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¿Y si las alianzas tuvieran que votarlas todas las bases?

Una de las cuestiones más delicadas de un partido político es su política de alianzas: con quién pacta, explícita o implícitamente, dando sus votos, su abstención, con o sin algo a cambio. No deja de ser la aplicación a la política institucional de un dicho tan manido como simple: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.

Desde que en España se empezó a incorporar la costumbre de hacer primarias más o menos dignas de tal nombre o consultas a la militancia sobre asuntos varios, se ha visto de todo, y de todo ha sido posible aprender y sacar conclusiones.  Los partidos de izquierda, como bien explica Ángel Munárriz en este artículo, han ido incorporando esta posibilidad de consultar de una u otra manera a sus afiliados o inscritos, cosa que a la derecha no se le ha pasado por la cabeza. Esta semana, sin ir más lejos, veíamos cómo el plenario de Barcelona en Comú aprobaba masivamente la propuesta de Ada Colau de presentarse a la investidura como alcaldesa, decisión que se tomó en este órgano pero sin llegar a ampliar la consulta a los casi 10.000 inscritos.

Cabe preguntarse como hipótesis qué ocurriría si las alianzas de todas las formaciones tuvieran que ser sometidas al conjunto de afiliados o inscritos. Y, ¿por qué no?, qué sucedería si se abrieran a simpatizantes, como las primarias cuando se hacen de forma consecuente.

Es sabido que las votaciones entre militantes, afiliados o inscritos suelen dar siempre resultados más escorados que si se abren a simpatizantes. Es decir, los resultados cuando se amplían estas consultas tienden a parecerse más a las opciones elegidas después por el electorado y generalmente plantean opciones más moderadas o centradas que si se deja a la decisión de los órganos del partido o de la militancia.

Si se pusiera en marcha algún sistema similar, supondría que, sin llegar a ser una segunda vuelta como tal, los partidos podrían tomar el pulso (de forma más precisa que mediante una encuesta) para captar por dónde quieren sus votantes que planteen sus alianzas. En el fondo, en contextos multipartidistas como el que vivimos, el éxito político no consiste en ganar comicios, sino que las elecciones operan más bien como una especie de vueltas cronometadas para determinar la pole position y conformar la parrilla de salida. A partir de ahí, comienza la auténtica carrera, la que dirá quién o quiénes gobernarán. Por eso el siguiente paso, el de las negociaciones para formar gobierno, está plagado de claves estratégicas que el electorado merece conocer, valorar y orientar.

Jamás unas elecciones solucionaron nada

Además de un ejercicio de perfeccionamiento de nuestra democracia, la obligación de consultar a las bases la política de alianzas –sobre todo si se incorpora a los simpatizantes– daría a los dirigentes de los partidos una valiosa información para orientar su estrategia, algo que se convierte en fundamental si se piensa que, además, esos acuerdos o desacuerdos deben sostener después nombramientos, presupuestos y las líneas maestras de la política institucional durante cuatro años. Sería también una buena forma de romper las burbujas político-mediáticas cada vez más aisladas que dificultan en muchas ocasiones tener una percepción ajustada del estado de ánimo social.

Si hacemos un ejercicio de política ficción y pensamos qué ocurriría si se pusieran en marcha estas consultas en la semana decisiva que hoy empezamos, ¿alguien duda que las izquierdas estarían obligadas a llegar a acuerdos en todos los territorios? ¿Sostendrían los votantes y simpatizantes del PP los acuerdos ya anunciados con Vox para gobernar en una treintena de municipios españoles? ¿Y podría Ciudadanos mantener esa extraña posición de llegar a acuerdos con el PP y Vox haciendo como si Vox pasara por allí por casualidad?

Si empezamos a constatar la dificultad que tienen los partidos para romper el bibloquismo, quizá el conjunto de la sociedad pueda ayudarles dándoles incentivos para el acuerdo y orientando el sentido de estos movimientos.

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