Cinema Paradiso

Morir y después vivir

Kim Sae-ron en 'Una vida nueva', de Ounie Lecomte.

Santiago Alonso (Insertos)

No una ni dos, sino hasta tres veces escuchamos en versión coreana la canción tradicional escocesa Auld Lang Syne a lo largo de Una vida nueva. Empleada en muchos países con solemnidad en ocasión de separaciones y adioses —"¿Deberían olvidarse las viejas amistades / y nunca recordarse?"—, provocando con facilidad un nudo en la garganta de quienes la entonan o la escuchan, en la película cumple además una función ritual dentro del  lugar en la que se emplea, un orfanato femenino a las afueras de Seúl, a mediados de los años setenta. Todo el mundo, tanto las niñas como las monjas católicas y el resto de personal de la institución, se agrupan poniéndose en frente de la afortunada que, por fin, ha sido adoptada, y se despiden cantando antes de que se monte en el coche negro que se la llevará lejos para siempre. Y con cada salida definitiva sucede lo mismo.

Niñas sin hogar que esperan que una familia las quiera, despedidas que encogen el corazón y humedecen los ojos de los espectadores... Estos ingredientes podrían dar pie muy fácilmente a que el relato intensificara su patetismo y los gestos cobraran una intensidad descontrolada. No sería nada extraño tratándose de una narración enmarcada en una cultura que prácticamente eleva el melodrama a la categoría de lenguaje artístico nacional, un saco donde cabe casi todo. Sin embargo, la directora y guionista, la francocoreana Ounie Lecomte, elude de principio a fin cualquier tentación de subrayado o de aspaviento en la representación del dolor y el trauma que vive Jinhee, la protagonista de nueve años a la que se le acaba abruptamente la vida que conocía hasta entonces el día que su padre la deja en un hospicio modesto y gris. El drama, la emoción y la sensación de verdad palpitan en cada escena sin la necesidad de recursos como la tenebrización del establecimiento, el trazado maniqueo de los personajes o el sobresalto narrativo. De todas formas, tan solo con indagar un poco en las circunstancias de Una vida nueva, se comprueba que de entrada se ha partido de presupuestos artísticos y productivos muy alejados de los habituales en Corea del Sur, empezando por una explicación capital, y esa es el fuerte componente autobiográfico de la historia: una pareja francesa adoptó a Lecomte de pequeña y se fue del país asiático.

Hay más aún. En 2009, coincidió el estreno de dos cintas, con sorprendentes puntos en común, que trataban la infancia dentro de una cinematografía que, pese a dos o tres excepciones notables, apenas había tocado el tema. Una fue Una vida nueva, y la otra Treeless mountain, de la coreano-estadounidense So Yong Kim; dos coproducciones de índole independiente con las que sus respectivas directoras volvían a su país natal para hablar sobre niños abandonados. Ambos trabajos partían de un viaje muy personal a los orígenes por parte de dos mujeres que dejaron de ser coreanas, adoptando el punto de vista de los menores, con la finalidad de observar de un modo más o menos limpio una sociedad a la que ya no pertenecen, en cuanto a su condición de ciudadanas occidentales. La diferencia entre Treeless mountain —la historia de las hermanitas Jin y Bin, quienes esperan infructuosamente el regreso de su madre, que desaparece después de dejarlas al cuidado de una tía bebedora—  y la ópera prima de Lecomte estriba sobre todo en que la primera se articula como ejercicio de observación del día a día de las menores en su inesperado viaje por la soledad, mientras que Una vida nueva, en donde la carga de experiencias vividas por la narradora parece a todas luces superior, se articula en torno al proceso psicológico de la aceptación. Jin y Bin también se dan cuenta de que deben sobrevivir por sí solas, pero en el caso de Jinhee, llegar a asumir los imperativos vitales —su padre no va a volver para llevársela a vivir otra vez con él, la única salida que tiene es que unos padres adoptivos se interesen por ella— es consecuencia de una serie de fases de obligado cumplimiento, aunque el dolor que conllevan sea intenso.

 

Fotograma de Una vida nueva, de Ounie Lecomte. | FINEKUT

En su película, Oume se propone contradecir el mensaje que le inculcaron durante los días de su terremoto existencial, como el remedio que la ayudará a salvarse. Lo verbaliza tal cual un personaje: olvida el pasado. Eso sí, la cineasta tampoco se centra en recordar a la primera niña (coreana) que fue antes de ser una segunda niña (francesa), sino que se detiene a contar y describir el limbo intermedio donde estuvo. Amén del ejercicio de sinceridad y autorreconocimiento que la mueve, demuestra unas altísimas cualidades de narradora cinematográfica desde el momento en que, entre otras cuestiones, sigue el ritmo de la repetición y las costumbres del lugar —el ritual de despedida, las niñas consultando cada noche a las cartas mágicas quiénes y cuándo las sacarán de allí...—, o prefiere construir sagazmente el relato mediante momentos y diálogos sencillos.

