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Los diablos azules

Naturaleza, historia y música

El don de la fiebre, de Mario Cuenca Sandoval.

Poeta y narrador, autor de novelas y cuentos, en esta nueva narración extensa, la cuarta suya, por fortuna muy lejos ya de las tontunas de la denominada generación nocilla a la que se vinculó en sus inicios como escritor, Mario Cuenca Sandoval nos cuenta en 66 capítulos, divididos en 6 partes, algunos de los principales episodios de la vida de Olivier Messiaen (1908-1992), el fervor por la música de un autor de piezas que se consideran fundamentales para entender el siglo XX, tales como Cuarteto para el fin del tiempo (1941), compuesta, según se describe, por ritmos irregulares, armonías modales y disonancias (p. 159), y San Francisco de Asís (1983). Messiaen fue alumno de Paul Dukas y Marcel Dupré, y maestro, a su vez, de Pierre Boulez y de Stockhausen.

Los títulos de las distintas partes en que se divide El don de la fiebre (Seis Barral) aparecen relacionados; no en vano, la segunda, cuarta y sexta se titulan, respectivamente: “El ensimismado”, “El estigmatizado” y “El deslumbrado”, en clara alusión al protagonista. Mientras que la primera, tercera y quinta partes remiten a conceptos (la luz, el oído, los ángeles, el tiempo y los colores) que, a lo largo de la novela, adquieren protagonismo: “La luz en el oído”, “El ángel del fin del tiempo” y “El color del tiempo”, se titulan. A Messiaen le tocó vivir “un tiempo sin tiempo que era preciso moldear con la música” (p. 103). A todos estos paratextos, habría que añadir la cita inicial, de Juan Ramón Jiménez, muy significativa: “¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego?”, con la que podría estar aludiendo a las inquietudes espirituales de todo creador.

 

Por muchas razones, Messiaen puede considerarse un músico atípico, pues a su condición de católico, debe añadirse su creencia en la sinestesia (en su caso, la vinculación de la música con los colores) y su fascinación por la naturaleza, por la ornitología, de ahí el protagonismo que adquiere en sus obras el canto de los pájaros, del mirlo... Fue compositor e intérprete de la Vanguardia y, durante gran parte de su vida, organista en la iglesia de la Santísima Trinidad de Montmartre. Participó en la Segunda Guerra Mundial, y fue internado a lo largo de siete meses de 1941 en el campo de prisioneros Stalag VIII-A, en Görlitz, Silesia, cerca de la frontera con Polonia, donde, por cierto, también estuvo Cartier-Bresson. A todo ello habría que añadir, por último, la grave enfermedad mental de su primera esposa, a quien solía llamar “Mi”, la violinista y compositora Claire Delbos, de quien pronto se alejó, también de su hijo Pascal, pues representaban para él la vida doméstica. Pero si en este relato la historia actúa siempre como fondo que condiciona la vida de las personas, es la creación artística su motor principal.

El lector más inquieto se preguntará si se trata de una novela o de una biografía novelada. El autor, en un “Post scriptum”, la define como “una reconstrucción literaria de la peripecia vital de Olivier Messiaen” (p. 329), por tanto, sería una novela. Yo la he leído como tal, pues no se propone narrar una vida completa, sino solo algunos aspectos que nos muestren quién fue Messiaen como persona y músico, en la que el autor maneja con rigor los datos históricos, pero parte –como ocurre con la ficción— de donde se detiene la Historia, valiéndose de los mecanismos habituales de la ficción, de sus voces narrativas, estructura y retórica, para contar los avatares de una época y de la vida de un artista comprometido con su arte, la interpretación y la composición. Si, al fin y a la postre, Messiaen consigue salvarse, sobrevivir, quizá sea debido a su ensimismamiento y a su vocación, amparado además por la fe y por su arte.

Pero vayamos a alguno de los títulos. El de la novela se refiere al estado creativo, entre la visión, el sueño y la alucinación (pp. 76, 123, 125, 248 y 326). Y en una de sus obras mayores, con el fin del tiempo apela a la eternidad, al fin de la Historia, pues cuando llegue el Reino, y no poseemos más reino que el interior, nos aclara, el tiempo dejará de existir —como anuncia el ángel— desapareciendo por tanto la guerra y el dolor (pp. 118, 134, 150 y 162). Por el contrario, para los nazis, empezaba con ellos un tiempo nuevo. En definitiva, según Messiaen, la música debería escapar de la tiranía del tiempo, como escapa el alma de la tiranía de la carne... (p. 134), pero además, a través de su mediación, alcanzaremos la verdadera luz y el amor terrenal se convertirá en amor puro (pp. 145, 149 y 162). Todas ellas son metáforas que pueden iluminar tanto los trágicos avatares del último siglo como los misterios de la creación, junto con los claroscuros en que se desenvolvió la existencia de este músico y que el autor no evita referir.

La Naturaleza y la Historia desempeñan también un papel importante, pues la belleza natural es una especie de atajo para alcanzar la belleza eterna (p. 290). Así, los dos momentos clave de la novela quizá sean el concierto en el campo de prisioneros y las reflexiones finales sobre la enfermedad y la muerte del protagonista. Pues lo que, en suma, nos cuenta esta novela es que “la creación artística (...) es una travesía solitaria y exige del creador una existencia vuelta hacia sí. Desentendida de los otros, desentendida de lo común...” (pp. 138 y 139). De todo ello se desprende que la música nos humaniza, nos eleva y puede hacernos mejores, más libres y, por consiguiente, más felices.

Mario Cuenca Sandoval: "El blanqueamiento de la xenofobia y de la homofobia generará una mayor violencia social"

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P.S. En los balances sobre la literatura española del 2018 que han aparecido en distintos medios, donde se llama la atención sobre alguna que otra medianía narrativa, no he visto este libro entre los destacados, tal y como creo que se merece. ¿Por qué? _____

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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