No sólo cuando hay una elección, no sólo cuando nuestros propios y estrechos intereses están en juego, sino toda una vida. Si están cansados de discutir con extraños en Internet, intenten hablar con uno en la vida real. Si se necesita reparar algo, átense los zapatos y organicen algo. Si están decepcionados por sus funcionarios electos, cojan un portapapeles, consigan algunas firmas y postúlense para un cargo ustedes mismos. Preséntense. Involúcrense. Perseveren. Algunas veces ganarán. Otras veces perderán. Asumir que los demás poseen bondad puede ser un riesgo y habrá momentos en los que el proceso los decepcionará. Pero para aquellos de nosotros lo suficientemente afortunados de haber sido parte de esta labor, de verla de cerca, déjenme decirles, puede dar enegía e inspirar. Y no pocas veces su fe en Estados Unidos —y en los estadounidenses— se verá confirmada.

La mía sin duda se ha visto confirmada. En el transcurso de estos ocho años, he visto los rostros esperanzados de los jóvenes graduados y de nuestros nuevos oficiales militares. He llorado con las familias enlutadas buscando respuestas y he hallado gracia en la iglesia de Charleston. He visto a nuestros científicos ayudar a un hombre paralizado a recuperar su sentido del tacto y a nuestros guerreros heridos a caminar de nuevo. He visto a nuestros médicos y voluntarios reconstruir después de terremotos y detener pandemias. He visto al más joven de los niños recordarnos nuestras obligaciones de atender a los refugiados, trabajar en paz y, sobre todo, cuidar de los demás.

La fe que puse todos esos años, no muy lejos de aquí, en el poder de los estadounidenses ordinarios para lograr el cambio se ha visto recompensada de formas que, probablemente, no podría haber imaginado. Espero que la suya también. Algunos de ustedes aquí esta noche o desde sus casas estuvieron con nosotros en 2004, en 2008, en 2012 y tal vez aún no pueden creer que hayamos logrado todo esto.

Ustedes no son los únicos. Michelle, durante los últimos veinticinco años, has sido no sólo mi esposa y madre de mis hijos, sino mi mejor amiga. Asumiste un papel que no pediste y lo hiciste propio con gracia y garra y estilo y buen humor. Hiciste de la Casa Blanca un lugar que pertenece a todos. Y una nueva generación aspira a mucho más porque te tiene como ejemplo. Me has hecho sentir orgulloso. Has hecho que el país se sienta orgulloso.

Sasha y Malia, bajo las circunstancias más extrañas, se han convertido en dos increíbles mujeres jóvenes, inteligentes y hermosas, pero más importante aún, amables y consideradas y llenas de pasión. Soportásteis  fácilmente el peso de los años siendo el foco de atención. De todo lo que he hecho en mi vida, lo que más me enorgullece es ser su papá.

A Joe Biden, el aguerrido chico de Scranton, que se convirtió en el hijo predilecto de Delaware: tú fuiste la primera decisión que tomé como candidato y la mejor. No sólo porque has sido un gran vicepresidente, sino porque en este trato, he ganado un hermano. Te queremos a ti y a Jill como familia y tu amistad ha sido una de las grandes alegrías de nuestra vida.

A mis extraordinarios empleados: durante ocho años —y algunos de ustedes, mucho más tiempo— he bebido de su energía y he tratado de reflejar lo que mostraron cada día: corazón y carácter e idealismo. Los he visto crecer, casarse, tener hijos, e iniciar nuevos e increíbles viajes propios. Incluso durante los momentos duros y frustrantes, no dejaron que Washington les quitara lo mejor de ustedes. Lo única que me hace sentir más orgulloso que todo lo bueno que hemos hecho es saber todas las cosas extraordinarias que lograrán a partir de ahora.

Y a todos ustedes por ahí, cada organizador que se mudó a una ciudad desconocida y las amables familias que los acogieron, cada voluntario que llamó a las puertas, cada joven que votó por primera vez, cada estadounidense que vivió y respiró el arduo trabajo del cambio,  son los mejores defensores y organizadores que cualquiera podría desear y voy a estarles eternamente agradecido. Porque sí, ustedes cambiaron el mundo.

Es por eso que dejo esta etapa esta noche aún más optimista sobre este país que cuando comenzamos. Porque sé que nuestra labor no sólo ha ayudado a tantos estadounidenses; ha inspirado a tantos estadounidenses —especialmente a tantos jóvenes— a creer que pueden marcar la diferencia, a unirse a algo más grande que ellos mismos. Esta próxima generación —desinteresada, altruista, creativa y patriótica— la he visto en todos los rincones del país. Ustedes creen en unos Estados Unidos justos e incluyentes; ustedes saben que el cambio constante ha sido el sello distintivo de Estados Unidos, algo que no hay que temer, sino adoptar, y están dispuestos a llevar adelante este difícil trabajo de la democracia. Muy pronto nos superarán en número a cualquiera de nosotros y creo que como resultado el futuro está en buenas manos.

Mis conciudadanos, ha sido el honor de mi vida servirles. No me detendré: de hecho, voy a estar ahí con ustedes, como ciudadano, para todos los días que me queden por vivir. Por ahora, si ustedes son jóvenes o jóvenes de corazón, tengo que pedirles una última cosa como su presidente, lo mismo que les pedí cuando me dieron la oportunidad hace ocho años.

Les pido que crean. No en mi capacidad para lograr el cambio, sino en la suya.

Les pido que se aferren a esa fe escrita en nuestros documentos constitucionales; esa idea susurrada por esclavos y abolicionistas, ese espíritu cantado por inmigrantes y colonos y aquellos que marcharon por la justicia, ese credo reafirmado por quienes plantaron banderas en campos de batalla extranjeros y en la superficie de la luna, un credo en el núcleo de cada estadounidense cuya historia aún no está escrita:

Sí podemos.

Sí lo logramos.

Sí podemos.

Muchas gracias. Que Dios los bendiga. Y que Dios continúe bendiciendo a Estados Unidos de América.

 

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