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Los riesgos de ser periodista en México

Cuerpo sin vida de Javier Valdez después del ataque.

“A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”, escribía el periodista Javier Valdez, el 25 de marzo de 2017 en su cuenta de Twitter, dos días después de la ejecución, de 8 disparos con balas 9 mm, de Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada, en Chihuaha. Como si sus palabras hubieran sido escuchadas, Javier Valdez, corresponsal de La Jornada y de la agencia AFP durante 10 años, autor de varios libros sobre el narcotráfico, sucumbía a las balas en Sinaloa, el 15 de mayo de 2017. Desde enero de 2017, 18 periodistas han sido asesinados en México y hay otro informador desaparecido. El pasado 15 de mayo, coincidiendo con el aniversario de la muerte de Valdez, Juan Carlos Huerta Martínez, de Panorama sin reserva, era asesinado a balazos en Tabasco. El viernes 25 de mayo, Alicia Díaz González, periodista en El Financiero, era asesinada en su casa de Nuevo León. El martes 29 de mayo, Héctor González Antonio, corresponsal del diario Excélsior, era hallado muerto y apaleado en la calle, en Estrella de Ciudad Victoria, en Tamaulipas.

Desde el año 2000, 118 periodistas han sido asesinados en México. Pero los ataques han aumentado en los tres últimos años, arrojando un balance de 34 muertos, 12 de ellos en 2017, según la ONG Artículo 19, que contabilizó el año pasado 507 agresiones (de ellos, 83 ataques físicos o materiales). Estas cifras suponen un aumento del 23% en 2017. Para Reporteros sin Fronteras, México se sitúa por detrás de Siria, convirtiéndose en “el país en paz [...] más peligroso del mundo” para los periodistas. A ello se añade la impunidad de los agresores. “El Gobierno no ha destinado los medios necesarios, ni mostrado voluntad política”, señalaban en diciembre relatores de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y de la ONU tras una misión en México. “La impunidad de que gozan estos delitos es la norma en caso de asesinato y de desaparición de periodistas”.

La Fiscalía especializada en delitos contra la libertad de expresión (Feadle), creada en 2006, pese a haber registrado 1.003 denuncias por agresiones, sigue siendo una institución “vacía”, según la CIDH. Según cifras gubernamentales, el 99,6% de los crímenes siguen sin resolverse en estos momentos. Resulta rarísimo que uno de los asesinos de Miroslava Breach fuese detenido en diciembre, mientras que el comando que ejecutó a Javier Valdez, cayó en abril. Sin embargo, personas del entorno de los periodistas temen en público que los promotores los asesinatos se encuentren a salvo. Ante la próxima celebración de elecciones presidenciales y legislativas, el próximo 1 de julio, los tres candidatos en liza han evitado, hasta la fecha, una cuestión que preocupa y moviliza a los profesionales de la información y a las ONG en México.

El 23 de marzo de 2017, a las 7 de la mañana, Miroslava Breach estacionaba su vehículo a las puertas de su casa; esperaba a su hijo, a quien debía llevar a la escuela. Un asesino se colocaba entonces delante de su vehículo y le disparaba dos balazos en la cabeza, antes de situarse al lado del conductor y vaciar el cargador en ella. En el lugar del crimen, la policía recogía un mensaje donde se podía leer: “Así acabarán todos los que tienen la lengua larga”. También amenazaba al gobernador de Chihuahua y firma El 80. “El 80”, alias El Larry o El Wa, es miembro de un grupo criminal, Los Salazar, vinculado al cartel de Sinaloa. Prácticamente un año antes, la periodista había publicado una investigación en la que abordaba las maniobras de los Salazar para imponer a Juanito, sobrino del líder del clan, como candidato único a las municipales de Chínipas (por el partido de gobierno, el Partido Revolucionario Institucional, PRI).

  Un mecanismo de protección insuficiente

Lengua larga, quería decir revelar el juego de los partidos y el hecho de que, una vez más, hombres y mujeres vinculadas al narcotráfico fueran a optar a la alcaldía de localidades clave en la ruta de la droga a Estados Unidos”, explica el periodista Ignacio Rodríguez Reyna, director del site de investigación Quinto Elemento Lab. “Miroslava lo hizo en 13 párrafos. Y la mataron por ello”.

El Larry, uno de los autores del asesinato, pero también responsable amenazas contra el gobernador, fue detenido en diciembre, tras haber sido identificado, así como al autor de los disparos, tras el visionado de las cámaras de videovigilancia que filmaron su vehículo en las inmediaciones del domicilio de la periodista. La investigación también demostró que responsables del PAN –Partido de Acción Nacional– y el alcalde de Chínipas habían enviado, para disculparse, a los Salazar grabaciones de sus contactos con la periodista de Chihuahua, colega de Miroslava Breach, Patricia M., quien huyó primero de la ciudad y después del país.

