Los libros

Zorros y erizos

La llamada de la tribu, de Mario Vargas Llosa.

La llamada de la tribuMario Vargas LlosaAlfaguaraMadrid2017La llamada de la tribu

 

Además de su conocida labor como creador de ficciones, en forma de novelas sobre todo, si bien ha escrito libros de relatos y ha incursionado en el teatro, Vargas Llosa ha desarrollado una constante actividad ensayística y periodística. Con regularidad publica en distintos diarios del mundo su serie de artículos llamada Piedra de toque, en los que analiza sobre todo sucesos contemporáneos o cosas que ha experimentado recientemente. Sus ensayos han tenido sobre todo temas literarios, pero es sabido que a Vargas Llosa le ha interesado siempre la política, la cual forma también una buena parte de sus trabajos narrativos. Una de las mejores novelas de contenido político del siglo veinte latinoamericano es Conversación en La Catedral, y en sus artículos periodísticos comenta a menudo la situación política de varios países. Vargas Llosa fue incluso candidato a la presidencia de Perú, al frente de una plataforma liberal que se rebelaba en contra de las políticas nacionalizadoras del presidente Alan García.

El libro que nos ocupa, La llamada de la tribu, es de contenido político y constituye una especie de autobiografía político-intelectual, en el que expone lo que considera más importante del pensamiento de escritores que le han influido en su conversión al liberalismo. Vargas Llosa, al contrario que muchos escritores latinoamericanos, ha recorrido una trayectoria política que no es común en la intelectualidad de Latinoamérica. Tuvo simpatía por el régimen cubano cuando la revolución de Castro tomó el poder, pero muy pronto se desencantó, por las maneras dictatoriales que adquirían los regímenes socialistas, y sobre todo por la instauración de la censura en el caso de Heberto Padilla. Muchos escritores de América Latina y del mundo sostuvieron posiciones más bien izquierdistas, algunos incluso radicales y se dio casos como el de Sartre, quien también influyó en la formación intelectual de Vargas Llosa, que apoyaron regímenes a todas luces dictatoriales y justificaron atrocidades hechas en nombre del proletariado y por mor de la revolución socialista. Vargas Llosa fue uno de los pocos que denunciaron desde muy temprano los excesos autoritarios de los gobiernos así llamados socialistas. En este camino desde un tímido socialismo a lo que Vargas Llosa considera el pensamiento liberal le ayudaron varios autores, que son los que aparecen en este libro, todos expuestos de manera más bien hagiográfica, admirativa, y basando sus datos en más completas biografías, que él resume con soltura.

El primer autor que le ocupa es Adam Smith, el que le sirve para introducir una de las ideas principales de todo el libro: la libertad política y comercial requieren de un estado que se reduzca al mínimo y que se restrinja lo máximo a la hora de intervenir en el mercado y en la sociedad. El estado debe ser funcional y limitado, de lo contrario se convierte en un peligro para el ciudadano y para la democracia. El capitalismo solo puede prosperar en un clima de libertad, y con ello favorecer al conjunto de la población. En cuanto el estado maniata el mercado se suceden todas las enfermedades de sociedades disfuncionales.

Vargas Llosa continúa luego con el filósofo José Ortega y Gasset, de quien dice que se le ha arrumado injustamente en el rincón de las antiguallas, mientras que considera que muchas de sus ideas tienen enorme relevancia para el mundo actual. En libros como La España invertebrada y La rebelión de las masas analiza fenómenos que siguen siendo pertinentes para comprender la situación actual, como el resurgimiento del independentismo o la vigencia del espíritu tribal y superficial. De igual manera, en ensayos como La deshumanización del arte Ortega pudo apreciar un fenómeno que incluso hoy sigue dando que hablar: baste ver en lo que se ha convertido el así llamado arte contemporáneo, en el que un tiburón en un estanque pasa por arte, como para comprender que Ortega tuvo una visión profética y clara de lo que iría a suceder en el mundo del arte y en la sociedad en general. Vargas Llosa recalca además el hecho de que Ortega escribiera sobre temas complejos en un lenguaje diáfano, muy lejano del lenguaje esotérico con que escriben muchos filósofos hoy en día.

