Buzón de Voz

La bofetada alemana

La Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein (norte de Alemania) ha decidido este jueves poner en libertad bajo fianza a Carles Puigdemont porque considera “inadmisible” imputarle el delito de rebelión, como pretenden desde hace meses el Gobierno español, la Fiscalía General, el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena y un montón de sabios tertulianos, editorialistas y portavoces varios de las tesis que sostienen el Partido Popular y Ciudadanos. El comunicado del tribunal confirma que ese delito de rebelión podría ser equiparable en Alemania al de “alta traición”, pero que no puede aplicarse al caso de lo ocurrido en Cataluña porque no se cumple el requisito imprescindible de la “violencia” o la “amenaza de violencia”.

Sería fácil caer en la tentación de personalizar, pero lo trascendente es la bofetada colectiva que recibe ese “a por ellos” dictado por quienes se han empeñado en estirar la cuerda del Estado de derecho hasta el punto de romper la esencia misma de la democracia. Si el independentismo demostró en su día que era capaz de desobedecer al Tribunal Constitucional y de saltarse las propias reglas del Parlament para ejecutar sus objetivos políticos, quienes hoy dirigen las principales instituciones del Estado decidieron a su vez forzar la calificación de todo lo ocurrido para endilgar a sus protagonistas delitos penados con hasta treinta años de prisión. No les bastaba con la evidente desobediencia (que ya implica la inhabilitación para cargo público si finalmente hay condenas) ni con la posible malversación (que hay que demostrar documentalmente, como exigen también los jueces alemanes para plantearse conceder la extradición de Puigdemont por “corrupción”). Había que infligir una especie de “lección definitiva” que liquidara la más mínima posibilidad de un nuevo “desafío” al Estado. Como si ese “desafío” refrendado por unos dos millones de catalanes pudiera resolverse por la vía penal.

No hay error más grave para afrontar un problema que negar la realidad. La decisión judicial germana debería servir para insuflar en el Supremo y en el Gobierno español ese “principio de realidad” cuya ausencia sólo se le ha reprochado (con sólidas razones) al independentismo cuando se entregó al sueño o la pesadilla de la vía unilateral. Lo cierto, lo que confirma la decisión del tribunal germano, es que no se puede indefinidamente sostener que en Cataluña ha habido una insurrección violenta organizada desde el propio Govern y desde las asociaciones civiles independentistas. Simplemente porque no ha existido, y porque los incidentes violentos aislados no pueden achacarse a una intencionalidad organizada desde las instituciones. El empeño de Llarena en comparar implícitamente los hechos violentos del 20 de septiembre a las puertas de la conselleria de Economía (que deben ser perseguidos y juzgados) con el 23-F es digno de mejor causa, y sobre todo resulta increíble para cualquiera que recuerde los disparos en el Congreso o los tanques en Valencia. Lo que sí pudieron ver desde Alemania y desde cualquier otro lugar del mundo fueron las cargas policiales del 1 de octubre contra ciudadanos que no portaban pistolas sino papeletas para introducir en unas urnas (eso sí, ilegales, y en un referéndum sin consecuencia jurídica alguna).

Algunos andarán buscando (si no han empezado ya) a infiltrados del independentismo en la justicia alemana; o aplicarán a aquellos magistrados esos calificativos de los que tanto les gusta abusar: “buenistas”, “equidistantes”, “ingenuos”… y por ahí hasta adjudicarles una “ignorancia supina” acerca de la llamada “cuestión catalana”. Les convendría no descartar que simplemente esos jueces prefieran no llamar “rebelión” o “alta traición” o “insurrección violenta” a lo que perciben como un conflicto claramente político que debe resolverse políticamente. Coinciden sencillamente con lo que ya en noviembre advirtieron más de cien profesores de Derecho Penal de distintas universidades españolas: "Es gravemente equivocado considerar los hechos como constitutivos de un delito de rebelión" ya que "está ausente un elemento estructural de ese ilícito como es la violencia".

