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El mudo ha vuelto a hablar
“¿Recibir atención mediática no es un masaje a la vanidad?”, le preguntaron una vez a Julio Ramón Ribeyro en una entrevista televisiva. “Sería un masaje a la vanidad si yo tuviera vanidad, pero no tengo ninguna”, devolvió el escritor, siempre tan flaco, calando un cigarro, con esa mezcla de ironía y humildad con la que salía airoso de las preguntas comprometedoras.
El más celebrado cuentista peruano del siglo XX, uno de los grandes olvidados del boomboom latinoamericano, pasó desapercibido frente al gran público durante años. Paradójicamente, su fama no ha dejado de incrementarse de manera vertiginosa desde su muerte, ocurrida en diciembre de 1994, a escasos meses de ser homenajeado en la Casa de América de Madrid y de obtener el prestigioso premio Juan Rulfo, es decir, justo cuando su obra empezaba a ser reconocida internacionalmente.
Este 2019 está lleno de razones para volver la mirada sobre él: se cumplen 90 años de su nacimiento y 25 de su deceso; además, Seix Barral acaba de lanzar en España una edición conmemorativa de tres de sus libros más representativos: La palabra del mudo, Prosas apátridas y La tentación del fracaso, su diario personal (“uno de los más fascinantes diarios literarios del siglo pasado”, según Enrique Vila Matas, autor del prólogo). Por si fuera poco, en Perú está por publicarse la esperada biografía de Ribeyro, así como Cartas a Juan Antonio, la correspondencia que sostuvo con su hermano Juan Antonio durante su larga estancia europea en Madrid, Amberes, Múnich y París. Por último, su único hijo ha comentado la posible publicación de varios trabajos inéditos de su padre.
El consenso que despierta la calidad literaria de Ribeyro, el hecho de ser permanentemente referido como un autor imprescindible de la literatura hispanoamericana, y el haberse convertido, al menos en Perú, en autor de culto para los lectores más jóvenes —además de recurrente motivo de tesis, relecturas y celebraciones—, lleva a las preguntas: ¿Por qué Ribeyro no llegó a popularizarse por el estallido del boom? ¿Por qué quedó al margen?
Es cierto que en la segunda edición de su Historia personal del boom (1983), el chileno José Donoso lo incluye, pero mencionándolo como un autor joven al cual “hay que prestar atención”, cuando Ribeyro ya tenía 54 años cumplidos y más de una decena de títulos publicados.
Sobre todo, autor de cuentos
La respuesta, me parece, está en su apuesta literaria personal, muy contraria a la tendencia de aquel momento. El boom fue básicamente un movimiento de novelistas y Ribeyro fue, sobre todo, autor de cuentos. Es verdad, escribió tres novelas —Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976)— pero ninguna de ellas persiguió la épica ni la monumentalidad totalizante que caracterizó a ciertas obras destacadas de ese periodo. Además, fueron reeditadas por Tusquets en 1983, de modo que su visibilidad editorial en España resultó tardía.
Elegir un género y un estilo apartados de la norma le valió la postergación. Así lo señalan muchos estudiosos de su obra, como los académicos españoles Eva María Valero, Javier de Navascués, Ana Gallego o Paloma Torres Pérez-Solero. “Ribeyro escogió el cuento cuando estaba en auge la novela y fue fiel a su propia sensibilidad artística. Esa fidelidad no fue un heroísmo voluntario, sino el resultado de una honesta lucha interior y exterior no exenta de vacilaciones, de la que finalmente resultó una singular consistencia”, considera Pérez-Solero.
Al mejor Ribeyro lo hallamos, sin ninguna duda, en los cuentos y relatos de La palabra del mudo, Los gallinazos sin plumas, Las botellas y los hombres o Solo para fumadores, libros habitados por personajes marginales, grises, que caen en el desaliento, que no poseen grandes aspiraciones y que, precisamente por sentirse doblegados por una realidad que los sobrepasa a diario, exudan la más sorda humanidad; o también personajes de clase media, viejos ricos empobrecidos, arruinados, venidos a menos, quienes en el fondo de su mediocridad recuerdan con nostalgia los resquicios de una gloria perdida. En todos los casos, hablamos de hombres y mujeres (sobre todo hombres) marcados a fuego por una decepción, pero que gracias al humor, la ternura y el aliento existencialista del narrador, nos conmueven hasta resultarnos propios, entrañables.
El esplendor de ese existencialismo se alcanza en las celebradas Prosas apátridas, textos de una o dos cuartillas, sin género específico —sin territorio literario, sin patria— que condensan la sabiduría vital, la voluntad reflexiva y la lucidez que Ribeyro poseía para reparar en el detalle cotidiano en apariencia trivial.
“Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar; el dolor y el placer. Podemos, a lo más, tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso, se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos”, escribe en sus páginas el autor.