Vargas Llosa afirma que si le preguntaran qué pensadores modernos han influido más en sus ideas políticas, no dudaría un instante: Karl Popper, Friedrich August von Hayek e Isaiah Berlin, a quienes dedica también su correspondiente capítulo en este libro. Tras las que llama ilusiones y sofismas del socialismo, en las que alguna vez creyó, se puso a buscar filosofías de la libertad que pudieran congeniar los contradictorios valores de la igualdad y la libertad, la justicia social y la prosperidad. A su parecer ninguno fue tan lejos como Hayek, cuya tesis expresada en su panfleto Camino de servidumbre, ha sido, según Vargas Llosa, probada una y otra vez: "que la planificación centralizada de la economía socava de manera inevitable los cimientos de la democracia y hace del fascismo y el comunismo dos expresiones de un mismo fenómeno, el totalitarismo, cuyos virus contaminan a todo régimen, aun el de apariencia más libre, que pretenda ‘controlar’ el funcionamiento del mercado", en sus palabras. Vargas Llosa recuenta la confrontación entre Keynes y Hayek, pues el primero sí le atribuía una función positiva al intervencionismo estatal, algo que Hayek aceptaba, pero diferían en los límites de dicha intervención. Hayek, nos dice, era un hombre de ideas radicales, operando en un clima intelectual en el que las ideas de Keynes eran prevalecientes, y su radicalismo le llevó a cometer también grandes errores. Afirmó, por ejemplo, que una dictadura que practique una economía liberal es preferible a una democracia que no lo hace, y llegó a decir que bajo la dictadura de Pinochet en Chile había más libertad que en el gobierno populista y socializante de Allende. Fuera como fuere, Hayek tenía un gran respeto por Keynes y el debate entre ambos sirvió también para alimentar la discusión intelectual de mediados del siglo pasado.

El libro le dedica páginas muy elogiosas a Karl Popper, sobre todo por su libro La sociedad abierta y sus enemigos, en el que Popper analiza las razones que pueden llevar a una sociedad al totalitarismo. Se detiene Vargas Llosa en breve en la filosofía de la ciencia de Popper, que gira en torno al concepto de falsificación, esto es, la necesidad de que toda hipótesis o conjetura tenga que compulsarse con la experiencia. Llevado a la política, esto se traduce en la necesidad de mejorar la sociedad de a pocos, confrontando las medidas políticas con la realidad, siempre conscientes de que bien podrían ser medidas erradas que la aplicación en el mundo real desmienten. Esto en contraste con las ideas comunistas y fascistas de cambiarlo todo siguiendo patrones ideológicos que más tienen de metafísicos que de políticos. El sano escepticismo de Popper le despierta simpatía, porque evita quimeras y llama al sentido común y a la racionalidad tentativa, y al intercambio de ideas democrático de las sociedades libres. Como defensor del individualismo y de la libertad individual en una sociedad democrática, Popper también desconfiaba de lo que Vargas Llosa llama la llamada de la tribu, de todo tipo de nacionalismos y clamores por identidades colectivas.