Es imprescindible señalar los otros nombres propios que contribuyen de manera decisiva al brillo de la pequeña gran gema que es Una vida nueva. En primer lugar, resulta fundamental la presencia, en funciones de productor, de Lee Chang-Dong, una de las figuras capitales del cine contemporáneo mundial. Aparte de sus películas, ha apadrinado varios títulos de directoras mujeres jóvenes; por ejemplo, otros dos con participación o tema infantil, como son Un monstruo en mi puerta (2013) de July Jung o la estupenda The word of us (2016) de Ga-eun Yoon.

Lecomte contaba en una entrevista de 2012 para el portal Cineasia que la participación del director de Secret sunshine (2007) y Burning (2018), tras haberle enviado ella una versión previa del guion a fin de pedir su opinión, dio una dimensión diferente a todo. En primer lugar, porque le señaló al principio puntos en los que algunos personajes necesitaban mayor desarrollo; en segundo, porque el proyecto se benefició de la entrada de grandes intérpretes y otros profesionales vinculados a la carrera del maestro surcoreano.

Dentro del plantel de personajes secundarios, encontramos a Sol Kyung-gu, protagonista de dos obras estratosféricas de Lee Chang-Dong, Peppermint candy (1999) y Oasis (2002), un actor inmenso a quien se le reserva, pese a la cortísima aparición, el papel más problemático de Una vida nueva, pues encarna, durante el prólogo, al padre de Jinhee. Se trata de un resumen rápido de la víspera y del día mismo del abandono, un conjunto de secuencias con los últimos momentos juntos entre hija y progenitor mientras van en bicicleta, compran ropa para ella, comen en un restaurante o eligen una tarta. Son los preparativos para un viaje que esta niña todavía feliz desconoce, y el gran acierto de puesta en escena de Lecomte consiste en que los espectadores no veamos la cara del hombre en ningún momento justo hasta que se produce la separación, con un último plano frontal de Sol Kyung-gu y desde la perspectiva en cámara subjetiva de una Jinhee que no puede imaginarse lo que viene a continuación. Como refuerzo del punto de vista de la niña, este recurso se emplea alguna vez más de manera certeza, elegante y nada aparatosa, sin abusar de él.

 

Fotograma de Una vida nueva, de Ounie Lecomte. | FINEKUT

Igualmente debe señalarse el impecable trabajo de las intérpretes secundarias que encarnan a quienes conviven con la recién llegada al espacio de tránsito, creando la definida dimensión dramática de sus personajes solo mediante las precisas pinceladas que marca el guion. Como Park Myung-shin, veterana actriz teatral y secundaria de lujo en el cine surcoreano, haciendo de la cuidadora que desempeña muy bien su duro trabajo mientras asiste al tránsito de tantas y tantas niñas que llegan y, tarde o temprano, se marchan. O como Go Ah-sung, niña prodigio que se dio a conocer con dos películas de otro titán surcoreano, el director Bong Joon-ho. La actriz es la valiente chavalilla raptada por el monstruo de The host (2006) y la misteriosa adolescente con poderes de clarividencia en Snowpiercer (2013), y aquí se encarga de dar vida a la tullida que, tras varios años en la institución y siendo ya adolescente, no se le presenta la posibilidad de que la adopten, sino que un matrimonio mayor la coja como criada interna.

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Y por supuesto, mención aparte merece la labor de la debutante actriz protagonista, otra niña prodigio. Kim Sae-ron comenzaba una carrera que se apuntaló al año siguiente con El hombre sin pasado (2010), imprescindible thriller en el que interpreta a la pequeña vecina que se hace amiga del misterioso dueño de una tienda de empeños. En su primer largometraje construye el personaje, consolidando del todo el concepto previo ideado por la autora, a base de su capacidad para afrontar todo un abanico dramático de sentimientos y actitudes: estupefacción, silencio, compunción, vulnerabilidad, frustración e ira.

Además, como ha comentado la propia Lecomte, Kim Sae-ron consigue extraer el máximo de su valía con las escenas en solitario. Y en el largometraje hay muchas. Si tuviéramos que quedarnos solo con una, esa sería la del entierro, una de veras determinante, que marca el final de una vida y el principio de otra. Es una metáfora cristalina que, posiblemente, en el contexto de un relato similar quedaría como un exceso innecesario por lo demasiado evidente que resulta, pero la cineasta y la niña actriz convierten lo simbólico en potente experiencia sin artificio. Jinhee desea desaparecer porque no soporta el dolor y decide enterrarse en el mismo lugar donde sepultó un pajarillo muerto. Pero preparar su propio funeral, excavar un hoyo y cubrirse de tierra no le sirve para morir… O tal vez sí: para seguir viviendo, la pequeña abandonada debe asumir que el antiguo yo no existe ya (ni volverá a existir) y que debe aprender a ser el yo resucitado de una nueva vida que está por venir.

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