El rincón de los lectores
¿Cuándo hemos dejado de mitificar?
Descubrir de qué manera se viene imponiendo lo que algunos han llamado la estandarización de las sociedades hace pensar con incertidumbre en nuestra evolución a corto y medio plazo. En consecuencia, las teorías pesimistas se imponen sobre las más optimistas en el análisis y definición de las conductas de la masa social, análisis que deja caer, entre otras cuestiones, algo que me parece fundamental para un diagnóstico certero del paciente: la pérdida del mito, o la desmitificación como conducta.
Desde hace más de una década, probablemente situados en la frontera entre siglos, la masa social ha caminado hacia el territorio de una nueva autoafirmación, abanderando una actitud de sociedad vinculada a la búsqueda inmediata de placer, a la proclamación de un período de máxima información diseminado en alienación. Una nueva autoafirmación que genera adoctrinamiento (consciente o inconsciente), consumo desmedido y un fuerte sentimiento de pertenencia, necesarios para formar parte de nuestras sociedades. Hemos destruido valores y hemos creado otros vinculados al nuevo mercado como algo necesario para sentirnos parte y, siendo parte, sentir que avanzamos. Nos bastaría con echar un vistazo a siete minutos de corte publicitario de cualquier cadena de televisión.
En todo esto, la pérdida del mito es un mecanismo necesario para revisar la actitud de los individuos frente a la ley del mercado, frente a las nuevas estructuras de poder, en definitiva, frente a los nuevos espacios diseñados para la vida.
Desde el origen de la civilización, el mito ha supuesto una actitud de atención intelectual, un compromiso con la parte subjetiva del individuo, con su capacidad creativa y de análisis de lo que acontece, una prueba para hacer de él el motor necesario para construir con las herramientas de la sensibilidad creadora y, sobre todo, para ponernos a las puertas de lo que somos.
Por tanto, la sociedad que aprende a desmitificar puede caer en un territorio donde no existan asideros para responder preguntas, construir afirmaciones válidas, proclamar espacios para el análisis. En definitiva, una sociedad que desmitifique puede terminar siendo una sociedad muerta y enterrada.
Para muestra, las herencias del cine. Uno de los exponentes más reconocibles de nuestro espacio mítico sea quizá la aparición de Drácula y su larga vida encarnado en la figura del vampiro. Desde la publicación de la novela epistolar de Bram Stoker hasta nuestros días, la evolución de la figura vampírica ha supuesto un excelente análisis para trabajar la idea de la desmitificación. En el espléndido libro de Chantal Maillard La razón estética (Galaxia Gutenberg, 2017), aparece, entre otras muchas afirmaciones muy bien construidas, la idea de esta evolución en dos personajes de ficción adaptados a los tiempos en los que su imagen ha tenido más repercusión, el ya nombrado Drácula de Stoker y el Frankenstein de Mary Shelley. Desde la alta burguesía inglesa de principios de siglo XIX hasta la máscara con las que se les ha pintado en la modernidad.
Es en ese recorrido de la historia del cine donde percibimos los roles con los que se definen los personajes. Desde el Drácula sediento de sangre que, como un criminal, provoca la muerte de las mujeres de su entorno con mordiscos muy cercanos al erotismo, o la aparición del Drácula de Murnau en 1922 como una figura desvalida y triste, pasando por la idea de inmortalidad desde el dolor por la muerte de la amada y la condena del vampiro por insultar a Dios (Coppola), hasta la proliferación de jóvenes vampiros, ardorosos fenómenos de adolescentes que, lejos de chupar sangre, se alimentan de los animales que cazan, con una fuerte carga de escrúpulo moral en su conducta (Crepúsculo). Lo mismo podríamos decir del Eterno Prometeo.
Y es que las sociedades han ido preparando espacios donde el amor, la ingenuidad, la inocencia con la que se encubren los personajes vampíricos, la nueva moralidad, son los roles en los que situar cualquier actitud de carácter humano (ahora asistimos a la aparición del muerto viviente con todo lo que esto significa).
Este adelgazamiento del mito, la micro reducción de su figura por los individuos de nuestro tiempo, ha provocado lo que Chantal Maillard subraya cuando dice: “El camino que se ha recorrido en estas últimas décadas es el inverso al de la formación de una conciencia estética”, o “Este es un momento de retroceso… las iglesias vuelven a poblarse, las creencias se incrementan, la doxa impera por doquier, y en los foros, que ya no son plazas públicas, ya no encontramos ningún Sócrates preguntando por el significado de las costumbres”.
Desde mi punto de vista, lo que podríamos ver como una revisión del mito, una adaptación a los nuevos tiempos, podría ser más bien la desaparición del mismo tal y como vengo diciendo. Los que tengáis hijos pequeños podréis haber visto de qué manera los Pokémon vienen a representar la adaptación de los mitos universales convertidos en un exponente puramente lúdico, pueril, como si la mano de hierro de la educación de nuestro siglo cayera despiadadamente sobre las cabezas de nuestros educandos.
Los procesos que justifican esta evolución viven dentro de los mismos que están acabando con la necesidad de creación y de concurso de la imaginación, con la supresión de la filosofía, por poner algún ejemplo, del currículo de secundaria, o de los propios ritmos de las ciudades, defendidos para fortalecer, sin el concurso del mito, la aparición de un concepto tremendo para los ritmos de vida: la conveniencia.
¿Cuándo hemos dejado de mitificar? Quizá en el mismo momento en que los ritmos sociales han puesto de manifiesto la inutilidad del mito, el perfecto estado del ser humano entre sus ruinas.
*Javier Lorenzo Candel es escritor. Su último libro, Javier Lorenzo CandelManual para resistentes (Valparaíso, 2014).