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Libertad de expresión

Si quemar una bandera es libertad de expresión, ¿es delito que un cómico se suene los mocos en ella?

Fragmento del vídeo satírico de Dani Mateo en el Intermedio.

Cuarenta y un años después de que, por vez primera, el Tribunal Supremo de EEUU sentenciara en 1969 que quemar una bandera constituye un acto protegido por la libertad de expresión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) llegó en 2010 a ese mismo punto, aunque la bandera que había ardido aquí era rusa. De paso, también una foto de Vladímir Putin acabó pulverizada por las llamas.

Hoy, noviembre de 2018, un juez ha aceptado imputar por delito de odio y ultraje a la bandera al cómico Dani Mateo. Y no por quemar una enseña sino por sonarse –o fingirlo– la nariz en ella durante un programa televisivo de humor. La brecha entre la jurisprudencia europea sobre el delito de odio y los ultrajes a los símbolos patrios y la línea seguida en España cobra así nuevo protagonismo: porque el Tribunal de Estrasburgo lleva años avalando actuaciones que el Código Penal español, pendiente de reforma en esa materia, permite aún tipificar como delito de odio o ultraje. El anuncio efectuado este lunes por la fiscal general del Estado, María José Segarra, de que la Fiscalía limitará las acusaciones por delito de odio –castigado con cárcel– irrumpe en el debate en un momento que distintos juristas califican en privado como de "clara involución".

Dictada el 2 de febrero de 2010 tras el recurso de un partido al que las autoridades de Moldavia prohibieron en 2004 organizar una manifestación porque en una protesta anterior ya habían terminado en llamas la bandera rusa y la efigie gráfica de Putin, aquella sentencia del TEDH [puedes leerla en inglés pinchando aquí] se convirtió en uno de los pilares de la doctrina de la Corte de Estrasburgo sobre libertad de expresión. Libertad legítima, dice la sentencia, incluso en su faceta más controvertida: la que se plasma en muestras que pueden "ofender, conmocionar o perturbar". 

De hecho, el caso moldavo aparece varias veces citado en la resolución  por la que el TEDH condenó en marzo de este año a España a indemnizar con más de 12.000 euros a cada uno de los dos individuos previamente condenados por quemar en 2007 fotos del rey durante una protesta en Girona.

En 2015, el Tribunal Constitucional había denegado el amparo a los dos autores de la quema de imágenes de Juan Carlos de Borbón y su esposa. Y lo hizo justamente invocando la doctrina del Tribunal de Estrasburgo. El TEDH, dijo entonces el Constitucional, considera obligado “sancionar e incluso prevenir todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia”.

Pero la sentencia de marzo sobre las fotos evidenció dónde sitúa la corte europea el límite infranqueable que separa la libertad de expresión de la incitación al odio. Y esgrimió de nuevo argumentos muy similares a los del caso de Moldavia reseñado al comienzo: "La inclusión en el discurso de odio [que es lo que adujo el Gobierno español] de un acto que, como el que se reprocha en este caso a los demandantes, es la manifestación simbólica del rechazo y de la crítica política de una institución y la exclusión que se deriva del ámbito de protección garantizado por la libertad de expresión conllevaría una interpretación demasiado amplia de la excepción admitida por la jurisprudencia del TEDH –lo que probablemente perjudicaría al pluralismo, a la tolerancia y al espíritu de apertura sin los cuales no existe ninguna sociedad democrática".

El discurso del odio, razonó el tribunal, es un término "que se entiende que abarca todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia". Quemar fotos del jefe del Estado, como quemar una bandera, no pertenece a esa categoría, sostiene Estrasburgo.

Ahora, ocho meses después de la sentencia de las fotos de Juan Carlos de Borbón y con el humorista Dani Mateo imputado por ultraje a la bandera y delito de odio tras el sketch en que se sonó la nariz en una enseña nacional, el constitucionalista Miguel Presno se hace una pregunta en su blog: "Si es libertad de expresión, como ha dicho el TEDH, quemar la bandera de un Estado o la foto del rey de España para exteriorizar aversión o discrepancias políticas, ¿cómo no va a ser libertad de expresión llevar a cabo esas conductas con una mera intencionalidad satírica u humorística? ¿Es libertad de expresión quemar una bandera nacional y no lo es sonarse con ella, o aparentar sonarse, los mocos?".

Dudas de constitucionalidad

Profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Oviedo, Presno declara abiertamente las "muchas" dudas legales que le suscita el artículo 543 del Código Penal, que castiga con multa de siete a 12 meses “las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad”. "Sería interesante –dice en una conversación telefónica con infoLibre– que algún juez planteara una cuestión de constitucionalidad". Además, y por definición, argumenta el jurista, "los símbolos no tienen honor, el honor lo tienen las personas".

Presno no recuerda "ningún precedente" similar al de Dani Mateo. Todo lo más, y por analogía, el de la pitada al Himno en 2015 durante la Final de la Copa del Rey, con el Camp Nou como escenario y el actual monarca como destinatario del desaire. O del ultraje. O de la ofensa. O como se quiera llamar a una actuación que levantó una enorme polvareda mediática igual que casi todo lo que conecta fútbol y política y que, esta vez, desinfló a efectos penales no el Tribunal de Estrasburgo sino la propia Audiencia Nacional. 

El pinchazo penal a la condena de la pitada llegó también esta primavera. Y la aguja fue la sentencia con que, el pasado 4 de mayo, la Sección Cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional absolvió al promotor de la protesta sonora. En diciembre de 2017, un juez de la misma Audiencia Nacional le había impuesto una multa de 7.500 euros por injurias a la Corona y ultraje a España.

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"La libertad de expresión –se lee en esta sentencia– vale no sólo para la difusión de ideas y opiniones acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellos que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte de la población". La ponente que de esa forma recogió y plasmó lo que ya es una vieja doctrina  –la misma frase, con alguna variante, figura en distintas sentencias españolas y europeas– fue Ángela Murillo.

Y Murillo no se cuenta precisamente entre aquellos jueces a los que, con o sin matices, analistas y portavoces conservadores acusan de arropar a independentistas o antisistemas. Porque la ponente de la sentencia que confirmó la pitada al himno como una actuación amparada por la libertad de expresión es la misma magistrada a la que la Corte europea asestó una verdadera bofetada hace tres semanas al concluir que el contenido y el tono de sus diálogos con Arnaldo Otegi durante el caso Bateragune confirman que el dirigente vasco no tuvo un juicio justo. Fue en esa vista, que perseguía dirimir si Otegi había utilizado la organización Bateragune como pantalla y marca blanca para reconstruir Batasuna, donde Murillo le emplazó a explicitar si condenaba rotundamente la violencia. Cuando el acusado respondió que no pensaba contestar, Murillo replicó de inmediato: “Ya sabía yo que no me iba a contestar esa pregunta”. Su vehemencia le costó a la postre una condena de Estrasburgo a España por parcialidad.

En la sentencia sobre la pitada, Murillo y los otros dos magistrados de la sala pusieron el acento en una frontera que casos como el de Dani Mateo envuelven en una niebla no se sabe si más jurídica que política o viceversa: la que separa lo social o moralmente reprochable de lo susceptible de ser calificado como delito. Lo que Santiago Espot, el promotor de la pitada hizo, dice la sentencia, fueron "actos profundamente reprobables, merecedores de los calificativos más abyectos". "Pero –añade el texto sin solución de continuidad– carecen de encaje en las previsiones típicas contenidas en nuestro Código Penal". 

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