Plaza Pública
Necesitamos universidad de saberes insurrectos
Hay palabras y gestos que nos reconcilian con la humanidad que somos. Cuando así ocurre experimentamos una suerte de redención, pues esos hechos benefactores, llevados a cabo por espíritus nobles, nos rescatan de las miserias en las que nos vemos inmersos. Ha sido el filósofo Emilio Lledó quien nos ha echado una mano salvífica, ayudándonos a levantar la cabeza, por lo menos, estando en medio del lodazal. Mente lúcida y virtud cívica se han aunado, una vez más, en él para rechazar la Medalla de Oro con la que le iba a distinguir la Comunidad de Madrid. Tal decisión ha sido explicada por él mismo como respuesta a la indecencia con que se ha contaminado la política madrileña por parte de quien estaba al frente de ella como presidenta de su Ejecutivo, la señora Cristina Cifuentes, y por el partido que la ha sostenido y jaleado hasta su dimisión, partido inmerso en diversos procesos judiciales por la corrupción sistémica que le afecta, especialmente en dicha comunidad autónoma.
Así pues, el profesor Lledó ha protagonizado con su gesto una protesta totalmente justificada por lo que ha supuesto el “caso Cifuentes” de daño a la universidad por el abuso de poder cometido por la que fuera presidenta –ya dimitida– al obtener un máster mediante tratos de favor y escandalosa acumulación de irregularidades, incluyendo presuntamente la inducción a la comisión del delito de falsedad en documento público, amén del perjuicio ocasionado a las instituciones autonómicas, contribuyendo de la manera más cínica al descrédito aún mayor de una política ya de por sí muy deteriorada. Y bajando a ciertos detalles –dejamos atrás el escabroso asunto de las imágenes, ilegalmente conservadas, de la señora Cifuentes pillada hace años in fraganti llevándose sin pagar productos de un supermercado–, no ha sido cuestión menor el ataque llevado a cabo desde el Partido Popular a la universidad pública, sirviéndose de lo que ha significado la impresentable patrimonialización que muchos de sus dirigentes hacen de instituciones del Estado, en este caso de la Universidad Rey Juan Carlos, para volver a ese abuso de lo público en contra precisamente de la universidad pública en general. Los efectos de tales modos de proceder sobre instituciones políticas y académicas hacen aún más valioso y oportuno el gesto de don Emilio Lledó, pues ese escenario hace inviable distinguir –tratando de salvar el sentido de una distinción institucional– entre el partido que gobierna y la institución ocupada por él, siendo precisamente este hecho, tal ocupación, el que ha de ser también políticamente denunciado, como ha hecho quien iba a ser homenajeado, nuestro filósofo, con una decisión moral cargada de imprescindible rebeldía.
Si ahora, reconfortados por la decisión personal de un insigne pensador que con ella realza la fuerza crítica de la función intelectual, pasamos a poner en relación ese acto individual de resonancia colectiva, con la situación de la universidad en general en la que se ha producido el extremo del “caso Cifuentes”, podremos argumentar a favor de que el coraje cívico del filósofo tenga su correlato en la inexcusable rebeldía que ha de desplegarse desde las universidades si queremos que no sucumban en lo que respecta a su “vocación” en medio de la vorágine mercantilista que nos arrastra. Porque, en el fondo, la deleznable actuación consistente en utilizar el poder democrático como dominio sobre terceros para arrancarles, gratis y sin esfuerzo, un título universitario que para los demás es costoso en términos económicos y de dedicación personal, se inscribe en un panorama académico en el que las titulaciones universitarias, los másteres especialmente, han quedado expuestos a verse reducidos a productos ofertados a clientes que concurren al mercado de la formación superior.
