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Neoliberalismo digital y desigualdades

Gaspar Llamazares | Miguel Souto

Ya en 2009, el propio Barak Obama, después de recordarnos que sus ordenadores habían sido asaltados por piratas informáticos, advirtió de las nuevas formas de delincuencia y guerra en el siglo XXI: “En el mundo digital —decía— es posible perpetrar atentados desde las teclas de un ordenador”. De la gravedad de los ataques que se han producido desde entonces, es preciso obtener lecciones. Ante sí tienen las democracias el reto de poner la tecnología y la digitalización al servicio del bien común. Si el fin último ha de ser la construcción de un mundo mejor, nuestras democracias tendrán que ser capaces de evitar que los robots muy evolucionados elijan sus objetivos sobre la marcha.

El gobierno de la revolución digital no es sencillo, también hay un lado oscuro del cibercambio. Vivimos atrapados por redes sociales que contaminan el conocimiento con graves desinformaciones y virus de todas clases a gran escala. Además, grandes corporaciones mercadean sin control con nuestros millones de datos personales. Puesto que estas y otras evidentes situaciones pueden convertirse en incontrolables, urge que se haga efectivo un concepto emergente: el de “ciudadanía digital”, cuya competencia sería fijar normas de comportamiento referidas al uso de la tecnología, en donde se expliciten nuestros derechos y deberes digitales. En materia de regulación se esperan, de la Unión Europea, iniciativas legislativas en la línea del Reglamento General de Protección de Datos que ha entrado recientemente en vigor.

Paralelamente, al calor de los avances técnicos, destacan la automatización y la inteligencia artificial. Esta última no es nueva, lo que es novedoso es la magnitud de su aceptación, su omnipresencia. No hay datos para saber lo que va a venir. Lo que es seguro, es que la automatización y las nuevas tecnologías están trayendo consigo cambios radicales, muy especialmente en el mundo del trabajo. No hay sector que no se vaya a ver afectado a medio plazo —aunque se apunta que saldrán más perjudicados los trabajos más rutinarios y beneficiados los más creativos. En una época en que los Estados tienen que recaudar más impuestos para mantener el bienestar, habría que decidir sobre una fiscalidad de la robotización.

Los expertos, dentro y fuera del ámbito sindical, tienen que encender un debate clarificador: aquí hay un espacio central para los sindicatos. Estos deberían jugar, además, un papel fundamental en la puesta en marcha de planes en las empresas que produzcan un efecto real sobre la cualificación profesional. Hoy la formación continua no es solo una cuestión decorativa: se ha convertido en una cuestión trascendente.

En la era del pixel y las redes sociales, la digitalización es el verdadero hilo conductor de la globalización. Esta preponderancia es la manifestación de algo que no entiende de profesiones ni distingue entre países grandes y pequeños, aunque sí lo hace entre ricos y pobres. Y esto último es lo que hay que combatir. Ningún país, ni nadie, debiera permanecer pasivo en su sociedad opulenta, mientras tantos otros se reparten la miseria, el gas sarín y los misiles inteligentes. Es el momento de potenciar una tecnología guiada por la justicia social que no sólo proteja a los ricos y cuyos beneficios alcancen a todo el mundo. Los indicios, por ahora, no son prometedores; pero tampoco nos faltan buenos argumentos. Porque, como balance positivo, hay que apuntar que el homo tecnicus —y la técnica que éste ha generado— ha producido una gran cantidad de riqueza. ¿Qué pretexto hay para no hacer partícipes del bienestar a todos los seres humanos?

Si es verdad, como dice Antón Costas, que se ha generado una nueva aristocracia del dinero que no tiene sentido del compromiso social, estamos ante una quiebra del modelo tradicional de la sociedad del bienestar. En este escenario, coge fuerza otra cuestión importante: la idea de establecer una renta básica universal para paliar en lo posible los efectos de estos procesos (riesgo de áreas de desempleo masivo, bolsas de excluidos, etcétera). La crisis del estado social pone en peligro el ascensor intergeneracional. Numerosas familias que viven en la pobreza, con unas tasas muy altas de abandono escolar, ven que el despegue social es misión imposible. Lejos del discurso complaciente de que estamos mejor que nunca, las tendencias que se apuntan disminuyen las expectativas de los niños de mejorar el nivel con que nacieron. Esto es así por primera vez desde que las generaciones que vivieron nuestra posguerra emigraron a países lejanos y tuvieron que someterse a trabajos de todo tipo, pero construyeron un futuro mejor para sus hijos. ______________Gaspar Llamazares Trigo es promotor de Actúa y Miguel Souto Bayarri es profesor de la Universidad de Santiago.

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