Los diablos azules
¿Por qué los buenos nunca ganan?
Este texto forma parte del prólogo escrito para el libro de Ignacio Sánchez-Cuenca, La superioridad moral de la izquierda (Colección Contexto, Lengua de Trapo, 2018).
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Dos son los objetivos que el autor se marca en este ensayo. En primer lugar, demostrar mediante una incursión en la filosofía política por qué las ideas de la izquierda son moralmente superiores —preferibles— a las de la derecha. En segundo lugar, por qué esa superioridad moral produce en la izquierda efectos secundarios negativos como una inflación del sectarismo, una tendencia a la división o al ensimismamiento, y una incapacidad trágica para la victoria.
Y es que seguramente el rasgo más distintivo de quienes se reivindican de izquierdas es la cantidad de tiempo, energías y salud que gastan en definirse, reivindicarse y batallar con otros por el título. La izquierda podría así definirse como aquel colectivo que fundamentalmente discute sobre la izquierda. Es muy probable que las personas progresistas guarden con eso que se llama la izquierda una relación paradójica: están bastante orgullosos de sus valores y al mismo tiempo viven en una insatisfacción permanente con los actores políticos que deberían convertirlos en transformaciones del presente.
Sin que sea su objetivo declarado, el libro nos coloca a las puertas de la que puede ser la pregunta fundamental del pensamiento emancipador: ¿por qué los buenos no ganan (casi) nunca? ¿Cómo consiguen los privilegiados, que son minoría social, ganar para sus ideas una mayoría política? Las izquierdas generalmente han preferido regañar y repartir culpas antes que plantearse seriamente estas preguntas. Así, han tachado de falsa conciencia a identidades políticas duraderas y de efectos muy reales, se quejan de los medios de comunicación, de traiciones de sus vecinos y, más a menudo aún, de su propio pueblo por no parecerse a los pueblos que salen en los manuales. Esta es la cuestión que me parece más urgente y a la que por tanto le dedicaré una reflexión específica.
La izquierda, precisamente por sentirse portadora de ideales universales y moralmente superiores, a menudo da la verdad por constituida, de tal manera que la tarea de la política revolucionaria sería proclamarla o revelarla. En otros casos, la verdad debe ser hallada o averiguada, a partir de lo cual tendrá efectos imparables. No estamos ante una cuestión solo filosófica, sino directamente política. De este esquema se desprenden al menos tres consecuencias que tienen un peso decisivo en la historia de la izquierda.
En primer lugar, una frecuente disociación entre el peso real que un actor político tiene y la grandilocuencia y a veces soberbia de sus posicionamientos públicos. Como las izquierdas poseen la verdad antes y con independencia de que esta se comparta mayoritariamente en su sociedad —y la poseen o aspiran a alcanzarla por su conocimiento de la economía, de las leyes de la historia o por la calidad de sus valores— la prueba del efecto real que sus ideas producen no le afecta o, al menos, no es un dato principal. Así que uno puede caminar y hablar como Napoleón sin que para ello sea necesario haber ganado una sola batalla ni tan siquiera disponer de un ejército. Una cultura política en la que el peso de los argumentos no depende directamente de su capacidad probada para incidir en la realidad, para alterar el equilibrio de poder en beneficio de los cualquiera es, como se entiende fácilmente, una cultura política con una relación cuando menos conflictiva con la victoria. Nada lo puede representar mejor que el famoso axioma de Mao Zedong: "Una minoría en la línea correcta revolucionaria ya no es una minoría". Se podrá objetar que Mao sí conquistó y ejerció el poder, pero no lo hizo en un escenario de pluralismo político. Esto nos permite conectar con la segunda consecuencia política.
En segundo lugar, de este esquema se desprende una considerable rigidez a la hora de llegar a acuerdos y compromisos o a adaptarse a situaciones cambiantes. Con la verdad no es lícito transaccionar ni ser flexible: la verdad se realiza. Este moralismo ha dado lugar a que la historia de la izquierda, por bellas que sean sus ideas, sea también un largo camino de sectarismo y purgas. Si la verdad preexiste a la política, esta tiene dificultades para encajar el pluralismo o el disenso. Más allá de sus implicaciones éticas, la primera víctima del estrechamiento del pluralismo, el disenso o el pensamiento libre es el talento. La competencia y deliberación entre las mejores ideas y cuadros se sustituye por la lealtad y el terrible oficio de posicionarse siempre del lado que sopla el viento. Esto convierte a los actores o regímenes políticos en fábricas de mediocridad y, a la postre, de derrota.