Cuando la universidad se mercantiliza, en circunstancias en las que a las dinámicas globalizadoras más recientes se suman las tendencias positivistas que se vienen acentuando desde décadas atrás, de modo que la valoración economicista de las titulaciones y sus respectivos campos de saber entronca con el desequilibrado realce de las ciencias productoras de tecnología susceptible de aplicación industrial o de cualesquiera otros rendimientos en clave capitalista, tenemos como resultado que se producen perversos efectos que alteran la razón de ser de la universidad. Ésta, cada vez más sujeta a una lógica economicista, se ve sometida a la ley de la oferta y la demanda, bien es verdad que con la inestimable ayuda de una mano política que ni siquiera se preocupa de camuflarse tras el velo de la invocada mano invisible del mercado. No hace falta insistir mucho, porque queda a la vista, en que las llamadas Humanidades llevan las de perder en tal mercado, que cuenta, además, con un acentuado sesgo tecnocrático. Desde las mismas Humanidades, que no son tecnofóbicas, cabe advertir que el poder económico que acapara la tecnología se volverá en contra de la investigación científica que instrumentaliza en cuanto ésta deje de reportar los beneficios esperados.
Un filósofo de cuerpo entero como Lledó, no sólo con su extensa obra, sino con el gesto que ha regalado a la ciudadanía española, invita a rescatar para nuestra universidad lo que justamente las Humanidades significan. Al ofrecernos un ejercicio práctico –de praxis como acción política moralmente orientada– de “amor a la sabiduría”, es decir, de filosofía con dignidad, Lledó bien nos puede conducir a suscribir palabras como las que el también filósofo Derrida escribe en su libro sobre Universidad sin condición al defender una especie de “soberanía” para la universidad: dicha “soberanía”, como concreción de la autonomía universitaria, es necesaria para una “incondicionalidad crítica” que de ninguna manera se debe perder. Tal incondicionalidad implica “un compromiso público, una responsabilidad ético-política” de la que la universidad no puede sustraerse y que las Humanidades, dado su campo epistémico, han de representar de forma especial.
Si de las páginas de Derrida pasamos a las reflexiones de Michel Foucault igualmente encontramos consideraciones indispensables. La reflexión foucaultiana, abundando en la crítica a unos saberes sometidos a un modo de entender la ciencia que implica a su vez la servidumbre respecto al capital, plantea correlativamente la necesidad de una “insurrección de los saberes” que, recogiendo la “memoria de los combates”, hagan frente a los “efectos de poder” que jerarquizan y centralizan los saberes en función de intereses económicos y de dominio político camuflados bajo las apariencias que el cientificismo se encarga de construir.
Foucault, con todo, obliga a ser conscientes de la paradoja de las Humanidades: con una pretensión transgresora que la misma literatura se encarga de mantener viva y que la filosofía, por ejemplo, quiere elevar a la máxima potencia, se encuentran en una sociedad capitalista desarrollada en la que la misma transgresión resulta amortizada y relanzada como producto según la lógica del mercado. La “normalización” de la enseñanza universitaria, decantando además la tarea del profesorado –para colmo, precarizado en un alto porcentaje– lejos de lo que de suyo implica el “profesar” un compromiso de verdad insobornable, verifica la “fuerza del enemigo” y la debilidad de las armas con las que se cuenta. No obstante, hay que resistir a la claudicación. Y no sólo a resistir, sino a seguir construyendo, ya que la universidad está emplazada a generar saberes y cultivar memoria para dar paso a esa “parresía” u osadía que lleva a decir siempre la incómoda, incluso peligrosa verdad. A veces un gesto cargado de sentido, como el de Emilio Lledó, nos indica hacia dónde, por qué y para qué hemos de ir en el mundo universitario –en nuestra sociedad, en definitiva–. Al lema recogido por Kant, “atrévete a pensar”, hay que añadirle el “atrevámonos a actuar”, precisamente para que el pensamiento no naufrague. La vida digna necesita de la sabiduría que nos ha sido testimoniada por un maestro erguido contra el envilecimiento de nuestra sociedad y la domesticación de la universidad.
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José Antonio Pérez Tapias es decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada.