Tiempos Modernos
'Carpa' diem
Mañana de San Isidro en la capital. El frenesí urbanita de este lunes permanece sedado por el ansiolítico de la fiesta. Paseo por Madrid Río, el nombre con el que la administración Gallardón bautizó la adaptación de la rivera del Manzanares. Una iniciativa que convirtió un barrizal preso entre dos ramales de la M-30 en zona verde y agradable itinerario por el que vagabundear en ratos ociosos. Lástima que, perdida ya la inocencia del contribuyente, sea imposible visitar una infraestructura pública sin preguntarse cuánto del presupuesto inicial y posteriores sobrecostes habrá ido a parar al bolsillo de los corruptos. En Madrid ese sentimiento es molestamente habitual, una sensación agridulce parecida a la que debe de experimentar quien en el día de la madre recibe un regalo de un hijo cleptómano.
Gracias a Dios, como digo, es San Isidro y no se le hace difícil al paseante ahuyentar estas aciagas cavilaciones reparando en quienes, en el tramo del recorrido más cercano a la Pradera –el lugar donde los madrileños celebran la fiesta del santo–, se dirigen a ella ataviados de chulapos, la mayoría de ellos niños. El paseante, en un arrebato de antropocentrismo low cost, se pregunta por esa manía tan presente en el género humano de acompañar las celebraciones vistiéndose de algo raro. Afortunadamente, en el caso de Madrid, y a diferencia de otros atuendos regionales, el traje típico es elegante y claramente favorecedor, sobre todo en su versión femenina. Claro que el paseante es andaluz y se ha criado en el rigor estético de la indumentaria festiva forjado desde niño en muchas ferias, romerías y semanas santas y auspiciado en parte por una madre y una tía costureras para quienes el mayor pecado de un nazareno no era el que le había llevado a querer expiarlo caminando descalzo, con cadenas en los tobillos y una cruz a cuesta de treinta kilos, sino el que, al alzar la mano para sostenerla, le tirase la sisa y le hiciera en la túnica un pliegue feísimo. Con esos antecedentes entenderán mi justificada indignación con esos padres que, en un execrable exceso de previsión, visten a sus hijos de chulapos en 2017 con un traje que, si la criatura come bien y es asistida con los adecuados suplementos proteínicos, podría quedarle bien en 2020. Tienen suerte esos padres de vivir en Madrid. Si viviesen en Andalucía es muy posible que la Junta les retirase la patria potestad y entregase esos retoños a Karl Lagerfeld quien, por si ustedes no lo saben, es un andaluz que se nos fue de las manos.
En esas estaba yo cuando, en el tramo en que el paseo se estrecha y camina uno más cerca de la orilla del río, la protesta de un señor que se asomaba a él por encima del murete que lo delimita llamó mi atención. Cuando llego a su altura compruebo que el elevado tono de sus quejas ha convocado a un grupo de personas, todos también asomados mirando en la dirección en la que el señor ubicaba el motivo de su enfado. El río ese día no era tal, apenas algunos charcos dispersos constituían todo su cauce. En uno de ellos, frente a nosotros, escasamente cubierta por el agua una carpa varada sobre un costado intenta extraer del limitado humedal el oxígeno que necesita para sobrevivir. El señor me explica que, por algún motivo que desconoce, alguien debe haber activado río arriba alguna de las presas que jalonan el Manzanares haciendo desaparecer el agua que el día anterior circulaba por él.
A mi izquierda, dos chicos y una chica de unos veintitantos años contemplan cómo la carpa agoniza de esa forma tímida con que los peces lo hacen para no perturbar las conciencias de los pescadores. Son gitanos rumanos. No es difícil adivinarlo, llevan, pese a la lozanía propia de su juventud, la huella inconfundible con que te marcan las penurias de una vida montaraz. También hay un grupo de españoles, alguno de los cuales hace fotos a la carpa. Bastaría con bajar y llevarla a alguno de los charcos de mayor profundidad que hay a unos metros de ese diminuto donde yace pero no hay escaleras ni forma alguna de bajar al río que no sea descolgarse por el muro y dejarse caer hasta él. No es necesario ser Spiderman pero se necesita de cierta pericia.
Sigo adelante, retomo el paseo aunque me alejo unos metros de la senda por donde se contempla la orilla para evitar encontrarme con más peces en la misma situación. Pasado un tiempo doy la vuelta para emprender el regreso y tras caminar un trecho me cruzo con los tres chicos rumanos. Uno de ellos no lleva ahora zapatos y tiene los pies manchados de cieno. Pienso: “¡Qué lección!”. A ninguno de los que contemplamos el espectáculo nos conmovió suficientemente la escena como para descolgarnos y salvar al animal del suplicio al que la inacción de unos espectadores demasiado urbanizados parecía destinarla. Para aplacar mis remordimientos, invento una excusa: “Estoy un poco resfriado para andar descalzo y llevo unas New Balance de ciento y pico de euros”, pero no funciona. Me siento aún peor. Luego, en un ejercicio de madurez, lo intento de una manera más reflexiva y razonable: busco a alguien a quien echar la culpa. Claramente, el responsable es el señor que ha cerrado las compuertas de la presa y, para chivarme, llamo al 010 –el teléfono del Ayuntamiento de Madrid- y cuento a la chica que me atiende el drama del Manzanares. Amablemente, tras una consulta, me remite al 092 –la policía municipal– justo en el momento en el que dos agentes aparecen ante mi vista. Les cuento lo que ocurre y me dicen que no pueden hacer nada porque son los técnicos quienes deciden esas actuaciones sobre el curso del Manzanares.
Ni info, ni Libre
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Con esa absurda sensación del deber cumplido que da el haber tocado infructuosamente los resortes burocráticos necesarios, me dispongo a recorrer el último tramo de mi paseo. Mientras lo hago, me juro a mí mismo no volver jamás a Madrid Río si no es acompañado de Emilio Lledó para que me ayude a salir indemne de las trampas éticas que esconde el sitio.
Ya a punto de concluir la caminata, me encuentro de nuevo con el señor cuyas protestas dieron la voz de alarma. “Se resolvió lo de la carpa, ¿no?”, le pregunto. “Se la llevaron los tres chavales”, me contesta sonriente. Y para mi asombro añade: “Enseguida me iba a comer yo una carpa de esas”.
Entonces, como en esas películas en las que uno de los protagonistas tiene un flash back que ilumina su entendimiento, recuerdo que, al cruzarme con ellos, la chica sostenía bajo el brazo una caja que antes no llevaba y pienso: “¡Qué lección!”. Donde el atribulado paseante, en su universo teórico y suficientemente abastecido de carbohidratos, ve un dilema moral, ellos, náufragos en su isla de pobreza, veían sólo un suculento almuerzo.