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Los diablos azules

La cultura de la violación y sus síntomas inadvertidos

Dos mujeres decoran un árbol de Navidad en Pamplona con una estrella que lleva el nombre de Laura Luelmo, la joven agredida sexualmente y asesinada en El Campillo, Huelva.

El término cultura de la violación se acuñó durante los setenta para identificar la banalización de la violación en la sociedad norteamericana, su aceptación como algo cotidiano, su constante presencia en la literatura, la pintura o el cine, su uso en situaciones de conflicto como una prerrogativa de los soldados, o la negación y trivialización del daño que causa a la víctima. Esto es, la violación, la expresión extrema de la violencia simbólica a la que el patriarcado somete a las mujeres, ha estado asumida de algún modo en nuestras sociedades como parte de nuestra cultura.

 

En su libro, Violación Nueva York, Jana Leo cuenta cómo fue violada en su propia casa por un joven a quien posteriormente condenaron a 20 años de cárcel, como lo fue también su casero, cómplice del mobbing al que los inversores inmobiliarios someten a los inquilinos de ciertos edificios neoyorquinos en los que intencionadamente concentran la delincuencia para forzar su marcha, abaratar el precio de los inmuebles, derribarlos y proceder a la construcción de modernos bloques de apartamentos, mucho más caros. La violación como arma de la llamada gentrificación.

El 94% de las violaciones se cometen en casa de las víctimas o en un radio de unos 75 kilómetros, se nos informa en el libro. Las violaciones las llevan a cabo familiares o conocidos. Los casos que trascienden a los medios pertenecen a menudo a ese escaso 5% que perpetran desconocidos en lugares alejados de la residencia de las mujeres violadas.

La violación forma parte de nuestro imaginario cultural desde tiempos inmemoriales. La de la casta Lucrecia se reproduce en centenares de cuadros, en obras de teatro, en Shakespeare, donde aparece motivada por los celos de Tarquino hacia Colatino, el marido de Lucrecia, que se suicida tras la denuncia de su violación. Esto es, la violación como arma en la competición entre hombres. Zeus violaba a diestro y siniestro, el protagonista de El amor en los tiempos del cólera, Florentino Ariza, viola a su criada regularmente y se acuesta con niñas que resulta que –¡ay, estos hombres narcisistas, qué irresistibles son!– acaban enamoradas de él.

 

Pablo Neruda viola a su bella sirviente tamil en Confieso que he vivido, y otro protagonista de García Márquez, Memoria de mis putas tristes, se regala en su 90 cumpleaños yacer con una virgen pobre que ha vendido su virginidad para ayudar a su familia, niña de quien abusará dormida. Como dormidas están todas y cada una de las bellas durmientes de Kawabata, adolescentes y jóvenes narcotizadas que se ofrecen en un burdel a la lujuria de los ancianos que esperan dormir con ellas y recuperar parte de su vigor y juventud perdidas. Ninguno de estos libros, llevados al cine en algunos casos, fue denunciado abiertamente como lo que son: ejercicios del poder de los hombres sobre las mujeres, poder físico, económico, político. Aunque en México, Lidia Cacho sí denunció la versión cinematográfica de las putas tristes de García Márquez; como, en nuestro país, no ha cejado de evidenciar la banalización de la violación en el cine la analista fílmica Pilar Aguilar Carrasco. Salvo excepciones, el cine —recuerden el Almodóvar de Hable con ella, donde el enfermero interpretado por Javier Cámara abusa de la joven en coma— trata la violación con cierta simpatía. Lean a Aguilar Carrasco. La violación en el lecho conyugal, por otra parte, estaba justificada como “deberes de esposa”, y las mujeres ejercen un esfuerzo constante para deshacerse de esa obligación conyugal que las somete al deseo de la pareja obviando el suyo.

Por no insistir de nuevo de la recepción de Lolita, en cuya contra de la edición española, y a pesar de las últimas modificaciones de su portada, que ilustra por fin el secuestro de la niña atravesándola con una llave de cuerda, se sigue insistiendo en que se trata de una "extraordinaria novela de amor" (sic). La misma que se afirma vive el anciano de García Márquez, que se enamora finalmente de la niña (observemos de nuevo ese narcisismo masculino: ¡y ella de él!), y de las bellas durmientes de Kabawata, capaces de inspirar tiernos afectos en los ancianos. Hablamos de textos, por lo demás, de singular belleza literaria, pero este es otro tema.

La pregunta sobre las prerrogativas del apetito sexual de los hombres se la hizo acertadamente André Brink en su novela, Los derechos del deseo, donde contrapone dos épocas; la esclavista, en la que el poder del señor le otorgaba derechos de vida y muerte, de violar o mutilar a sus esclavas y esclavos; y la contemporánea, donde la confrontación de la masculinidad en crisis de un hombre de más de sesenta años con una joven independiente limita el deseo del primero, que tiene que aprender a modularlo, reprimirlo y/o sublimarlo. En definitiva, hacer lo mismo que hacemos las mujeres con el nuestro.

Lo interesante de este brevísimo recuento es que hombres y mujeres, lectores de estas obras, apenas supimos identificar lo que aquí se subraya, es decir, que la violación no ha estado nunca suficientemente estigmatizada en nuestra cultura. Solo gracias al esfuerzo constante del feminismo se está levantando un rechazo unánime y creciente contra este crimen patriarcal que arrasa con la integridad del cuerpo de las mujeres, que elimina de un plumazo su deseo o lo inventa en beneficio propio (como el archiconocido caso de La Manada: “ella quería, ella disfrutaba”), cuando no, directamente, acaba con nosotras.

Ni siquiera las mujeres, sujetas como los hombres a un inconsciente profundamente patriarcal, advertimos antes esas humillaciones, esas violaciones reales y simbólicas que formaron parte de nuestra educación estética. He preguntado ampliamente a las lectoras de Neruda, por ejemplo, y ninguna identificó el delito. Nuestra plasticidad antológica nos hace cautivas del pensamiento patriarcal hegemónico, de cuyos tentáculos solo podemos escapar con esfuerzo, incorporando esas famosas gafas violeta que nos permiten analizar lo oculto, lo implícito, lo negado o naturalizado durante milenios.

Ojo pues con la cultura de la violación que se cuela sin permiso en nuestra interpretación del mundo, en nuestras lecturas, en lo inadvertido que a veces pueden resultarnos gestos y actitudes (de la publicidad, del cine, de la música, de la literatura) que son sus primeros síntomas. Que ya se coló en nuestro inconsciente.

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Lola López Mondéjar es psicoanalista escritora. Su último libro es Cada noche, cada noche (Siruela, 2016).

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