Un servicio federal de protección de los defensores de los derechos humanos y de los periodistas –el Mecanismo de Protección– se ocupa desde 2012 de las llamadas de socorro, aplicando medidas de seguridad que van hasta el “alejamiento” en la capital o incluso en el extranjero. En el programa se han inscrito más de 349 profesionales, 130 en 2017. Al menos 15 viven como refugiados en México. “El mecanismo carece de medios y no dispone todavía de servicios descentralizados en todos los Estados”, opina Jan-Albert Hootsen, responsable de la delegación del Comité para la Protección de los Periodistas en México, quien propone un botón del pánico, cámaras de vigilancia, rondas y eventualmente escolta. “Pero la mayoría de los periodistas prefieren no tener escoltar porque llama la atención”. Miroslava Breach fue asesinada poco después de la activación de la alerta.

“Parece que no existe salvación, pero eso también hay que decirlo”. El desplazamiento, por no hablar de exilio, es una salida temida por considerarla la muerte profesional de estos periodistas, instalados en provincias con sus familias. “El periodista evacuado pierde sus ingresos, hay que acoger a su familia: hay necesidades psicosociales que el mecanismo de protección no asume”, añade el corresponsal del CPJ.

El asesinato de Javier Valdez tuvo el efecto de una bomba en la comunidad de los periodistas mexicanos. Valdez, residente en Sinaloa, la ciudad de El Chapo, era un periodista de peso, autor de siete libros, todos ellos dedicados al crimen organizado en México: Mala Yerba, en 2010; Con una granada en la boca, en 2014; y, el último, Narco periodismo, aparecido en 2016… Además de ser corresponsal de La Jornada y de freelance para la AFP, había fundado el semanario Ríodoce. El 15 de mayo de 2017, iba conduciendo cuando un coche le adelantó, obligándole a frenar. Valdez, arrastrado del coche, resultó herido por los tiros de un primer asaltante, cae para ser después alcanzado por las balas de un segundo tirador. En total, recibió 12 balas. Los asesinos se esfumaron. Uno de ellos, en el coche del periodista, abandonado a un kilómetro del lugar de los hechos. “Javier trabajaba con pasión, pero en tensión permanente, con el miedo de caminar sobre una línea invisible que podría cambiar de lugar sin preaviso”, dice Ignacio Rodríguez Reyna. “Sabía que se jugaba la vida. Y lo asumía”. Y efectivamente, así lo decía el periodista: “No quiero morir, no lo busco, aunque asumo que puede suceder, no sólo porque soy periodista y publico, sino porque vivo en Culiacán, en Sinaloa, como en cualquier otro rincón del país. Parece que no existe salvación, pero eso también hay que contarlo”.

Dos meses antes, Valdez publicaba en Ríodoce una entrevista a un rival de los Chapitos, los hijos de El Chapo Guzmán, el que fuera hombre de confianza de su padre, Dámaso López Núñez, alias El Licenciado. Los Chapitos le enviaron un mensajero a Valdez pidiéndole que no publicase el artículo y después le propusieron comprarle la edición. Pero ante su negativa, los narcos persiguieron a las camionetas de entrega y adquirieron todos los ejemplares impresos de Ríodoce, en todos los puntos de venta. “Corría el 19 febrero. No hubo violencia, sino intimidación, sí”, explica el director de Ríodoce Ismael Bojórquez. A partir de ese momento sentimos inseguridad, sobre todo por Javier. Pensamos que debía dejar temporalmente la ciudad. Él mismo habló al respecto con organismos internacionales, que le propusieron sacarlo un tiempo del país, pero la idea de dejar a su familia le costaba demasiado”.

Los periodistas de Ríodoce tienen la sensación de que las cosas se han “calmado” con la captura de El Licenciado, el 2 de mayo. Ismael Bojórquez habló incluso con Javier Valdez, la misma mañana de su asesinato. “Nos equivocamos, como nos equivocamos haciéndole la entrevista de Dámaso, porque nos metimos en una guerra mediática que no era la nuestra”, dice el director de Ríodoce. El pasado 24 de abril, en vísperas del aniversario del asesinato, los asesinos de Valdez, identificados con imágenes de videovigilancia, fueron finalmente capturados. Y pertenecen al clan de El Licenciado. Heriberto N, alias El Koala, uno de los pistoleros, recibió como pago por el asesinato un arma gravada con el emblema del clan.

