LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
El fiasco de Bruselas y el desafío permanente de Mazón desnudan el liderazgo de Feijóo en el PP

Prepublicación

'Memoria personal de Cataluña'

'Memoria personal de Cataluña', de Gregorio Morán.

Gregorio Morán

infoLibre publica un extracto de Memoria personal de Cataluña, de Gregorio Morán. El ensayo publicado por Foca (Grupo Akal) es un recorrido por la historia del independentismo, desde la Transición hasta hoy, a través de la particular óptica del escritor y periodista, que comienza su relato hablando de su despido de La Vanguardia, que ve como una demostración de la falta de libertad de expresión en Cataluña y de la imposición del soberanismo. 

_____

  La involución de las cosas

¿Cuándo se jodió Cataluña? Esta pregunta que se hacía un joven Vargas Llosa respecto al Perú se ha convertido con el paso de los últimos años en la referencia obligada del debate sobre la sociedad catalana. ¿Cuándo empezó todo lo que vino después? Como si se tratara de buscar los rastros del destrozo, el ADN que ayude a comprender lo que hace diez años se consideraba inimaginable. Eso mismo que hoy ha devenido cotidiano.

Habría que empezar diciendo que aquello que una mayoría considera destrozo es para otra parte una especie de festejo que otorga un horizonte a sus vidas. ¿Y qué hacían antes? Nada significativo, la modesta y tranquila vida de funcionario de la Generalitat –hay 174.000–, de enseñantes, de jubilados, de jóvenes en busca de un sentido a sus destinos y de ciudadanos de las deterioradas clases medias locales, comarcales, por decirlo en terminología autóctona.

En estas condiciones es muy difícil abordar un problema de cotidianidad como si se tratara de un elemento ideológico. Un somero vistazo a las trayectorias profesionales de los actuales independentistas revela una contradicción flagrante entre lo que aspiran a representar, unas esencias fabuladas a las que ahora se denomina «relato nacionalista», y un presente cargado de frustraciones por no ser, ni siquiera desde el punto de vista económico, la sociedad rica, superior a su entorno, y, por encima de todo, un pueblo elegido como estandarte de civilización, oprimido por los bárbaros.

Si hubiera que encontrar una muestra de la transmutación de los valores, tendríamos el ejemplo más palmario en esa ciudadanía que se reivindica anterior al concepto de ciudadano; que se jacta de superioridad cultural, cuando sobrevive, a decir verdad, de la subvención; que se considera modelo de pacifismo y convivencia después de haber roto los diques que ya había construido una ciudadanía orgullosa que descubrió un día que la gran mentira en la que vivía no era más que una muestra de ingenuidad. El rey estaba desnudo y llevaba tanto tiempo en pelota que lo primero que llama la atención es adónde miraban para no verlo.

 

El proceso por el que una minoría nacionalista usurpó sin demasiado esfuerzo la representación del conjunto de la sociedad venía de lejos, pero era tan desdeñable en su pequeñez que apenas nadie se acordaba ya de fenómenos racistas y xenófobos, como fue «Nosaltres sols» durante el entreacto de la II República. Cómo pasó a primer plano es la pregunta del millón. Era raro encontrar durante el largo oasis para camellos que fue el pujolismo –23 años continuados– que la inteligencia, ya vicaria, ya cobarde, se indignara porque Jordi Pujol fuera el indiscutible proveedor de credenciales catalanas. Él hablaba por Cataluña y designaba quién era un buen catalán y quién no; una sentencia sin apelación posible que la sociedad admitía como dogma de fe.

A quienes veníamos de fuera nos llamaba la atención esa formulación que nos retrotraía a los años del franquismo, en los que el Generalísimo hablaba de buenos y malos españoles, con el evidente corolario de que «los malos españoles» correspondían a sus adversarios. ¿Y qué guerra había ganado Jordi Pujol para considerar su sociedad como el resultado de una batalla entre buenos y malos? Sencillamente había sido el único burgués catalán que había sufrido cárcel por su oposición a la dictadura.

Llamativo que nadie haya reparado que en el panfleto lanzado en sesión de gala en el Palau de la Música de Barcelona en 1960, donde él no estaba presente pero que sí había redactado, no se hable de las libertades cercenadas en Cataluña y en toda España, ni de la democracia, sino de la corrupción. Su alegato abunda en el carácter corrupto del régimen franquista, algo sensible y detectable para la misma burguesía que llenaba el Palau. La libertad entonces no tenía atractivo alguno para aquel cogollo económico que había ganado la guerra frente a la revolución que supuso la Guerra Civil. Cataluña es el único lugar de España en el que a la Guerra Civil se la denomina «la revolución», cosa que confieso me llamó la atención desde la primera vez que la oí a un representante egregio de la oposición al franquismo, Antonio de Senillosa.

Para los sorprendidos por la velocidad con la que el proceso separatista se hizo hegemónico durante la década que estamos viviendo, conviene recordarles el aún más meteórico ascenso y usurpación del poder, legítimamente, por las urnas, de un partido que a su vez eran dos –una milagrería que unía a catalanistas católicos y a católicos catalanistas, Convergencia y Unión, con un líder indiscutible e implacable a la cabeza, Jordi Pujol.

