Los diablos azules
El caballo lejano
Cuando estoy enfermo pienso en un caballo lejano.
Un caballo lejano significa que, si me monto en él, de inmediato estoy ya a sesenta kilómetros.
Es muy útil un caballo lejano.
Las veces que he ido a pedir trabajo o que me han entrevistado para uno que, invariablemente, no me han dado, o si me he puesto a reclamar algo más de dinero por un empleo asqueroso, en esas veces, también he montado al caballo lejano.
Cuando Rosario me abandonó por otro más inteligente y sensible, quise subirme a mi caballo. Pero estaba demasiado lejos y no lo alcanzaba.
En el despacho de un cualquiera que se esforzaba en que confesase algún fallo, algún vicio secreto, alguna mentira de mi currículum, un cualquiera que no creía en nada, del mismo modo que yo, pero un cualquiera que insistía una y otra vez sádicamente, dolorosamente encima de mí y para el que mis siete papeles que sostenía en su mano eran la nada, entonces me sobrevino el caballo lejano. Su grupa en mi cara. Volteó su cabezota y me miró perezoso como una invitación. A sus ojos profundos no se los engaña. Su cuerpo imponente no me dejaba ver. ¿Te decides?, me dijo. Quita de en medio.
–¿Perdone?
Que te quites de en medio que me vas a hacer un lío.
–No es a usted.
Soy el caballo lejano, pensó el caballo lejano, mas yo escuché a la perfección sus pensamientos. Vete de aquí, caballo. El caballo lejano había vuelto a colocar su cabeza en línea recta, sin embargo la giraba y volvía ahora a mirarme otra vez con idéntica intención. Que te quites, que te quites, le dije discretamente empujándolo.
–¡Que te qui!
–No se mueva, vengo enseguida –me dijo el cualquiera cerca ya de la puerta.
Le farfullé que sí. Cómo iba a marcharme con el caballo lejano casi encima, el cuerpazo que tiene. Yo empujando, empujando y él sin moverse. No me hagas esto, por favor. Le supliqué, pues si alguna vez la tuve, había perdido mi dote de mando. Sacudió su cabezota, movió las orejas, amagó con pastar sobre la alfombra inexistentes plantas. Le temblaba su hermoso cuello con espasmos de piel. Mi caballo lejano, a ti no te van a hacer nada. Descuida, le dije. Y para que se tranquilizase del todo, le eché los brazos y lo abracé. Apoyé mi cabeza junto a la suya. Olía mal el caballo lejano y estaba caliente; vivo, pensé, es una pieza viva. Esto me produjo una irreprimible lástima por él. Lo agarré aún más fuerte y cabeceaba para librarse de mi abrazo sin la menor violencia. No vas a estar solo, yo te quiero, caballito querido, lo acariciaba arriba y abajo con la palma de la mano como hacen los rancheros del cine. En eso estaba, yo ya más calmado.
Vinieron, naturalmente, a llevarme; se dejaron el caballo, los tontos.
*Javier Sáez de Ibarra es escritor y autor de Javier Sáez de IbarraFantasía lumpen (Páginas de espuma, 2017).