Luego, Vargas Llosa se vuelca sobre la figura de Raymond Aron, de quien admira su tenaz defensa de ideas liberales en un ambiente intelectual de tendencias izquierdistas, en el cual Raymond Aron era vilipendiado y rechazado. Nos recuerda uno de sus libros fundamentales, El opio de los intelectuales, en el que Aron fustiga el fanatismo y analiza la actitud de los intelectuales frente al poder y al Estado desde la Edad Media, y compara al intelectual sometido a los dogmas del partido con el intelectual escéptico, esto es, libre, que se permite la crítica incluso (y sobre todo) de las propias ideas. Aron consideraba al marxismo una religión secular, y polemizó ardientemente con intelectuales como Sartre, quien llegó a defender la necesidad de los gulag debido a la lucha a muerte del proletariado con la burguesía. Aron jamás transó con las justificaciones ideológicas que coartaban la libertad individual y el pensamiento, y denunció tanto los fanatismos de la derecha como de la izquierda, algo que admira Vargas Llosa. Aron critica conceptos clave del marxismo, como el que llama el mito de la función rectora del proletariado, en el que reconoce orígenes mesiánicos, más producto de la tradición judeocristiana que de una fundamentación científica, lo que le convierte en un acto de fe. Los proletarios de la URSS, además, al llegar al poder antes que liberarse de un totalitarismo zarista lo remplazaron por la dictadura de las élites del partido único comunista. Aron, como los otros pensadores mencionados, desconfía de las ideologías que le atribuyen un sentido único a la historia, que terminará con la dictadura del proletariado, y le parece simplista atribuir a un solo factor, la lucha entre la burguesía y el proletariado, la función de motor de la historia. Vargas Llosa considera que Aron es un llamado de alerta contra el dogmatismo ideológico que legitima mitos de revolución y promueve la centralización. Por ello, cuando estalla la revuelta de mayo del 68, Aron se muestra incandescente e intransigente con las ideas comunes que agitan este periodo de la historia reciente Francia.

El siguiente capítulo lo dedica a un pensador por el que demuestra mucha admiración y respeto, Sir Isaiah Berlin, a quien llama el filósofo discreto. Berlin consideraba que las ideas tenían gran importancia en el desarrollo de la historia, y dedicó a la historia de las ideas buena parte de su vida intelectual como en su libro Russian Thinkers, en el que analiza el mundo intelectual de la Rusia de fin del siglo diecinueve y comienzos del veinte. De Berlin dice que su obra nos da la impresión de no poseer un pensamiento propio, pues expone con equilibrio las ideas de los demás, pero esta es una impresión que compara con el ideal flaubertiano de desaparecer al autor en sus personajes. Para Berlin los personajes son ideas, por lo que sus ensayos, según Vargas Llosa, se leen como novelas, con trama y acción incluidos. En Berlin también reconoce el saludable escepticismo de Popper, pues para Berlin las grandes utopías e ideologías son más bien ilusiones metafísicas, que no soportan la confrontación con la realidad. El verdadero progreso, para Berlin, se ha conseguido no por revoluciones cataclísmicas que pretenden cambiarlo todo de manera centralizada, sino gracias a "una aplicación sólo parcial, heterodoxa, deformada, de las teorías sociales. Los sistemas ideológicos tienen siempre un requisito para lograr este progreso, y es que esos sistemas fueran flexibles, pudiendo ser enmendados, rehechos, cuando pasaban de lo abstracto a lo concreto y se enfrentaban a la experiencia diaria de los seres humanos. El cernidor que no suele equivocarse al separar en esos sistemas lo que conviene o no conviene a los hombres es la razón práctica". Aunque Berlin atribuía una importancia fundamental a las ideas, éstas debían someterse al entrar en contradicción con la realidad, pues si ocurría lo contrario llegaban las guillotinas y los paredones. Berlin acuñó los conceptos de libertad negativa y positiva, que Vargas Llosa expone con claridad, a pesar de ser algo abstrusos en primera instancia, y recuerda la división que Berlin hizo de los zorros y los erizos, en su ensayo sobre Tolstoi. La libertad negativa está relacionada con la limitación de la autoridad del estado, que permita al individuo decidir su destino como le plazca, la positiva está más bien relacionada con las constricciones que impone la realidad social a lo que el individuo quiera hacer. Los zorros son aquellos intelectuales que lo saben todo, que tienen un conocimiento más bien amplio y disperso, que utilizan para su labor intelectual, mientras que el erizo sabe bien una sola cosa, posturas que Berlin compara con pensadores que analiza. A quienes alumbra una sola gran idea, que pretenden aplicar en todo terreno, les llama erizos, filósofos como Hegel, por ejemplo, quien con el mismo aparato conceptual intenta analizarlo todo, desde la historia hasta la naturaleza.

