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El envilecimiento de los sueños

El mundo literario de Leonardo Padura busca una respuesta humana al envilecimiento de los sueños. Hay un punto de cruce entre las bellas ilusiones y las realidades de la ambición y el poder que marca el relato de la existencia humana. Así ocurrió, por ejemplo, en el destino del poeta cubano José María Heredia, cuyo recuerdo protagonizó La novela de mi vida (2002). Ocurrió también en el asesinato estalinista de Trotski, contado en El hombre que amaba a los perros (2009). Y así ocurre en la vida de cualquier ciudad; por ejemplo, La Habana, capital de una isla situada en medio de los huracanes del siglo XX, en la que nació el expolicía Mario Conde.

Contra el envilecimiento de los sueños, no conoce mejor refugio que la amistad. Y no ya porque los excesos de la memoria y de la carne, el ron y el tabaco, los buenos platos y los recuerdos compartidos, sean un motivo de celebración en las noches de una ciudad sensual y amante de la vida. Es que, además, hace falta un lugar para la complicidad, un rincón en el que la verdad y sus últimas lealtades sean capaces de resistir. Frente a la corrupción, el miedo, la traición, la mezquindad del delator, las burocracias del poder y el azar de las catástrofes, las amistad verdadera supone un ámbito de lealtad en el que llega a ser posible la locura de poner la mano en el fuego por los otros y hasta por uno mismo. A veces uno se quema, pero hay renuncias que duelen más que una herida.

Es una suerte que Leonardo Padura esté en España con su novela La transparencia del tiempo (Tusquets, 2018) para invitarnos al 60 cumpleaños de Mario Conde. Los que asistimos a su 36 cumpleaños, el 9 de octubre de 1989, cuando resolvió su último caso como policía, nos alegramos ahora de verlo disfrutar de las cenas milagrosas de una Josefina octogenaria, acompañado de Carlos el Flaco, en su silla de ruedas, el Conejo y Candito. No está Andrés, porque vive desde hace tiempo fuera de Cuba; y el dignísimo y maltratado mayor Rangel respira ya en el mundo quimérico de la nada. Para compensarnos de las pérdidas, ahí está la bella asentada de Tamara, la muchacha que fue seducida por un futuro sinvergüenza en la época del Preuniversitario La Víbora. Es la mujer que Mario Conde esperó durante más de 15 años, entre masturbaciones, rencores y una acertada premonición.

Mario Conde llegó a ser el policía más respetado y desastroso de La Central hasta que presentó su renuncia cansado de convivir con el mal. Un policía está obligado a entrar en el interior de los domicilios y de las vidas. Se ven muchas cosas en un mundo lleno de decencia y corrupción, en el que la avaricia parece siempre dispuesta a ensuciar los símbolos más espirituales, ya sea una imagen de Buda, una leyenda china o una Virgen negra. El deseo de detener a los hijos de puta capaces de matar a un travesti o de corromper un sueño de justicia social no compensa la obligación de asistir al espectáculo cotidiano del mal. Por eso un policía como Mario Conde acabó por cambiar de oficio y se dedicó a comprar y vender libros para seguir contándonos la historia de La Habana. También nos cuenta el amor por la literatura que le inculcó un bibliotecario cojo.

Pero no ha perdido la inquietud por conocer el significado de la palabra verdad. Una deuda literaria con Hemingway o la compasión ante un amigo homosexual, uno de los muchos seres que debieron esconder durante años la condición de su deseo, pueden convertirlo de nuevo en un detective poco disciplinado y muy testimonial. En las novelas de Padura no sólo pasa el tiempo; pasa también la historia. De una ciudad en la que la pobreza se comparte y duelen los abusos de los líderes corruptos, pasamos a las carencias graves que causa la falta del petróleo soviético o a los nuevos códigos de la desigualdad tajante y las formas desquiciadas de enriquecimiento. Todas las épocas están determinadas por la historia y atravesadas por la irracionalidad.

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Mario Conde no tiene mucho arreglo. Los años han conseguido apaciguar sus deseos sexuales por los que tantas veces perdió la cabeza, aunque para él una mujer sigue siendo una mujer. Los mestizajes entre sueños y dinero, ilusiones y poder, o vacas lecheras y vacas destinadas a la carne, no suelen dar buenos resultados. Sólo el mestizaje de razas encarnado en algunas mujeres llega a justificar a veces la autoridad de la belleza sobre los destinos individuales.

Y junto a mujeres como Tamara o como la teniente Patricia Chion, están los vínculos imprescindibles de la fraternidad, las complicidades que tejen desde la juventud los viejos sueños, el deseo de compartir las facturas que va dejando el paso de los años, lo que iba a ser, lo que acabó siendo, lo que el tiempo transparente hizo con nosotros. Sólo el amor y la amistad resuelven el dilema entre el ser y la pertenencia. Fundan un mundo propio que no se corresponde del todo ni con una fe, ni con una patria.

Feliz cumpleaños, Mario Conde.

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