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En Transición

Que no nos distraigan: la mejor defensa de Europa es su reconstrucción

El próximo domingo elegiremos a nuestros representantes en el Parlamento Europeo en un momento muy especial de la historia de la UE, cuando las debilidades que viene arrastrando se juntan con la crisis de representatividad surgida de la errónea e interesada gestión de la gran recesión, impidiéndole abordar con la audacia necesaria los grandes retos que tiene ante sí.

No descubro nada nuevo si digo que los problemas de déficit democrático de las instituciones europeas han lastrado buena parte de su desarrollo. La tensión entre aquellos que quieren mantener Europa como un ámbito de coordinación entre Estados –intergubernamental– y los que apuestan por visiones transnacionales desde la óptica federalista no ha sido capaz de solucionar las carencias de un diseño institucional complejo, una dinámica ininteligible –en expresión de Innerarity, La democracia en Europa (Galaxia Gutemberg)–, junto con innumerables carencias en lo referente a la rendición de cuentas, la transparencia y la trazabilidad de buena parte de las decisiones, de forma que la participación se hace, si cabe, mucho más difícil.

A estas carencias hay que añadir las que se sumaron fruto de la gestión que hizo la Unión Europea de la gran recesión del 2008. Debía elegir entre apostar por las políticas de cohesión social, solidaridad y democracia que le hicieron superar los traumas de la Segunda Guerra Mundial o ceder a los grandes intereses financieros olvidándose de los valores que la vieron nacer. El resultado es conocido. Optó por la segunda opción, y con ello traicionó no sólo sus propios principios, sino las bases de adhesión y confianza social que necesita cualquier democracia.  Allí estuvo el despiadado ataque a Grecia para dejar claro quién manda aquí y en beneficio de quién jugaban las instituciones europeas. Hoy vemos a líderes comunitarios pedir disculpas por lo que allí se hizo, pero el daño será difícil de superar en términos de confianza y legitimidad democrática. Lo contaba muy bien Helena Resano hace unos meses aquí en infoLibre.

Es en este contexto de crisis de eficacia, y por lo tanto de confianza y legitimidad en la política –tanto en los Estados miembros como en las instituciones europeas–, donde se están produciendo desafíos de notable magnitud. La revolución tecnológica, la crisis demográfica, la gestión del fenómeno migratorio y el enorme reto que supone el cambio climático coinciden en un momento en que buena parte de la población se siente desprotegida, vulnerable y temerosa. El auge de los nacionalpopulismos de extrema derecha es un síntoma de todo lo anterior y nos recuerda que lo que está en juego en la gestión de estos retos es la propia democracia.

Sabemos que todos estos fenómenos son imparables, que no van a desaparecer aunque escondamos la cabeza bajo la tierra, y que o se gestionan con criterios de equidad y justicia social, o se llevarán por delante cualquier idea de eso que hoy llamamos democracias avanzadas. Lo explica muy bien Joaquín Estefanía en El País en relación al cambio climático, del que dice que “...es una cuestión directamente política, la principal amenaza que se cierne sobre las democracias y sobre el ideal de tener sociedades más justas y libres”, y afirmaciones semejantes se podrían hacer del resto de los desafíos pendientes.

¿Y si las alianzas tuvieran que votarlas todas las bases?

La pregunta fundamental que debemos hacernos el próximo domingo cuando cojamos la papeleta para elegir a nuestros representantes en el Parlamento Europeo es ¿cómo puede abordar la Unión Europea una transición múltiple y de enorme ambición como esta sin morir en el intento?

Paradójicamente, en el abordaje de esos desafíos Europa puede reconciliarse con los valores que la vieron nacer y volver a hacer de la solidaridad, la justicia y la cohesión social el paradigma desde el cual gestionar la transición ecológica, el fenómeno migratorio, la crisis demográfica y ofrecer un relato que transmita seguridad a la parte de la población más vulnerable que se siente especialmente temerosa ante una revolución tecnológica percibida como amenaza.

Para que esto sea posible, los nacionalpopulismos de extrema derecha no deben distraernos. Es probable que obtengan una notable representación en el conjunto de países europeos y que contaminen, como están haciendo ya, buena parte del debate público, pero su capacidad de penetración en el discurso público dependerá de la solidez del trabajo de los que apostamos por más y mejor democracia. El primer paso, acudir a votar el próximo domingo para reconstruir una Europa capaz de reconciliarse con sus valores y afrontar los retos que tiene ante sí.

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