Esas prosas, junto con sus diarios, dichos y aforismos, confirman su predilección por el género breve (“para escribir novelas hay que tener gran confianza en el porvenir y yo no la tengo”), pero además subrayan el peso de la voz autobiográfica en su obra. Ribeyro se revela en esos libros como atento lector de los franceses del siglo anterior, Balzac, Flaubert, Maupassant o Proust, de quienes toma ese reconocible tono autorreferencial.
Una respuesta complementaria a la pregunta planteada líneas arriba es de índole personal. Quizá Ribeyro no fue comprendido dentro del boom porque su talante no calzaba con la personalidad, en muchos casos arrolladora, de los autores más renombrados de ese movimiento. Ribeyro fue un hombre discreto, tímido, inseguro, sencillo, de perfil bajo. Era ameno y divertido, pero le costaba la idea de integrar colectivos, interactuar en festines editoriales o conceder entrevistas en demasía. Lo suyo eran las excursiones, las pascanas, la afición a ciertos deportes, el tiempo compartido con la familia, los amigos del barrio, el vino y el cigarro.
Al igual que tantos otros escritores, Ribeyro viajó a Europa muy joven, a los 23 años. Había estudiado para ser abogado en Lima, pero quería dedicarse a la literatura. Antes de llegar a París, su verdadero horizonte intelectual, recaló en España. Un barco lo dejó en Barcelona el 14 de noviembre de 1952 y de ahí se trasladó en tren a Madrid; no durmió en toda la noche, se la pasó caminando desde la locomotora hasta el último vagón, bebiendo y charlando con otros pasajeros. Llegó a Madrid con una beca del Instituto de Cultura Hispánica de nueve meses de duración que le aseguraba 1.500 pesetas mensuales, y se instaló en un cuarto de la residencia del colegio mayor Nuestra Señora de Guadalupe, en la avenida de Séneca. Permaneció ocho meses en la capital española, hasta agosto de 1953.
En sus diarios se encuentran comentarios madrileños sobre, por ejemplo, la temporada de baños, las corridas de toros, el metro, su encuentro con el poeta Vicente Aleixandre. También le llama la atención que “no haya casas para vivir, solo edificios como los de la avenida Wilson [de Lima]” y disfruta deambular por el Paseo de la Castellana o el Retiro, y diferenciar tascas, bodegas, cafeterías y bares para no confundir el espíritu de cada negocio: “Muchas veces me metí a una tasca a tomar lonche [merienda] y a una bodega a pedir un coñac”.
Solvencia y verdad en cada página
Más tarde, en París, extrañará Madrid por asociarla con ciertos recuerdos amables y en 1955 decide volver. Esa segunda estancia, sin embargo, no será todo lo gratificante que esperaba: sus viejos camaradas han partido, los trabajos que creía poder conseguir no se concretan, y apenas logra hospedarse en una pensión de la calle de Santa Clara, “una covacha miserable”. Inadaptado, presa de sus contradicciones, Ribeyro se deprime, se enferma y se encierra. Solo al cabo de un tiempo se ve absorbido nuevamente por la energía de la ciudad, y aunque ha ganado ánimo ahora siente que sus distracciones conspiran contra su afán creativo. “En Madrid pierdo la capacidad de concentración y tiendo a extrovertirme, me resulta difícil permanecer solitario. (…) En París todo resulta distinto, es la gran escuela de soledad. En Madrid, en cambio, se confunden las fronteras entre la vida personal y la colectiva y uno se identifica rápidamente con el espíritu de la ciudad. He decidido, por lo tanto, partir hacia alguna pequeña localidad de las inmediaciones, El Escorial, Aranjuez, Alcalá de Henares, en busca de alguna atmósfera apropiada al aislamiento”.
Las miserias pasadas aquel verano de 1955 quedaron plasmadas en su cuento Los españoles, donde un hombre comparte una pensión del céntrico barrio de Lavapiés con tres prostitutas, un viejo en pijama que juega al dominó, un cura chismoso, un militar y una muchacha, Angustias, “esbelta, lánguida, espiritual y desgraciada (…) que tenía esa palidez que solo producen la castidad, la pobreza y las pensiones españolas”.
Salomé a solas
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Quizá ese texto sea, para los lectores españoles que aún lo desconocen, una magnífica puerta de entrada a Julio Ramón Ribeyro. Quienes lo leemos desde hace mucho, y nos sentimos deudores suyos, compartimos la doble obligación, moral y estética, de recomendar su obra literaria todo el tiempo. Ningún lector mínimamente sensible debería perderse la maravillosa experiencia de convivir unos días con la prosa de Julio Ramón, es decir, con su mirada del mundo. La solvencia y la verdad asoman en cada una de sus páginas. Y uno sale de esa lectura modificado, enriqueciendo, con el entusiasmo ansioso de quien no sabe que acaba de adquirir un nuevo vicio. Uno incurable.
*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí