Plaza Pública

Antes y después del 1 de octubre

Juan-Ramón Capella

¿Cómo se han encrespado las cosas hasta llegar a constituirse en Cataluña una gran minoría independentista? Sobre un mantillo originado mucho tiempo atrás —la pugna por el arancel entre industriales y agrarios en el S.XIX, la leva forzosa que desembocó en la Semana Trágica barcelonesa, la supresión de la autonomía por Franco y, resucitada, la Guerra de Sucesión del S.XVIII—, lo de ahora ha crecido impulsado por dos fuerzas conservadoras: el Partido Popular y Convergència i Unió.

El Partido Popular, para cosechar votos, reunió cientos de miles de firmas contra el último Estatut catalán aprobado por el Congreso, previamente refrendado —sin gran entusiasmo entonces, todo hay que decirlo— en Cataluña, y lo recurrió ante el Tribunal Constitucional; promovió además una ignominiosa campaña contra los productos catalanes en el resto de España. Estuvo completamente sordo a peticiones, como la que afecta a la escandalosa situación de las autopistas catalanas, sobre lo que quiero detenerme aquí como paradigma de cuestiones menores pero que explican el emocionalismo reinante en el movimiento independentista.

Las autopistas catalanas, las primeras del país, fueron construidas con el aval del Estado a las compañías concesionarias, aval que permitió a éstas financiarse sin exponer capital. De eso hace casi sesenta años y el negocio debe haber sido formidable. Muchos catalanes se han quejado de tener que seguir pagando los peajes, e incluso hubo un intento menor de usarlas negándose a pagar. Todo el mundo señala lo mismo: de Barcelona a Zaragoza se paga, pero a partir de ahí las vías son gratuitas. Los concesionarios de las autopistas incumplieron reiteradamente condiciones contractuales, e incluso consiguieron que la autovía entre Barcelona y Lleida, terminada salvo unos pocos kilómetros, permaneciera inacabada muchos años hasta que el ministro Borrell puso fin a este escándalo. Un mínimo de sensibilidad hubiera podido apaciguar la cuestión —hay múltiples maneras de resolverla, algunas poco costosas—, pero los gobiernos del PP, en cambio, han prolongado los plazos a las concesionarias.

Hay otras muchas cuestiones semejantes —los trenes de Cercanías del área metropolitana de Barcelona, por ejemplo, con los que cualquiera puede llegar tarde al trabajo— que explican el emocionalismo que ha llevado al independentismo.

Convergència i Unió es el otro culpable principal. Artur Mas, presidente de la Generalitat, decidió junto con otros proceder por vías de hecho. Con su inmenso poder mediático y educativo atizó el fuego independentista. Con excelente astucia política llamó derecho a decidir —algo con lo que no es fácil estar en desacuerdo— a lo que en realidad era un derecho a la secesión. Con ello se ha creado una confusión indescriptible, pues muchos catalanes no secesionistas se consideran con derecho a decidir.

Cataluña ha gozado de la mayor autonomía de su historia con el régimen de libertades. Jamás tuvo tanta. Pero sus gobernantes, corruptos los de CiU, la han usado tan mal que hoy la deuda de la Generalitat catalana es un bono basura cuyo principal tenedor es el Estado y que, tarde o temprano, acabaremos pagando todos los contribuyentes españoles. Y la corrupción envuelta en la bandera se perdona, tanto en Cataluña como entre los votantes del PP.

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El independentismo sigue siendo minoritario en Cataluña, pero el derecho a decidir ha dividido a los catalanes. derecho a decidir División real: entre las familias, entre vecinos de un mismo edificio. Ha causado división incluso en las organizaciones catalanas afines a Unidos Podemos. Entretanto, la multiplicación de procesos judiciales, inevitables por el recurso de la Generalitat a las vías de hecho para conseguir objetivos políticos —creo que mayormente electorales— contribuye a crear la tensión buscada por el independentismo. Ojala no la incrementen nuevos errores políticos.

Las brechas sociales abiertas son menores entre Cataluña y el resto de España que entre los propios catalanes. Y a esto habrá que atender cuando el fracaso del 1 de octubre se haya consumado: habrá que decidir de veras, con elecciones en Cataluña y en España y con cambios constitucionales. Aunque los vencedores estarán en condiciones de exigir a los perdedores que paguen por la derrota, es una exigencia política que no lo hagan y se atengan al apaciguamiento. Si se acaba con la corrupción acá y allá, la autonomía catalana puede funcionar mejor y atender a la otra gran brecha social: el brutal incremento de las diferencias entre ricos y pobres, ensanchada en los años de crisis. ___________

*Juan-Ramón Capella es catedrático de Filosofía del Derecho. Su último libro es 'Impolíticos jardines' (Trotta, 2016)Juan-Ramón Capella

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