Muros sin Fronteras
El peligro de ser enemigo de Putin
Si no son ex espías rusos ni disidentes exiliados pueden dormir tranquilos. La guerra no parece ir contra ustedes. El mundo de entreguerras (frías) ha terminado, vuelven los buenos tiempos de George Smiley, el personaje favorito de John Le Carré y de los disidentes asesinados con la punta de un paraguas.
A la Primera Guerra Fría, que discurre entre 1945/47 y 1989 —fecha de la caída del Muro de Berlín—, le está sucediendo esta otra que llamaremos Segunda Guerra Fría. No empezó esta semana con el intento de asesinato del ex espía ruso Sergei Skripal en Salisbury mediante un gas nervioso, ni en 2006 con el envenenamiento por plutonio de Alexander Litvinenko. Tampoco con la invasión de Crimea en 2014.
Tiene más que ver con el ascenso de Vladimir Putin a la Presidencia de Rusia en 2000. La consecuencia de un cambio radical de estilo, de la desastrosa política de privatizaciones de Yeltsin, a la resovietización de la forma de hacer política. Ese cambio de rumbo arranca con la guerra de Putin contra los oligarcas que le auparon al Kremlin pensando que era un pelele. Fueron los grandes beneficiados del caos económico que siguió al hundimiento de la URSS. Se hicieron con las grandes empresas, amasaron fortunas. Eran los jefes. Tras acabar con ellos, Putin, educado en el KGB de la Primera Guerra Fría, se centró en el único enemigo exterior posible: Occidente. Su empeño es devolver a Rusia al puesto de superpotencia capaz de tutear a EEUU.
La realidad se empeña en seguir imitando al mundo de Le Carré, el gran maestro del género del espionaje porque antes fue espía y tiene talento literario. Habrá que leer su última novela editada en España hace unas semanas. Se llama El legado de los espías (Planeta).
Lo ocurrido en Salisbury (ataque a Skripal) y en Londres (la muerte el lunes del exiliado Nikiolai Glushkov en circunstancias aún no aclaradas) alimentan todo tipo de teorías conspirativas. Muchos expertos ven la mano del Kremlin detrás de la persecución de cualquier forma de disidencia. Incluso en el caso de la muerte de la célebre periodista Anna Politkovskaya.
El ataque con gas nervioso contra Sergei Skripal, que afectó a su hija y al policía que acudió en su ayuda, todos en grave estado, tiene la marca de la Primera Guerra Fría. Es el mismo modus operandi que en el asesinato de Litvinenko. Ahora, el reto es probarlo más allá de cualquier duda razonable.
Si Scotland Yard y los servicios de contraespionaje británicos hallaran esas pruebas, ¿qué puede hacer el Gobierno de Theresa May más allá del ruido y de las palabras? ¿Expulsar diplomáticos rusos para que Moscú responda expulsando el mismo número de diplomáticos británicos? No hay acuerdo en la UE, bueno eso no es una novedad, sobre cómo responder. ¿Se retirará Inglaterra del Mundial de Rusia que arranca el 14 de junio? ¿Le seguirían otros países?
Después de toda tormenta diplomática viene la calma, los negocios deben seguir su curso. Hay intereses comunes, como la lucha contra el terrorismo yihadista.
Donald Trump libra su propia guerra por la supervivencia política. No es solo la llamada pista rusa, si el Kremlin ayudó de común acuerdo a desacreditar a su rival Hilary Clinton, es su forma de gobernar. Uno de los cargos que le rondan es el de obstrucción a la justicia.
Esta semana ha destituido a su secretario de Estado, Rex Tillerson, cargo que equivale al de ministro de Exteriores. La caída de Tillerson, esperada desde hace meses, se produce horas después de que criticara a Rusia por envenenar a su propia gente. Puede ser una mera coincidencia. Se suponía que Tillerson era amigo personal de Putin, pero en esta obra cada uno interpreta su papel. Es un sálvese quien pueda.
Preguntado si apoyaría sanciones a Rusia en caso de que se probara su responsabilidad, Trump dijo que habría que esperar a las conclusiones: “Condenaremos Rusia o a quien sea, pero solo si estamos de acuerdo con los hechos”. No parece un apoyo incondicional a May.
Más allá de la química personal con Putin, perdonen la expresión ya que hablamos del envenenamiento de ex espías, EEUU y Rusia tienen afanes comunes en la lucha global contra el terrorismo yihadista y en Siria, como se ha demostrado en estos meses, más allá de la teatralidad por los bombardeos en Guta este. Ambas potencias se han repartido los papeles, el de poli bueno y el de poli malo, minimizado los espacios de conflicto potencial. El objetivo era salvar al régimen de Basar el Asad en espera de que a alguien se le ocurra qué hacer después.
Trump admira a Putin porque le gustan los caracteres fuertes, por eso tiene esa querencia a llevarse bien con dictadores como el general egipcio Al Sisi y con populistas xenófobos como Nigel Farage. Le encantaría poder destituir a todo el mundo, sobre todo al fiscal especial Robert Mueller, encargado de investigar la trama rusa y que también analiza si el presidente ha tratado de obstruir las investigaciones, lo que sería un abuso de poder. Asuntos todos de impeachment (destitución).
¿Por qué correría Putin estos riesgos en vísperas de unas elecciones (este domingo se celebra la primera vuelta) si no tiene oposición interna? Los que no están en la cárcel o muertos, están callados. Algunos expertos, la kremlinología vuelve a estar de moda, apuntan dos ideas: para lanzar un mensaje claro a sus enemigos, actuales o futuros, de que no tolera la traición, y porque detrás del macho man que amenaza con misiles hipermodernos hay un tipo que no se siente tan seguro.
No eran los rusos, somos nosotros
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Rusia tiene esculpida a fuego las invasiones de Napoleón y Hitler. Siente el peligro en su frontera oeste. Los movimientos de la UE y de la OTAN han alimentado este imaginario. Putin se sintió engañado por Occidente en la independencia de Kosovo (2008) y en la crisis ucraniana (2014), en la que no ha disimulado su defensa de las regiones rusoparlantes. No son las personas, son los territorios que como Bielorrusia sirven de tapón, de colchón de seguridad mental.
En esta segunda Guerra Fría hay una nueva superpotencia sobre el mapa político: China, que juega en defensa de sus propios intereses centrados en su abrumadora necesidad de minerales y alimentos. Con un presidente poco presidente en la Casa Blanca, convertida en un plató de un reality show, Putin y el líder chino Xi Jinping, ahora reforzado en una presidencia vitalicia, parecen los más fuertes.
La primera prueba de cómo se resuelven los problemas en este tiempo nuevo y peligroso será la reunión entre Trump y el dictador norcoreano Kim Jong-un, que aún está por definir en sus fechas, contenido, protocolo y lugar. Es una moneda al aire entre dos egos excesivos. Solo hay dos opciones: amistad de por vida o duelo a bombazos. Habrá que confiar en la capacidad de los políticos invisibles, los que entienden que su trabajo no es ocupar titulares, sino resolver problemas. No hablamos de Mariano Rajoy, sino del presidente de Corea del Sur, Moon-Jae-In.