El libro se cierra con un capítulo dedicado a Jean-François Revel, escritor francés que se convirtió en uno de los más formidables polemistas de la Francia de la posguerra. Se alejó del mundo académico y se hizo periodista y ensayista político, en un mundo intelectual en el que campeaban por sus fueros las teorías abstrusas y escritas en lenguaje incomprensible, como el estructuralismo o el existencialismo, por lo que su combate, nos dice Vargas Llosa, fue bastante incomprendido y solitario. Revel privilegiaba los hechos a las teorías, y en cuanto le parecía que las ideas se alejaban de la realidad las criticaba de manera implacable. Escribió un libro mordiente, ¿Para qué los filósofos?, de una ferocidad crítica a la manera del mejor Voltaire, al que podría calificarse de panfleto, si a esta palabra la despojamos de su connotación negativa. Revel critica las modas intelectuales de su época, que según él arrastraban a la filosofía a ignominiosos niveles de artificialidad y esoterismo, lo que constituía una especie de suicidio. No era difícil en su época encontrarse con escritos y afirmaciones cuyo único propósito parecía ser impresionar al lector por la novedad absurda, algo que Revel condenaba con acidez. Al contrario que aquellos a los que criticó con mordacidad feroz, su estilo siempre fue claro y asequible, incluso cuando trataba con ideas complejas. Revel fue acusado de ser un conservador de derechas intransigente, pero nunca lo fue. Es más, en su juventud militó en el socialismo y consideraba que el peor obstáculo para el triunfo del socialismo no era el capitalismo sino el comunismo dictatorial. Lo que quería era reorientar en el buen camino la lucha en favor del progreso, la justicia y la libertad, lucha que se había extraviado más por males de la propia izquierda que por astucias del enemigo capitalista. Para Revel los peores enemigos de la sociedad liberal no eran los enemigos externos, como las dictaduras del tercer mundo, sino los objetores internos de la intelligentsia de los países libres, quienes se especializaban en criticar a las democracias con argumentos torcidos y algo que solo podía considerarse un odio a la libertad.

Este libro de Vargas Llosa representa una especie de ensayo autobiográfico de los pensadores que más han influido en su formación política. Está muy bien escrito y la exposición de los autores que trata es clara, sin dejar de exponer ideas complejas y relevantes. Si algo puede criticársele es que deja de lado la importante influencia que ha tenido el socialismo en la construcción de la sociedad moderna, sobre todo en las sociedades prósperas. La sociedad del bienestar es consecuencia de la diseminación política de ideas de libertad e igualdad que provienen de pensadores socialistas, y en este libro parece implicarse que todo aquello que tenga que ver con socialismo es inevitablemente dictatorial, lo cual no es cierto. Países como Suecia u Holanda, donde nadie se muere de hambre y existe un sistema que asegura la protección del ciudadano en cualquier circunstancia, no hubieran sido posibles sin la presencia de ideas igualitarias de cuño socialista en el mundo político que conformó sus sistemas de estado. Tiene razón Vargas Llosa, como la tienen los pensadores de los que escribe, en denunciar los sistemas que se autodenominaron socialistas y devinieron dictaduras espantosas. También en denunciar teorías e ideas que pretenden englobar toda la realidad histórica y social en un solo sistema. Sin embargo, una visión más equilibrada debiera haber dado su lugar también a las ideas socialistas que ejercieron y siguen ejerciendo un efecto positivo sobre las sociedades en las que están presentes. Por supuesto, ese no era el propósito del libro, sino exponer aquellos que le influyeron políticamente, pero quien lo lea puede llevarse una imagen errada de lo que ha significado el socialismo como idea rectora a lo largo de la historia. Con todo, es un libro que merece la pena ser leído y que se suma a una obra ensayística excelente y una trayectoria narrativa que ha sido reconocida de muchas maneras, desde el premio Nobel hasta las cifras de ventas de sus excelentes novelas.

*Frans van den Broek es escritor.Frans van den Broek

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