En Transición
Legalizar la mentira en campaña electoral
Lo explica Innerarity en su libro Comprender la democracia: vivimos en sociedades cada vez más complejas que necesitan a su vez democracias complejas, pero esa misma complejidad impide que asuntos centrales puedan ser entendidos en su profundidad por el conjunto de la ciudadanía, lo cual dificulta el desarrollo de las democracias.
A menudo miramos el dedo que señala la luna y se nos pasan por alto, cada vez con mayor frecuencia, cuestiones centrales. Una de las últimas que he detectado es la reforma de la Ley de Protección de Datos. El mismo día que se votaba en el Senado para su aprobación, saltó a los medios de comunicación uno de los aspectos más controvertidos: gracias a la nueva norma, los partidos podrán elaborar perfiles ideológicos de sus votantes con los que segmentar la información que les envían. Por ejemplo, la publicidad electoral, algo que por otro lado ya venía practicándose por algunas formaciones. La ley tiene otros aspectos polémicos como carecer de un reconocimiento expreso y amplio a la libertad de información, que puede llegar a poner en peligro a los medios que desvelan nuevos casos de corrupción, como explican Hervé Falciani y Simona Levy, de Xnet.
Me conformaré con compartir dos reflexiones, o mejor, dos temores sobre el asunto de los perfiles ideológicos que pueden elaborar los partidos. El primero es el de caracterizar políticamente a alguien según el rastro que va dejando en la red; es decir, por las páginas que visita, las noticias que lee, las que comparte, las que comenta, etc. De esta forma, un partido puede detectar aquellos asuntos en los que tus preocupaciones coinciden con sus propuestas y hacértelas llegar. Hasta ahí todo bien, pero, y ¿qué pasa con esa otra parte de su programa que no te muestra? Si un partido observa que me preocupan los temas ambientales, y considera que es uno de sus puntos fuertes, me hará llegar sus propuestas electorales sobre asuntos verdes, pero no me dirá nada de su política fiscal, o de qué piensa hacer con las pensiones o cómo va a impulsar la lucha contra la violencia de género. Sabemos que las identidades políticas ya no responden a bloques homogéneos: hay quien es ecologista, pero no se reconoce feminista; o quien aboga por el aborto libre y el reconocimiento de la diversidad sexual, pero vota a la derecha. Si esto dificultaba la identificación de las preferencias de los electores, el rastro que dejamos en la red puede ayudar a solventarlo. Pero, ¿a qué precio? Al de la media verdad, es decir, al de la mentira, o cuando menos, el engaño.
Los malos humos de la derecha
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Hay una segunda derivada de todo esto, a mi juicio más preocupante, si cabe. Sabemos que las redes sociales tienen una lógica autorreferencial. Es decir, cada cual construimos nuestra comunidad con aquellas personas con las que tenemos mayor afinidad, cuyas opiniones son referentes para nosotros y a las que prestamos atención porque lo que dice resuena en nuestra cabeza, que previamente hemos amoldado para ello. Esto hace que creamos y nos movamos por burbujas de iguales, o al menos, de similares. Andrés Ortega lo explica muy bien en este artículo citando un experimento realizado por sociólogos norteamericanos.
Sin embargo, rara vez nos relacionamos –exceptuando los trolls– con quienes piensan y opinan de forma diferente a nosotros, aunque sea un poco diferente, y pocas personas o perfiles encontramos que puedan hacer de enlace entre comunidades distintas. Cuando eso ocurre, es porque una idea está desbordando y se está haciendo inmensa: pasó con el 15M. El tráfico de tweets estudiado por el BIFI de la Universidad de Zaragoza demostró que fue al conectarse distintas comunidades, –en absoluto contradictorias pero tampoco idénticas–, cuando el movimiento alcanzó su esplendor, y posiblemente si estudiáramos lo que ocurría en las redes sociales las vísperas del 8 de marzo de 2018 encontraríamos tendencias similares. Sin embargo, esto raras veces ocurre. Lo normal es que cada cual viva en su burbuja y lea, escuche y se relacione con los semejantes. Las consecuencias están claras: sociedades cada vez más fragmentadas, con posiciones progresivamente más cerradas, más seguras de sí mismas, con menos dudas y prácticamente ninguna necesidad de escuchar al diferente.
Que nadie vea aquí una acusación a las redes sociales como las culpables de construir sociedades crispadas –mantengo mi batalla personal contra las teorías de los chivos expiatorios–, pero su lógica no sólo no permite la deliberación y el debate con el distinto, sino que favorece dinámicas centrípetas que a la larga producen enconamiento y polarización. O cambiamos de alguna forma –no sé cómo– esta lógica, o estamos condenados a no entendernos. Es más, ni siquiera a intentarlo.