En último lugar, si la verdad antecede a la disputa política, si los intereses de cada cual o de los grupos sociales dependen —por ejemplo— de su posición en el sistema productivo, la tarea principal no es conformar los bandos, generar agrupaciones en un sentido u otro, articular la voluntad general de la sociedad que determine una distribución más equitativa y sostenible de poder, reconocimiento y riqueza; la tarea sería, por el contrario, investigar y después desvelar esos "auténticos intereses", romper todos los velos que los ocultan, que engañan a las masas y les producen "falsa conciencia"... o al menos ser coherentes y resistentes hasta que el paso del tiempo, la crisis terminal del capitalismo o la vileza de los adversarios acaben por hacer caer todas las máscaras. En eso las corrientes más burdas de la izquierda entroncan con un cierto milenarismo y confianza del advenimiento del gran día. Si uno entiende la política como la realización de una verdad ya constituida, puede contentarse con proclamarla con la suficiente contundencia o sofisticación según la escuela; si uno, por el contrario, entiende la política como la construcción de verdades compartidas en un sentido común y condiciones dadas, que no se eligen, necesariamente debe esforzarse en una batalla cultural, estética e intelectual por la hegemonía: por la construcción de voluntad colectiva sabiendo que esto es una pugna cotidiana, nunca definitiva y cambiante.
Curiosamente, la mayor carga moral de la izquierda la ha distanciado de las mejores lecturas de Gramsci. Mientras, la derecha, quizás por una flexibilidad más cínica, ha entendido mejor en las últimas décadas la necesidad de elegir las batallas y de concentrarse en la disputa por el sentido común y por la primacía simbólica: ser quien dicta los nombres y reparte las posiciones. Así convierte con frecuencia los intereses de la minoría privilegiada en interés general. Esto no es una mentira o un engaño, porque ese interés general no existe en ningún sitio esperando a ser revelado: es una victoria política.
De esta crítica no cabe deducir, en modo alguno, un llamamiento a abjurar de los principios o a un relativismo moral según el cual no es distinguible lo bueno o lo justo de lo malo o lo injusto. Nada de eso. Pero es importante recordar que las verdades morales, de carácter en todo caso subjetivo, sólo se convierten en verdades políticas mediante una disputa cultural por convertirlas en las verdades de su tiempo. Tal es así que necesitamos aplicar lo que Gayatri Spivak, teórica india de la subalternidad, llama "esencialismo estratégico": ser fiel a unos valores trascendentes como si fuesen verdades atemporales, asumiendo inmediatamente a continuación que esas verdades deben ser políticamente construidas. Porque cuando las fuerzas progresistas olvidan los valores trascendentes, ese inmenso caudal moral que hace que tanta gente se deje la vida por objetivos que no sabe si se cumplirán, pierden su principal combustible, el que ha nutrido una suerte de religión laica, una comunidad de creencias, afectos y emociones por la que los cualquiera han logrado, de forma muy costosa, avanzando muy poco con mucha inversión de energía —como en una dinamo estropeada—, producir sociedades y vidas mejores. Esto es lo que le ha pasado, como diagnostica bien el autor, a una socialdemocracia que se ha olvidado de disputar la concepción ética del mundo a las fuerzas conservadoras o reaccionarias y hoy se marchita o se contenta con aguantar. Y a la inversa, cuando las izquierdas se han entregado solamente a la trascendencia, a la satisfacción de poseer verdades preexistentes a la voluntad humana, ha sido alternativamente una fábrica de posiciones minoritarias —a la espera de que el pueblo descubriese la verdad— o de experiencias dictatoriales —empeñadas en amoldar el pueblo realmente existente a esa Verdad preexistente—.
Un pensamiento emancipador, radicalmente democrático y con clara voluntad de victoria, debería ser por tanto aquel que se fije como principal objetivo construir pueblo, combinando lo que Max Weber llamaba la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. Para la primera, importa solo aplicar los principios morales, sin que sean relevantes las circunstancias o efectos de su aplicación. Cualquier desviación es ilícita y las acciones se justifican por su no desviación del ideal puro. Para la segunda, la ética de la responsabilidad, la clave son las consecuencias de la aplicación de los principios morales, sus efectos. Es una lógica que se obliga a tratar con la imperfección, con las contradicciones y con los grises de la realidad que nos es dada, y que juzga las ideas por sus efectos y no por su pureza.
Maquiavelo nos enseñó que detrás de la política sí hay principios morales, inevitable y afortunadamente, pero que no hay nada más irresponsable que escudarse en la belleza de estos para desentenderse de sus consecuencias, que la política y la moral tienen lógicas diferentes que, en todo caso y con dificultades, el príncipe puede querer hacer converger. La buena política debería ser aquella que se haga cargo del necesario equilibrio entre la lógica de los valores morales y la lógica de su construcción política en la batalla por conformar un nosotros y marcar un horizonte del que no puedan sustraerse ni los adversarios.
*Íñigo Errejón es secretario de Análisis estratégico y cambio político de Podemos y diputado por Madrid.Íñigo Errejón