Pero si es peligroso para los periodistas cubrir el crimen organizado como hacía Valdez, seguir la vida diaria de su ciudad puede serlo otro tanto. “No sabemos adónde vamos”, explicaba un periodista a la CIDH. La cobertura de la violencia o de la actividad ilícita de un cartel no es la único que nos trae problemas. A veces, un suceso, como la violación de una mujer o el incendio de una estación de servicio ha provocado represalias de los traficantes de droga”.

Los más expuestos son los periodistas freelance, como el hondureño Edwin Rivera Paz, abatido en Acayucán (Veracruz) en julio de 2017, o representantes de los pequeños medios de comunicación y blogueros independientes, que “no tienen apoyos institucionales”, subraya Jan-Albert Hootsen. En 2017, el primer asesinado, Cecilio Pineda Brito, había publicado tres horas antes en Facebook un vídeo en el que acusaba a un grupo de autodefensa que bloqueaba una carretera federal. Al rechazar pagar el impuesto exigido por la banda de los Tequileros (10.000 pesos, 400 euros por familia), los bloqueadores de San Miguel Totolapan denunciaban protecciones y las facilidades concedidas a los sicarios y a su familia por la policía del Estado. Al volante de su coche, Pineda resumió la situación que encontró en el camino de regreso. Después le daba a publicar. Esa misma noche, asesinos motorizados lo ejecutaban con tres balas de 9 mm en la estación de lavado de coches.

El pasado 5 de febrero, otra periodista freelance, la bloguera Pamela Montenegro, era asesinada por dos hombres armados cuando cenaba con su marido en un restaurante de Acapulco. Recibió 15 balazos, en la cabeza, los brazos y el tórax. En su canal de YouTube, Sillon TV, interpretaba un personaje, La Nana Pelucas, y difundía entrevistas o secuencias que alternaban críticas de la vida local y consejos humorísticos a las amas de casa. “Sus programas nunca han hablado de ejecuciones, de muertos ni de grupos criminales”, subrayó el periodista Miguel Angel Mata. “Sus críticas iban dirigidas a los políticos cínicos corruptos”. Su último vídeo era un ataque al alcalde de la ciudad y al organismo municipal de turismo que gestionaba el puerto de Acapulco. “La única cosa que hemos hecho es trabajar y el único al que hemos criticado claramente y abiertamente es a Evodio Velázquez [alcalde de la ciudad]”, explicaba el marido de la bloguera, que habla de las amenazas recibidas por su mujer después de su emisión. La fiscala general del Estado asegura que existen sospechas de contactos entre el alcalde y la célula que asesinó a la bloguera.

“Ahora hay zonas sin cobertura periodística. Zonas de silencio”. Las autoridades locales a menudo son los primeros adversarios de los periodistas amenazados. Cándido Ríos, periodista en el Diario de Acayucan, ha denunciado los ataques, el acoso y una agresión física, de la que considera promotor al alcalde de Hueyapán. Ríos es el vivo ejemplo del fracaso del programa federal de protección. Amenazado de muerte durante tres años, fue abatido cuando hablaba con conocidos en una estación de servicio, el 22 de agosto de 2017. Las dos personas que hablaban con él también fueron asesinadas. El domicilio del periodista estaba rodeado de una verja coronada de alambra de espino y vigilada por media docena de cámaras de seguridad. “Las disposiciones tomadas por el servicio federal fueron eficaces en su momento, pero en el domicilio. Mi padre no trabajaba en casa. Su oficio era estar fuera de casa, andando por las calles y buscando temas sobre los que escribir”, dice la hija de Ríos.

  Instituciones “podridas por dentro

En un vídeo grabado en un campo y publicado diez días antes de su muerte en Facebook, Cándido Ríos había explicado la situación en que se encontraba: “La de haber perdido el eco al levantar la voz”. “No empleamos armas. En cualquier caso, nuestras armas no disparan balas. Nuestras armas disparan verdades. Por naturaleza, soy periodista”. Reconoce errores, en los puntos, las comas, la ortografía, pero no en los hechos. Lo que le hace hablar es la “soberanía de su pueblo en peligro”. Denuncia la corrupción política, las desapariciones, el que “manda matar, hace desaparecer sin nunca ser molestado”, que utiliza a periodistas comprados. Muestra sus bolsillos y su monedero, vacíos. “Voy feliz por la calle, la gente me quiere, me aprecia, camino con la cabeza alta”. Denuncia varios políticos y después apaga la cámara.

