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No me esperes, Valentina

Juan Bautista Filgueira

Es la hora de la siesta. Me encuentro viendo por televisión un programa de vuelos espaciales. Unos astronautas de la NASA hacen prácticas dentro de una nave espacial, la nave Orión, la joya de la corona, dispuesta a viajar tripulada próximamente hasta el planeta Marte, nada menos... ¡Dios mío! Estamos en el año 2019. Y uno empieza a retroceder en el tiempo: deja atrás esta nave "cinco estrellas" de lujoso interior para los astronautas, hasta alcanzar el año 1967, cuando Yuri Gagarin había iniciado su último y definitivo viaje. El primer cosmonauta de la historia, o el Cristóbal Colón del espacio, que nos resultaba a los españoles más familiar y entrañable, no volvería ya a repetir aquella tierna y estremecedora frase que dio la vuelta al mundo y que Gagarin pronunció en el momento de dejar las estrellas, allá en lo alto, a la vez que encarrilaba su nave hacia nuestro planeta: "¡Vuelvo a casa!".

Gagarin no volvería esta vez a casa. Ni tampoco su esposa, Valentina, le esperaría como en aquella ocasión. Valentina sabe que de este viaje no vuelve nadie. ¿Por que esperar entonces? Ni siquiera él le avisó de que iba a realizarlo. Tampoco aquella histórica mañana de abril de 1961, seis años antes, Valentina fue avisada del viaje de su marido al espacio ni de lo que tramaban los sabios soviéticos. Valentina se enteró en la calle. Al igual que millares de rusos y gentes de todo el mundo, mientras su marido daba vueltas a la Tierra, rondando las estrellas, miles de estudiantes daban gritos de entusiasmo en la Plaza Roja y un grupo de mujeres rezaban, angustiadas, en la misma plaza, exclamando a la vez "¡Dios mío ese hombre está allá arriba!", "¡qué noche aquella, Dios mío!". Una estepa lejana y desolada. Las primeras luces del alba empiezan a mostrarse en el horizonte. Falta pocas horas para el lanzamiento del "Vostok".

Los especialistas dan los últimos toques a la gigantesca nave espacial, que descansa sobre un bloque de cemento. Gagarin saluda a sus jefes estrechándoles las manos mientras estos le desean "buena suerte". Gagarin entra en la cabina con su traje espacial. Los técnicos le atan a la banqueta, especialmente ideada para afrontar los tremendos embates de la falta de gravedad, los aceleramientos y frenazos brutales de la nave. Todavía un último gesto dedespedida de Gagarin. La cabina se cierra. Y Gagarin se queda solo, tremendamente solo. Poco después, este hombre joven, de anchas espaldas, de aspecto deportivo, hijo de un carpintero, pilotaba su nave a 900 kilómetros de altura, navegando por el espacio y descubriendo las estrellas con ojos de astronauta, mientras repetía en varias ocasiones "¡Todo va bien!", como dando tranquilidad a los que le seguían desde la Tierra.

La era espacial, uno de los sueños milenarios de la humanidad, había comenzado. Otros astronautas, rusos y americanos, dos españoles seguirían los pasos de Gagarin Algunos le han seguido también en su "ultimo viaje" para ellos. Tampoco ellos "volvieron a casa" esa vez. "Valentina, no me esperes". Ya no le esperes, Valentina.

Tal vez allá en las estrellas esté alguno esperando... ¡Quién sabe! Tal vez, tal vez, Valentina... En todo caso, "tú ya no me esperes".

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Juan Bautista Filgueira es socio de infoLibre

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