Inopinadamente para muchos, se hizo con la Generalitat desde el año uno de las elecciones autonómicas, en 1980, con esa fantasmagórica Convergencia Democrática de Cataluña, creada al calor de lo inminente tres años antes. Su efecto causó un trauma en la tan influyente como inane izquierda catalana del PSC y el PSUC, del que no se recuperarían nunca. 23 años de poder omnímodo, siempre con el beneplácito del poder central. Conviene recordar que sería el pujolismo quien tenía en la propia familia del líder el ejemplo de lo útil que era el poder para patrimonializarlo. El poder central, ya fuera de Felipe González o de José María Aznar, siempre consideró a Pujol como un aliado seguro, salvo en el breve interregno del caso Banca Catalana, en el que los efectos sociales que causó la evidencia de que el entonces president de la Generalitat no sólo era un mal gestor sino un delincuente, llevaron al Gobierno central a pasar página. La abducción de Jordi Pujol sobre la ciudadanía catalana fue de tal calibre que seguir adelante en su procesamiento e inhabilitación se interpretaba como dispararse en el pie.

La corrupción aún no se había convertido en la epidemia española de la Transición y reinaba el buenismo de la Transición sin verrugas. Recuerdo que un intelectual emblemático de la izquierda en Cataluña y fuera de ella, Manolo Vázquez Montalbán, cubrió con su manto la probidad de Pujol y denunció las malas artes del poder central. Entonces era inimaginable que quien había sufrido la represión franquista alcanzara la categoría de chorizo. Eran los albores de la corrupción institucionalizada, desde el rey hasta el alcalde pueblerino, como si fuera una parodia de la obra de Calderón. Acababa la transición y se iniciaba la extorsión.

(...)

El caldo de cultivo sobre el que se asienta el catalanismo empaña la vida política en Cataluña. De tal modo que se diluyen todas las diferencias y hasta los conflictos. Cualquier espectador no avisado creería que la lucha de clases, la hegemonía financiera y demás incordios a los que está sometida toda sociedad, han desaparecido de Cataluña, y que incluso para algunos nunca existieron como tales, sino sólo como formas habilitadas por el Estado central, o «España» en el lenguaje independentista, con el fin de hundir a la patria catalana. Un escritor que, como tantos, hizo el viaje de la extrema izquierda al carlismo de nuevo tipo, Julià de Jòdar, explicaba en la intimidad, por más que se negara a admitirlo en público, que la llegada de la clase obrera emigrada durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo no había sido otra cosa que la ofensiva del franquismo para desarraigar la identidad catalana.

De esta manera se cubría bajo la responsabilidad de la dictadura la explotación de la clase trabajadora con la que se construyeron gran parte de las fortunas que hicieron del capitalismo catalán una potencia económica influyente en el viejo régimen franquista. Y eso lo expresaba un intelectual, novelista menor en las dos lenguas, castellano y catalán, cuya procedencia no era otra que la de la España del hambre y la emigración, Jódar, provincia de Jaén.

Pero donde se alcanzan las máximas categorías de la manipulación del pasado para beneficio de esa clase que salió corriendo de la República en armas y del terror arbitrario del anarquismo en los primeros meses de la Guerra Civil, es en el rechazo del carácter de guerra de clases para convertirla en un ataque del poder central, el franquismo, contra Cataluña.

En las tierras catalanas que lindan con el Ebro se pueden contemplar lápidas en homenaje a los que lucharon en defensa de las libertades en Cataluña. ¡La batalla del Ebro! El símbolo más evidente de los últimos estertores del ejército republicano frente al fascismo, convertida ahora en todo lo contrario. Una especie de cruzada carlista donde Madrid es el invasor, destructor de las libertades catalanas, que no eran otras que las de la II República. Hay que volver sobre esta idea, porque ahí yace la semilla de la xenofobia, del complejo de superioridad del vencedor haciéndose víctima y de la ambición de los historiadores catalanistas para suplir a los ideólogos e imbuirse del papel de reinventores de una realidad malsoñada. Los cirujanos del pasado, léase historiadores y asimilados, ejercen como ideólogos en todo nacionalismo.

'Cataluña-España: ¿qué nos ha pasado?'

'Cataluña-España: ¿qué nos ha pasado?'

De esta impostura histórica parte la constatación de un conflicto de clases ninguneado. Las dos caras, que hacían creer a buena parte de la sociedad catalana que vivía en un marco seráfico, donde los enfrentamientos entre nacionalistas e izquierdistas se llevaban con unos modos dignos de países con mayor tradición democrática, en vez de afrontar una realidad siciliana. Sólo la garantía de que el poder lo detentan quienes han mandado siempre, ya sean ellos o sus predecesores, conforma la argamasa que fragua los pilares de una sociedad dividida entre los que son algo y los que seguirán sin tener acceso al oasis. O se acepta ser camello, o no se le admite en las jaimas de los jefes. El corrimiento de escala, como en el ejército –o la cooptación, como en las mafias– permitirá la promoción que deja sin efecto el peso de las tradiciones. Así se renuevan las castas. «La mayor humillación de mi vida política», me decía un dirigente católico tan de misa diaria como adscrito al tándem Convergencia y Unión, «es haber pasado por la experiencia de que un andaluz (José Montilla) ocupara la presidencia de nuestra Generalitat».

(...)

 

Más sobre este tema
stats