“Las instituciones del Estado están podridas por dentro”, explica Ignacio Rodríguez Reyna. “El crimen organizado ha sustituido al Estado. El control territorial le permite hacer lo que quiere. En algunas zonas, cada vez mayores, los alcaldes, los responsables de seguridad, los agentes de la Policía Judicial, los jueces, los jefes de trabajos, los coordinadores de la Policía Municipal les pertenecen. Los miembros del crimen organizado se han convertido en el Estado. Compran y extorsionan por todo: por el número de niños que se puede llevar a la escuela –un precio diferente entre primaria y secundaria–, por el número de kilos de carne o de limones que se puede vender, por el número de metros de fachada que dispone tu casa a la calle, etc.”.

El informe conjunto de la CIDH y de la ONU apunta también a la “profunda crisis de seguridad” que atraviesa el país, que afecta gravemente a los derechos humanos y a la “descomposición del Estado de derecho y del Gobierno a nivel local y en todo el país”. Los medios de comunicación están en la primera línea. Las alternativas ofrecidas a los periodistas se resumen en dos palabras: “Plata o plomo”. “Ahora hay zonas sin cobertura periodística”, resume resume Jan-Albert Hootsen. “Son zonas de silencio. Los periodistas tienen miedo y ya no pueden hacer su trabajo. Se censura a los medios de comunicación. Hay una lista de reglas larga, muy estrictas e infringirlas se paga con la vida. No hay ninguna protección frente a ello”.

En un testimonio anónimo recabado en 2014 –pero que aparece en el último informe de Artículo 19–, una periodista exiliada en el extranjero con su familia contaba sus condiciones de trabajo en Tamaulipas, un Estado dominado por el cartel de los Zetas. “Las cosas funcionan así: los Zetas te llaman por teléfono: tienen tus números, el del móvil, el de la oficina y el de casa”. Este clan integrado por paramilitares se comporta con el redactor jefe y transmite informaciones que se deben publicar, precisando dónde publicarlas (en portada o en páginas interiores). “Envían sus comunicados a través de un subjefe de prensa. Pueden enviarte también la orden de no publicar algo. Los Zetas aseguran una vigilancia precisa de todo lo que se publica en la presa y quién firma qué artículo. Comprueban si lo que te han ordenado ha sido publicado o no”. Sólo muestran interés por la página de sucesos. “Se ocupan de la agenda, desde los bautismos y las primeras comuniones de sus hijos, que deben aparecer en el periódico como si fuesen informaciones importantes, a las protestas callejeras, cuando les conviene”. Pagan pequeñas sumas en señal de agradecimiento. Pero cuando los Zetas detectan que un periodista no ha cumplido una orden, las represalias pueden ir hasta el rapto o el secuestro. “Someten a palizas a los periodistas, a golpazos, con maderas bastante grandes, con clavos. Los golpean hasta que se desvanecen”, añade la periodista. “Los Zetas no piden nada. Debes publicar lo que te ordenan: la vida de tu familia está en juego”.

Las cosas se complican aún más “cuando otro grupo criminal llega y exige que obedezcas sus órdenes”. “Los primeros jefes te reclaman y los segundos, también. La única alternativa es huir y esconderse”.

En 2006, les Zetas lanzaban una granada en las oficinas del diario El Mañana, de Tamaulipas, cuyo director había sido asesinado dos años antes. El primer periodista asesinado en 2018, Domínguez Rodríguez, de Noreste Digital y Horizonte de Matamoros, murió apuñalado a los 77 años, el 19 de enero, en Nuevo Laredo, en el Estado de Tamaulipas… de 21 puñaladas. “Carlos denunciaba regularmente en sus artículos los raptos y el aumento de la violencia del crimen organizado en su ciudad. La víspera de su asesinato, acababa de publicar un editorial muy comprometido titulado “La violencia hace temblar el suelo mexicano en periodo electoral”, resume RSF. También acababa de reprocharle a una política local “que pagase con los periodistas que denuncian sus enormes errores”.

En México, es precisamente en Tamaulipas donde hay mayor número de periodistas desaparecidos, es decir 6 de los 24 que se buscan en el país desde 2003. “México es el país donde hay un mayor número de periodistas desaparecidos del mundo”, resume el director de Artículo 19. El último periodista raptado y desaparecido, Agustín Silva, de 22 años, acababa de cubrir una operación antidroga, el 16 de enero. Un mensajero le había pedido que declarase a favor de los detenidos, pero se negó a hacerlo. Tres días después, desaparecía después de haberse entrevistado con una fuente y tras anunciar su vuelta a casa. Su coche fue hallado abandonado no muy lejos del lugar, en Asunción Ixtaltepec (Oaxaca), en la frontera con Veracruz. Su familia no ha vuelto a tener noticias de él.

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    Traducción: Mariola Moreno

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