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Los dueños del relato y el mito nacionalista

Pedro Díaz Cepero

Es sabido que la historia se escribe y se reescribe. No sólo porque con el tiempo se desclasifican archivos cerrados a cal y canto, no sólo porque afloran nuevos testimonios. La caligrafía de la historia está íntimamente relacionada con quien detenta el poder en ese momento.

Las circunstancias históricas hicieron que la península ibérica gozara ya en el siglo XV, con los Reyes Católicos, de una cierta identidad y reconocimiento como nación, fechas tempranas si las comparamos con la formación de los distintos Estados europeos. Aunque hubo intentos de segregación posteriores de algunos reinos y/o regiones, lo cierto es que el predominio del Estado central se impuso de grado o por la fuerza a los intentos secesionistas. También fue la aceptación de una aristocracia y una nobleza que prefería perder algo de su autonomía antes que desgastarse en luchas intestinas, apostando así por una unión territorial y administrativa, personificada en un Rey que asumía el ejercicio hegemónico del poder. Tras las banderas y los himnos de muchos se esconden siempre los intereses económicos de unos pocos.

El franquismo, como ideología y grupo dominante, elaboró su relato interesado y mentiroso de la Historia de España, la pasada y la presente, usufructuando su victoria en la Guerra Civil. Da vergüenza pensar en las versiones insidiosas que ofrecieron sobre el bombardeo de Guernica.

Quien detenta el poder suele tener el privilegio de controlar el mensaje. El nacionalismo catalán, tras varias ocasiones fallidas en la historia, ha creído que su mayoría institucional y su dominio de la comunicación serían suficientes para independizarse del Estado español. Y qué mejor ejercito opositor que familias enteras ocupando las calles con banderas. El guión estaba bien diseñado y había que cumplir los tiempos, aunque para ello hubiera que violentar las propias reglas estatutarias o instalarse en una realidad paralela, repetidamente difundida a través de TV3 o Catalunya Radio. Y eso que los acontecimientos desmentían día a día las afirmaciones categóricas de la camarilla política más radical, pero había que seguir adelante, sostenella y no enmendalla. No importaba si había que retorcer los argumentos al infinito, señalar e intimidar a quien no pensaba igual, apelar al activismo de las redes sociales, o que alguno de ellos reconociera que no se daban condiciones objetivas de desconexión. El escenario de división en el Congreso español y los recortes de un Gobierno del PP deslegitimado por la corrupción podría ser que no se repitieran.

El marchamo de las autonomías, beneficioso por acercar la administración del Estado al ciudadano, también está significando la eclosión de una clase política autóctona que ha ido extendiendo poco a poco sus raíces clientelares  –creando nuevos organismos administrativos, promoviendo empresas públicas y/o semipúblicas, subvencionando todo tipo de asociaciones,etc.–  y que está muy interesada en desgajarse del Estado central para ejercer de sacristanes en su propia capillita. Es la garantía de su inmunidad e impunidad. Podríamos dudar de ello si no hubiéramos visto desfilar delante de nuestras narices a la familia Pujol, el caso Palau,  Convergència, el 3%... ¿Habrían salido a la luz en una Cataluña independiente?

La transferencia de competencias ha permitido al independentismo elaborar la historia pasada y presente, o sea, imponer la hegemonía de su relato con paciencia franciscana. Para ello ha sido legítimo capitalizar las banderas, los himnos o las tradiciones, administrar carnets de catalanes, demócratas, franquistas o nacionalistas españoles. ¿Y si creamos y/o subvencionamos organizaciones de base, de barriada, sean culturales o deportivas, para imponer nuestro discurso unilateral? No es una opinión, es un hecho contrastable.

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Aunque en este contexto poco importan los hechos si nos encontramos con unas élites políticas deseosas de pasar a la “historia” como héroes y libertadores del pueblo catalán; es difícil de explicar el matrimonio de conveniencia entre el tradicionalismo burgués con apellidos y una formación antisistema. Creemos que las élites directoras se encuentran fuera del curso de la historia, ensimismadas en un narcisismo discriminatorio y en un manifiesto complejo de superioridad. Si la humanidad camina, aunque sea muy lentamente, a una eliminación de fronteras, al libre comercio y a una supresión gradual de aranceles; si queremos construir una Europa  económica, social y legalmente más integrada y solidaria, no parece que tenga mucho sentido diluir identidades, parcelar la UE en regiones que disminuyen el peso específico del conjunto y cancelan economías de escala. Debilidad económica implica insignificancia política. No creemos que este sea el vector evolutivo del siglo de la globalización, y peor, que sea una opción progresista. Desde la izquierda digámoslo sin complejos: visto lo visto, este nacionalismo catalán no es ni republicano ni de izquierdas.

Reconocemos su excelente campaña de comunicación, un relato beneficiado por la inacción de los sucesivos gobiernos PP/PSOE, que han caído en la trampa de cambiar concesiones por gobernabilidad, quizá pensando que el independentismo nunca cruzaría la línea. ¿Podría éste haber orientado su comunicación hacia terrenos más positivos y menos excluyentes, a una visión solidaria con el resto de comunidades autónomas, a un diálogo constructivo? ¿Podría haber elaborado su relato alrededor de una apuesta más europeista con las comunidades españolas y las regions francesas regions del arco mediterráneo, inmersas estas últimas en sinergias económicas y logísticas? ¿Podría haber compartido su bagaje cultural con el conjunto de las distintas sensibilidades del Estado, evitando la fractura social y esta sensación de fracaso en la convivencia que hoy nos inunda a todos? __________________________________________

Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor

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