No se confundan tampoco los sectores independentistas que niegan que España sea un Estado democrático. Los mismos jueces germanos descartan que Puigdemont corra “riesgo de persecución política” si es entregado finalmente a España por el delito de malversación. España no es una dictadura, por mucho que se estén forzando las costuras del Estado de derecho y suframos regresiones evidentes en términos de libertades y de tolerancia. El tribunal ha pedido más datos y documentación sobre la presunta “malversación” antes de decidir si entrega o no al expresident catalán.

Si eso ocurriera la bofetada tampoco sería menor, porque Puigdemont sólo podría ser juzgado por ese delito, el de malversación, y en ningún caso por rebelión. Habrá que ver la lectura que hacen de esta primera sentencia los tribunales de otros Estados ante los que se ha instado la entrega de más independentistas huidos, como Escocia, Bélgica o Suiza. En cualquier caso, sería verdaderamente chusco que el expresident fuera juzgado sólo por malversación y que sus subordinados respondieran por rebelión, sedición, etcétera.

Dada la costumbre del Gobierno del PP y de algunas instancias judiciales por favorecer el proceso de “acción-reacción” que viene caracterizando el tratamiento de la cuestión catalana (y española) no se puede descartar que lo que se alimente sea de nuevo una exaltación nacionalista española de rechazo a “lo extranjero” (aquel arma “patriótica” que tanto utilizaba Franco). Sería otro error de libro, porque facilitaría una renovada internacionalización del problema catalán cuando no hay cabecera de prensa influyente en Europa y en el mundo que no venga reclamando a Rajoy que deje de esconderse en los tribunales y proponga iniciativas políticas para Cataluña. (Aquí algunas “citas subversivas” recogidas en La Vanguardia y aquí otras comentadas en su último vídeoblog por Fernando Berlín).

La lectura más optimista de la decisión judicial de este jueves en Alemania sería confiar en que sirva como acicate definitivo para variar las hojas de ruta más disparatadas de esta grave crisis constitucional. Un cambio de criterios en la Fiscalía y en el Supremo que terminara con esa especie de “prisión provisional permanente” en la que se ha convertido el encarcelamiento de dirigentes independentistas; una apuesta desde el independentismo por un “Govern efectivo” y pragmático, al que se comprometió el presidente del Parlament, Roger Torrent; una retirada inmediata del 155 que devolviera el autogobierno a Cataluña; una disposición (inédita) de Mariano Rajoy de participar en un diálogo político sin condiciones entre los partidos llamados “constitucionalistas” y las fuerzas independentistas para explorar vías capaces de superar los bloques. (Ya sugerí la semana pasada la lectura del nuevo ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca, que propone alguna base de la que partir si de verdad se busca algo más que electoralismo y populismo).

P.D. Me sorprendió este jueves la decisión de la justicia germana cuando intentaba dar cuenta de varios asuntos tan calientes como indignantes. Concluye una semana marcada por temas que aparentan ser diversos, pero que respiran el oxígeno común de una concepción patrimonialista y partidista del poder, y que atropella reglas básicas de una democracia de calidad. ¿Qué tienen en común la detención de Hervé Falciani, el caso del máster de Cristina Cifuentes y el desparpajo con el que algunos políticos del PP se permiten cobrar un sueldo del Congreso o el Senado y a la vez una pensión del Europarlamento? Para decirlo pronto y claro: nos toman por imbéciles. Se van sumando decisiones, reacciones y gestos que socavan la credibilidad del sistema por parte de actores principales del mismo, así que no puede sorprender que se extienda socialmente la impresión de que van provocando a la ciudadanía, cuya capacidad para digerir ofensas a la inteligencia y asumir un permanente desgaste democrático superan los límites de la dignidad. Abundaremos sobre ello, porque la banalidad del mal no se toma un respiro.

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